Las experiencias de lectura me han permitido transformar la vida en ilusión y en sueño. Aprendí a leer temprano y a escribir, como es natural, tarde. Leer me ha posibilitado crecer y madurar, definir los perfiles de mi personalidad, ejercitar mi memoria, afinar mi sensibilidad y potenciar mi imaginación. Gracias a la lectura he podido disipar ansiedades, entretenerme, divertirme, y, desde luego, aprender, con este vicio apasionado, “impune” (como dijo Valery Larbaud), pero maravilloso y exaltante, en el que me refugio para vivir una vida paralela. Y con el que combato las adversidades de la vida, atenúo las incertidumbres, mitigo las penas, congelo los instantes de felicidad y disipo las angustias cotidianas.
Crecí en un ambiente familiar de amor a los libros y al conocimiento, en un hogar donde siempre se hablaba de política y de historia, y donde nunca faltaban las anécdotas de la era de Trujillo.
Desde que empecé a trabajar también me aboqué a comprar libros. No me olvido cuando compré o llegaron a mis manos: Residencia en la tierra, Confieso que he vivido, El principito, La sangre, La mañosa, El masacre se pasa a pie, El túnel, El alhajadito, Rimas y leyendas, Las flores del mal, La vida es sueño, El alcalde de Zalamea, El sí de las niñas, Bodas de sangre, Don Gil de las calzas verdes, Martin Fierro, Fuenteovejuna, El hombre mediocre, Platero y yo, La gitanilla, El licenciado Vidriera, La celestina, La metamorfosis, Milagros de nuestra señora, Crónica de una muerte anunciada, El coronel no tiene quien le escriba, La tregua, Rayuela, El lazarillo de Tormes, Pedro Páramo, Sobre héroes y tumbas, Diario de Ana Frank, El viejo y el mar, Facundo, Coplas por la muerte de su padre, El retrato de Dorian Gray,… y otros libros que fueron llegando a mis manos, enriqueciendo mi biblioteca. O cuando compré y leí Romeo y Julieta, Otelo, Macbeth, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Hamlet, María, La sangre, Over, La Ilíada y la Odisea, El discurso del método, Las venas abiertas de América Latina, las obras esenciales de Ortega y Gasset y Nietzsche, los clásicos del marxismo –cuando era (como casi todos los jóvenes estudiantes) marxista y militante de izquierda. Prefería las obras de Engels, Lenin y Marx, sobre todo las de Engels, pues las consideraba más antropológicas (las de Lenin son más dogmáticas).
Así pues, pasaba del cuento a la novela, del ensayo a la poesía, del teatro a textos infantiles y juveniles, clásicos antiguos y modernos, dominicanos y extranjeros, libros recomendados por profesores, asignados en la escuela o sugeridos por amigos. En fin, libros que llamaban a otro libro, temas a otros temas. O buscados y coleccionados por editoriales, clásicas y actuales, donde sobresalen: Cátedra, Seix Barral, Fondo de Cultura Económica, Alianza Editorial, Alfaguara, Losada, Bruguera, Porrúa, Espasa-Calpe, Visor, Hiperión, Grijalbo, Panapo, Plaza y Janés, Planeta, Taurus, Pretextos, Aguilar, Siglo XXI, Anaya, Siruela, Mondadori, Kapeluz, Oveja Negra, Penguin Random House, Tusquets, Acantilado, Atalanta, Akal, Anagrama, Ariel, Crítica, Debolsillo, Galaxia Gutenberg, Gredos, Gustavo Gili, Herder, Joaquín Mortiz, Lumen, Paidós, Phaidon, Taschen, Trotta, Valdemar, etc. Algunas desaparecidas; otras muy vivas y pujantes, latinoamericanas o españolas, y con catálogos icónicos y emblemáticos (conservo sus catálogos). Luego, estuvieron mis romerías bibliografías, mis aventuras librescas, que involucraron visitas a bibliotecas, consultas, libros prestados o intercambiados, en un frenesí que no se apaga ni se atenúa. Y que incluye visitas a ferias internacionales del libro y librerías extranjeras, dentro de una especie de turismo bibliográfico, donde siempre regreso cargado.
