El anuncio de que el país se encuentra entre las 25 economías emergentes con mayor nivel de confianza, de acuerdo al índice Kearny de Inversión Extranjera, merece una reflexión. El panorama económico y social actual revela una dicotomía alarmante: aquellos con recursos para invertir encuentran en el país un terreno fértil, una señal de confianza que contrasta drásticamente con las adversidades enfrentadas por los pequeños emprendedores.
Esta disparidad alimenta un ciclo perpetuo en el que el descendiente de familias de escasos recursos está predestinado a enfrentar las mismas limitaciones económicas que sus ancestros.
La creciente brecha de desigualdad, cimentada en el clientelismo, beneficia desproporcionadamente a los más acaudalados, y deja al 90% de la población atrapada en la pobreza y la ignorancia.
Las reformas estructurales necesarias para revertir esta situación son continuamente postergadas por temor, y cuando finalmente se implementan tienden a ser meros parches fiscales que perpetúan un sistema regresivo e injusto.
El cambio es imperativo y, afortunadamente, inevitable. Las sociedades tienen la resiliencia necesaria para superar estos sistemas politiqueros y clientelares que nos arrastran al borde del abismo, aunque el proceso será gradual.
Enfrentar este reto es un responsabilidad que como sociedad debemos asumir antes de que sea demasiado tarde.