"Solo entiendo la escritura como reflejo de un mundo interior, privado". W.G. Sebad

Muchas veces observo con detenimiento escarbar a un perro mientras trata de rescatar un hueso que previamente había enterrado fuera de la vista de sus compañeros de oficio. Este acto canino puede tener infinitas lecturas. ¿Por qué ocultarse a la vista de otros perros? ¿Dónde reside el placer de disfrutar del mencionado manjar alejado de sus más próximos parientes? Las respuestas seguramente son muchas y bien pudieran dar para redactar todo un tratado de psicología animal, tras sentar en un diván a Iván Pávlov y a Konrad Lorenz y pedirles que nos aclarasen el enigma.

Algo parecido me planteo a la hora de leer una narración sin importar lo extenso o breve de lo contado. Si la historia no se desarrolla a partir del círculo íntimo y privado de su autor, no importa -al menos para mí- cuan enorme sea su dominio sobre el tema, lo grandilocuente de la exposición o el despliegue de cultura que pueda exhibir para impresionarme, si es que esa es su intención. Personalmente considero que esa conexión consigo mismo es básica, sin importar que me hable de la revolución bolchevique o de la toma de la Bastilla. A mi modo de entender, un autor debe reconstruir los hechos a partir de sí mismo, hacerlos nuevos desde una mirada capaz de sorprenderse y sorprender; debe poseer unos ojos tan atentos a la búsqueda como los de un explorador de mariposas exóticas.

Una insinuación velada resulta siempre infinitamente más rica en contenido que una exposición explícita.  Una historia resultará creíble si quien describe un suceso, sea este falso o verdadero, nos lo entrega como si nos regalara un mundo particular y absolutamente personal. Esta ha sido una constante preocupación presente siempre en mí. En general detecto en muchas de las narraciones que leo, bien sean cuento o novela, una falta de inclinación por cultivar la introspección necesaria que permita crear una historia que logre trascender el ámbito local para devenir universal y recuerdo en este instante una novela como "Opiniones de un payaso" de Heinrich Böll. El conflicto de la segunda Guerra Mundial en ésta obra aparece como telón de fondo que enmarca el contexto y sin embargo en ningún momento ahoga el elemento narrativo. En nuestro caso y en nuestro país, en demasiadas ocasiones, es precisamente el hecho histórico el que se erige en motivo central para situarse muy por encima de lo que es verdaderamente importante y de este modo el relato se desdibuja bajo el peso de los acontecimientos. Es a partir de este supuesto cuando comienzan a evidenciarse las grietas narrativas y lo contado pierde toda veracidad.

Creo que hay una auténtica dificultad a la hora de entender, en muchos de los que nos atrevemos a contar, que para ser un escritor de verdad es preciso crear a partir de un universo propio y con identidad diferenciada.  Algo así como si los restos hallados en el interior de una pirámide de Egipto relataran la historia a partir de un hueso en particular, una rodilla, la falange de un dedo, quizás una cadera y no a través de todo el esqueleto humano. Existe o debería existir al menos en mi opinión, una especie de epifanía personal y secreta en todo escritor, una verdad que ha de ser protegida y puesta de relieve por encima de cualquier otra consideración a la hora de narrar para otorgar rango de valor a lo contado.

Para exponer con rigor cualquier acontecimiento del pasado existen otras disciplinas más expeditas y oportunas como la sociología, la historia o la antropología, pero cuando se carece de la imaginación o del talento necesario se recurre a calcar lo ya conocido en los mismos términos ya sabidos por todos, obviando que la realidad se puede reinventar una y mil veces para hacerla distinta y tan rica en contenido como el propio original que la inspira. Hay mucho de desidia y de acomodo en esa supuesta incapacidad para rearmar y reinterpretar el pasado y lograr hacerlo mucho más interesante y atractivo al lector, por no decir mejor narrado. Por desgracia y dice bien poco de quienes nos dedicamos al oficio de escribir, no son pocas las novelas imposibles de digerir y cuya lectura queda abandonada antes de llegar a la cuarta parte de sus páginas.

No llegar a comprender la auténtica importancia de esa esfera de lo íntimo como parte fundamental del todo universal es para mí la gran tragedia. De los treinta y un años del gobierno de Trujillo solo me interesa la coyuntura rota en una de sus partes, lo apenas trascendente en apariencia, aquello que aconteció tras la puerta de un cuarto cerrado y distante de la mirada del mundo. De ahí que me sienta tan identificado con la visión de Kazuo Ishiguro cuando afirma “he estado enfatizando lo minúsculo y lo privado, porque en esencia es de esto de lo que trata mi trabajo (…) para mí lo esencial es que transmite sentimientos, que apela a lo que compartimos como seres humanos por encima de fronteras y separaciones”. Puedo compartir con facilidad sus palabras, pues comparto esa preocupación por narrar de un modo natural y simple; ese modo en el que lo cotidiano adquiere significado para abandonar el anonimato. No es la grandeza del héroe lo que me interesa ni lo épico de su figura lo que llama poderosamente mi atención, sino aquello que la historia oficial nos oculta, quizás por pudor o conveniencia. Todo cuanto se obvia, cuanto se pasa por alto es precisamente aquello que puedo llegar a considerar importante y digno de ser explorado en vez de sumar equivocadamente paginas y más páginas que no cuentan nada ni arrojan detalles que añadan el valor de ese detalle que la maestría del autor desliza sobre el texto y que resulta revelador.

Todos tenemos una doble vida. En una de ellas podemos ser brillantes y geniales, dignos incluso de ser citados por los demás, mientras en otros momentos es posible que atravesemos periodos sombríos, de carácter taciturno, mediocre y vulgar. Los escritores, después de todo, no hacen otra cosa salvo ampliar instantes, destacar sucesos -muchas veces triviales- en los que un hombre cualquiera muestra su cara menos excepcional. Y es ahí donde su labor, como discreto voyerista de la intimidad ajena, cobra sentido. Es el hecho mismo de reparar en que su vecino lleva con mucha discreción la basura desde su casa hasta el depósito, sin perder de vista que, en el instante mismo de arrojarla al zafacón, cae al suelo una carta, un sobre cerrado y hurtado a ojos de su mujer. Es intuir, por la zozobra que le acompaña al recogerlo, que su interior contiene unas líneas escritas por la mano apresurada de su amante en las que le declara su profundo amor, mientras su esposa -ajena a todo- duerme tranquila sin imaginar que han rodado por el suelo unas palabras llevándose consigo la vida oculta de su marido. Son pequeños detalles que encierran una vida, elementos necesarios sobre los que, creo, reposa la auténtica esencia de la literatura. Y es también, ese sagrado instante, en el que es posible narrar esa epifanía íntima y privada, a la que antes aludía, sin necesidad de pedir permiso a nadie, ni siquiera a uno mismo.