La primera vez que un libro me entristeció fue cuando leí el capítulo final de la muerte de Don Quijote. Nunca me imaginé, ni nadie me lo contó antes, que la lectura de un libro podía hacer llorar. Leer a Don Quijote de la Mancha, en una edición de la editorial Kapeluz (no lo olvido), me llenó de una extraña e inexplicable emoción, durante mi adolescencia. En esa etapa de mi vida, devoré cuentos y novelas, manuales e historias de la filosofía, de la literatura universal y dominicana, historia americana y universal. Me enamoré de la geografía. De los mapas, es decir, de la cartografía, de las distintas disciplinas geográficas: geografía física, política, astronómica. Y esto incluía países, capitales, ciudades, ríos, lagos, montañas, océanos, mares, cordilleras, etc. Como se nota, desarrollé una asombrosa y mágica pasión por la geografía. Era capaz de memorizar casi todas las capitales de todos los países del mundo (como, Amadeus, mi hijo menor en la escuela), los accidentes geográficos, y hasta dibujar mapas y hacer un globo terráqueo con un balón de baloncesto. Creí que sería geógrafo –afición que heredé de mi padre–, y hasta llegué a ser seleccionado en mi curso para una excursión a la ciudad capital, acaso por mis conocimientos de geografía (una pasión connatural a de los niños). Además, por otras pasiones como las ciencias naturales y la gramática. Nunca supe –como dijo, además, Borges– que mi destino sería literario, o que serían las letras. Cuando ingresé a la Universidad Autónoma de Santo Domingo, a estudiar educación, mención filosofía y letras, cambié no solo las lecturas marxistas, sino que transferí mi fervor de la geografía a la literatura, y a la filosofía. Desde entonces quedé hechizado por la magia de la poesía, la fantasía del cuento y la novela, la profundidad de las ideas y el poder seductor del ensayo. Ahí empezó mi travesía por el mundo de las letras y de las ideas. Los escritores y los filósofos empezaron a forman parte de mi altar letrado y de la tribu de mi sensibilidad: se volvieron fantasmas y dioses de una religión profana y de dioses paganos, que se llama literatura. De ahí que el poeta romántico alemán Novalis, dijera: “La poesía es la religión natural del hombre”.
Cuando ingresé a la UASD (CURNE), a hacer mis estudios superiores, adquirí en San Francisco de Macorís, con un librero, tartamudo y ducho en libros, llamado Cuquito, y que traía libros de Cuba: obras de Casa de las Américas y Ediciones Huracán, como las novelas de Carpentier, Camus, Balzac, Flaubert, los libros de Nicolás Guillén, y autores rusos como Dostoievski, Gogol, Gorki y Tolstoi, o clásicos hispanoamericanos como La vorágine, María, Doña Bárbara o Azul. Era la época en que los militantes de izquierda leíamos Así se templó el acero, La madre, Reportaje al pie de la horca, Vivir como él, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde, etc.
Así fueron creciendo mi biblioteca y mi pasión lectora. Entraron a mi gusto literario García Márquez, Cortázar, Sartre, Sábato, Borges, Bosch, Pedro Mir, Horacio Quiroga, Cervantes, Martí, Darío, Calderón, Lope, Bécquer, Vallejo, Lorca, entre otros. Cuando llegué a Santo Domingo desde Moca, empecé un peregrinaje, solo o acompañado, con amigos, por librerías de libros usados. Luego, y ya con mejores ingresos, a comprar libros nuevos y visitar las ferias del libro, donde era capaz de conseguir, entre libros nuevos, usados y regalados, hasta doscientos libros, cada año. Y así fui potenciando mi pasión bibliográfica, mi pasión escrita, y ampliando mi biblioteca personal. Muchos de estos libros, y de estos autores, los perseguí instado por amigos escritores, colegas y profesores, en esa competencia que se gesta y crea, al calor del diálogo, la búsqueda de conocimientos y el afán por la sabiduría –y también, por qué no, por esa ilusión utópica, de “leerlo todo” o, literalmente, todos los libros.
