"… En las tertulias de antaño siempre había un erudito que lo sabía todo. (…) Hoy el prestigio de esta clase de sabios, ganado a pulso después de quemarse las pestañas leyendo montones de libros, ha desaparecido. La erudición ya no sirve de nada“. Manuel Vicent
Una tertulia es un encuentro, una invitación a formar parte de una familia, a construir desde la diferencia un espacio de tolerancia. Uno de aquellos sábados de hace algún tiempo me tocó, por vez primera, asistir a una de aquellas convocatorias que hacía cada fin de semana el teórico Jimmy Sierra. Aquel en concreto fui bautizado, junto a un nuevo acólito que se iniciaba y daba sus primeros pasos –al igual que yo– en el centro Comercial Ikea, nuestro punto de encuentro. Llegué casi de improviso, aun cuando había sido convocado con anterioridad a estos eventos, nunca antes había acudido. Fui recibido con indudable agrado e inmediatamente invitado a ocupar un asiento. Por el momento y junto a Jimmy y Julio Aníbal Suárez, tan solo nos encontrábamos en el recinto los dos neófitos que habríamos de ser ungidos en dicha jornada.
Para este día y como plato fuerte, se había programado una tertulia acerca de los Diez Mandamientos cuya presentación correría a cargo de mi nuevo compañero, quien como si de entrar a la Academia Dominicana de la Lengua se tratara, debía llevar a cabo la presentación de su ponencia para ser miembro de número. Poco a poco todo se fue desarrollando del mejor modo posible y el resto de participantes se fueron incorporando con escasos minutos de diferencia. Para mí fue muy agradable volver a ver al "joven" Adriano de la Cruz quien, sorprendentemente, parecía haber inventado algún ungüento capaz de vencer el menor signo de envejecimiento. Todo en él tenía la gracia y el encanto heredado de su madre quien, sin mucho alboroto, vio prenderse las primeras luces del siglo pasado, encendiendo por igual las de este milenio.
Algo más tarde se incorporó a la reunión el gran teatrista Reynaldo Disla, uno de esos seres sencillos y amables, que dada su humildad nadie es capaz de imaginar todo el talento que esconde. Él es uno de esos miembros que de manera discreta logra, con su sola presencia, prestigiar cualquier círculo de amigos. Tuve la enorme suerte de sentarme a su lado, lo que significaba que tendría una larga vida como miembro de esta tertulia.
Siguiendo de modo riguroso en esta narración el orden de llegada, el siguiente en incorporarse fue el fiel amigo del incansable Sierra, el periodista Domingo Batista. Apareció y con mucha parsimonia se colocó entre el resto de los asistentes, justo al lado del actor Pericles Mejía. Una vez completada la matrícula se entendió prudente por parte de todos iniciar la actividad. Jimmy golpeó contundente los tenedores de plástico anunciando que entre nosotros se encontraba un nuevo teórico, el señor Amaury Pichardo Fernández, quién además de hacer una breve ponencia sobre el tema propuesto para la jornada, regalaría a cada uno de los presentes su pequeño ensayo.
El conversatorio arrancó con algunas ideas personales del ponente que lograron sorprendernos, acerca de la inexistencia de Moisés, así como el cuestionamiento de diversas tesis, que mantenidas durante años por uso cotidiano y tradición han llegado a convertirse en verdades categóricas de dominio público. Todos escuchamos con suma atención la exposición del amigo Fernández. Nadie osó intervenir mientras él no diera por expuestas las ideas más concluyentes de su presentación.
Todo se iba desarrollando de modo sereno y armónico, hasta el momento en el que una señora evangélica, y que según sus propias palabras fue invitada de manera informal a la reunión por el mismísimo Dios, decidió intervenir. Sin anuncio previo y de modo un tanto brusco, pidió la palabra haciendo referencia a tan sorprendente anfitrión. Este hecho motivó de inmediato una especie de movimiento de abejas en colmena y dio paso a la intervención inmediata del amigo Jimmy, quien, de modo inteligente, pidió a aquella persona que explicara qué la había llevado hasta allí, con el objeto de retomar lo antes posible el diálogo. El ambiente hasta entonces tranquilo y amistoso se llenó de inquietud. Cada cual explicó al compañero de al lado su opinión sobre el asunto. Todos hablaron de modo abierto y se expresaron con rotundidad sobre el fanatismo oculto tras las palabras de aquella mujer, salpimentando la tertulia y sacando a flote las pasiones de cada uno.
En ese preciso instante Jimmy Sierra haciendo uso de su gran talento como improvisador, y usando un discurso a medio camino entre lo irónico y lo totalizante, comenzó a desmontar algunas de supuestas virtudes de la Biblia, terminando sin embargo cada intervención tras analizar un pasaje de la misma, con un pie de amigo en el que confirmaba la innegable importancia de su lectura. Aconsejaba leerla según su criterio por el valor intrínseco de sus textos aún al margen de una visión meramente católica y evangelizadora y con un modo de presentarla cargada de una lógica muy difícil de debatir. Añadía a la vez, en medio del fragor de la batalla, ciertos gestos cargados de intención poco aptos para menores. A mi lado Reynaldo Disla se rendía sin condiciones al histrionismo del teórico Sierra, mientras el doctor Aníbal Suárez, solo atinaba a admirar la indudable brillantez de aquella exposición.
Hizo entonces Reynaldo una intervención intentando destacar el valor puramente literario de la Biblia, sustentando su aseveración en un ejemplo planteado por el gran teórico Jesús Sosa. Este último solía aventurar que, quizás mil años más tarde, una novela como Cien años de soledad, bien pudiera ser reivindicada como la Biblia de futuras generaciones, planteamiento este que restaba peso solemne al debate y hacía más ligero el encuentro.
En mi caso debo admitir que hice una intervención un tanto caótica. Por un lado, debo reconocer mi escasa claridad a la hora de argumentar criterios sobre lo ya debatido y en parte culpar de ello a mi habitual timidez. Intenté, pese a todo, sacar a colación la discusión acerca de si Jesús de Nazaret tuvo, en algún momento de su vida conocida, un estado de ánimo alegre y desenfado. Más concretamente arrojé sobre el tapete la idea planteada por Umberto Eco en "El nombre de la rosa" de si alguna vez río y rechazar, de este modo, cualquier idea de fanatismo en él y su búsqueda de una verdad absoluta. El ambiente se desenvolvió en esos términos la mayor parte del tiempo de aquella velada compartida. Casi al final de la misma llegó el periodista Alexis Almonte y un tanto inquieto se ubicó al lado del panelista invitado.
Quería mostrar hoy con estas palabras una especie de instantánea, una fotografía de lo que fue mi primera participación en la tertulia de los sábados en Ikea; destacar el ambiente democrático, ameno y de intenso compañerismo que reflejaban sus miembros. Sentí este espacio como pulmón necesario, un encuentro de primer nivel en el seno de una sociedad cada vez más disgregada y atomizada por urgencias ficticias. Una sociedad donde la amistad, por el camino que vamos, deberá de ser colocada en un escaparate para conocer cómo era vivida en otros tiempos.