Ahora que la campaña electoral coloca bajo lupa a quienes aspiran o aspiraron a ser candidatos, reaparece una inconclusa controversia sobre dos de ellos; uno nieto del funesto dictador Trujillo y el otro hijo del expresidente Leonel Fernández. ¿Deben o no endilgárseles los desmanes cometidos por sus mayores?
Domínguez Trujillo, descalificado como candidato presidencial, es un no muy exitoso hombre de negocio, enganchado a político en su medianía de edad. El otro, Omar Fernández, es un educado e inteligente joven, político de profesión. Ambos criados en el disfrute de ilegitimas fortunas.
Quienes salen a defenderlos, argumentan que no deben culparse por las tropelías cometidas por sus familiares. Otros, generalizan y recuerdan eso “de tal palo tal astilla”; y los hay que insisten en complicidad por omisión. ¿Podemos acusarles de algo?
No han delinquido ni son cómplices. Tampoco pueden acusárseles de delito por omisión- crimen que en este país parece no existir-, puesto que no habían nacido o apenas gateaban cuando sus mayores perpetraban fechorías. Por eso, ni el más atrevido y competente abogado se expondría a crearles un expediente.
Ahora bien, una cosa es la ley y otra la moral. Lo que debemos cuestionarnos es si estas figuras públicas han vivido y forjado sus carreras dentro de la ética. Y es, al intentar contestar esa pregunta sobre su existencia moral, donde podremos llegar al meollo del asunto; obtener el sustento para aquilatar a estos descendientes del poder, y decidir el debate.
Es un derecho y un deber enfrentar ese aspecto de sus vidas sin mojigaterías; agarrando el toro por los cuernos. Esta gente aspira a manejar nuestros dineros y a gobernarnos. No podemos exponernos a nuevos desencantos.
Ramfis Domínguez Trujillo fue criado al amparo de millones de dólares saqueados por su abuelo a sangre y fuego a este país. Fortuna que heredaron su madre y sus tíos. Mansiones, vida de lujo en Miami, negocios pomposos y fiestas de alta sociedad. Todo acompañado de la impenitente veneración y justificación de las acciones del tirano.
Así, el aspirante a presidente llegó a ser adulto. Luego vinieron malos negocios, demandas, deudas, y la fortuna se fue al carajo. Dilapidaron nuestro dinero. Ranfis no cometió ningún delito, al menos aquí, ni ayudó a matar o a desfalcar al abuelo. No señor, no lo hizo. Pero lo que hicieron él y sus padres fue vivir a expensas del dinero que nos robaron. Una imperdonable inmoralidad.
Omar Fernández, suave, simpático, y con la sencillez de un seminarista, pretende apartarse y no llegarle a la conciencia que su vida principesca- donde pudo aprender a jugar al Polo, “deporte de reyes”- proviene de una riqueza solo explicable por el saqueo de fondos públicos. ¿Acaso ignora la procedencia de los miles de millones de pesos que se gastan en promoverlo?
No puede rendir cuenta sobre esos fondos. Parece hacerse el pendejo y olvidar que entre quienes lo rodean y auspician mandan delincuentes; no pocos con expedientes en la justicia. Claro, no se le puede culpar de lo que hiciera su padre o sus allegados. Él tampoco tiene cuentas pendientes con la justicia. Pero las tiene, igual que el otro, con la ética: gastarse cualquier dinero obtenido de fondos públicos, si bien no es ilegal, es inmoral.
¿Y por qué debería importarnos que esos aspirantes a cargos públicos crecieran, disfrutaran y todavía disfruten de un estatus de inmoralidad pasiva?
Henry Adams, descendiente de dos expresidentes norteamericanos, regio historiador e intelectual, afirmó que “el poder es un veneno, un veneno que ciega los ojos de la precepción moral y debilita los propósitos morales”.
Imaginemos, entonces, a esos que puedan alcanzar el poder ya habituados a ignorar, o a no entender, cuestiones morales. Constituyen una amenaza para cualquier colectivo. Por eso debe importarnos.