Los libros y sus autores han ejercido en mí una mágica hospitalidad y despertado mi vocación de escritor. Sin ellos habría sido menos sensible y más conformista, y sin espíritu crítico. Buscamos en las páginas de los libros las fantasías y las ficciones que no encontramos en la realidad. Intentamos descifrar enigmas y vivir las vidas que habríamos querido tener en el presente y en el pasado. Perdemos la inocencia y combatimos la soledad, a través de la comunión libre con el libro. Leer nos salva. En efecto, leer los buenos libros nos libera de la cárcel del tedio. Los libros nos sirven de refugio contra la melancolía, pues nos sumergen en mundos de ensoñaciones y quimeras, que nos hacen desentender de las perversidades y monstruosidades que los hombres han edificado, aviesamente. La lectura dejó de ser en mí una pasión prohibida, un oficio de difuntos y un juego para convertirse, en un oficio del arte de vivir y en una filosofía existencial. Y se volvió un mecanismo de resistencia de las adversidades, un acto de rebelión contra la dureza de la vida cotidiana y un escape del hastío. Desde que aprendí a leer, los libros han sido un antídoto, cada vez que me he sentido abatido, angustiado o desesperado. De ahí que me entrego, en cuerpo y alma, a la lectura, para satisfacer mi apetito de conocimiento y aprendizaje, y a la escritura para canalizar mis energías intelectuales y creativas.
Leer y escribir son, pues, maneras de vivir. Vivo para leer y escribir, y recrear y memorizar lo leído; también, para vivir en el sueño, lo leído en la vigilia. Sartre dividió su autobiografía Las palabras en leer y escribir. Justamente, la vida de todo escritor se representa en esos dos actos, en esas dos acciones de vida, que se completa con otra: publicar. La lectura es así una práctica cultural de la vida, que nos ayuda a sobrellevar los avatares de los túneles existenciales, en que transcurre el laberinto de nuestras pasiones espirituales, sociales y estéticas. En cambio, la escritura es una acción voluntaria, que nos ayuda a materializar, en palabras, ideas, pensamientos, recuerdos y conceptos, y a hacer brotar de la mente, por una necesidad psicológica y espiritual, lo que llevamos dentro—y aun, muy adentro de la conciencia. Leer es un placer, y escribir, un desgarramiento. Quien lee siente los murmullos del estilo y las voces del lenguaje de los autores; mientras que, quien escribe, siente los desprendimientos de la conciencia creadora.
La invención de la escritura ha sido el acontecimiento más trascendental del hombre y el salto cultural que más contribuyó, en su proceso de humanización, pues le permitió comunicarse, desarrollar el lenguaje y cruzar la barrera del salvajismo a la civilización. Leer nos hizo, por consiguiente, más humanos. La invención del libro aceleró el proceso de difusión, de divulgación y de creación de ese dispositivo o instrumento capaz de guardar la memoria verbal y letrada de escritores y pensadores, sabios y eruditos de la humanidad. Un mundo y una civilización sin literatura y sin libros habría sido un mundo sin ideales, sin sueños y sin utopías. Es decir, de autómatas y seres sin memoria y sin conciencia de su ser en el mundo. Y sin conciencia histórica ni estética. En efecto, leer nos ha evitado sucumbir a las tragedias, a los desastres y al caos, a las grandes pestes y colapsos creados por el hombre mismo. Ninguna otra práctica humana ha contribuido a romper tantas barreras contra la ignorancia, el oscurantismo y la barbarie como la lectura. Nada ha sembrado, atizado y avivado con más brillantez y esplendidez, la imaginación humana, y encendido la voluntad creadora, como la lectura. Ninguna otra práctica social nos ha transformado tanto, a nosotros, los lectores (desde la lectura en voz alta hasta en voz baja, de San Ambrosio y San Agustín hasta hoy), como la lectura silenciosa y desinteresada, que nos convierte en protagonistas, y actores públicos o secretos, de la aventura de la lectura. O participar de la magia transformadora de la experiencia lectora, de esa pasión de descifrar signos verbales de las páginas de los libros, con mirada horizontal y silenciosa. Al leer, continuamos el sueño de la vida, pues la lectura es la vigilia celebrante con que derrotamos el tiempo, aplazamos la muerte y convertimos en realidad, la ilusión, y en posible, lo imposible.