Las humanidades como disciplinas del espíritu obedecen a una educación del cultivo de la humanidad, en la acepción de Séneca.  Es decir: “cultivar lo humano”, como acción de estimular la conciencia crítica de los hombres para poder vivir en libertad, paz, fraternidad y unión, en comunión con la sociedad, en una época y en un mundo. Si partimos del origen de la palabra cultura, esta significa cultivo, que viene de la expresión: cultivar plantas. Cultivar la tierra deviene, pues, en acto de sembrar conocimientos y de educar el espíritu, en el proceso de culturización del hombre. De ahí que un educador, que lleva el mensaje de la cultura letrada a los demás, a sus discípulos, se convierte en un sembrador de lo humano. El cultivo del saber hace más humano al individuo. En efecto, todo lo que hace en la naturaleza es cultura.

La cultura es un relato: posee una faceta narrativa que se comunica a través de la educación, y que es vital en la formación del individuo y del ciudadano, es decir, de la conciencia ciudadana. Desde la mitología arcaica hasta la cultura moderna, desde la cultura oral hasta la cultura escrita o a la civilización de la escritura, le corresponde a la literatura brindarnos una imagen estética del mundo. Las ficciones literarias contribuyen así a configurar una visión fantástica del mundo. Un universo de representaciones brota de las creaciones verbales, mediante fabulaciones imaginarias de la creatividad humana. En ese sentido, las expresiones literarias adquieren una función educativa y formativa, en la comunidad de individuos de una nación. Es a lo que los griegos llamaban paideia; y de ahí que los grandes educadores, de la Grecia clásica, fueron sus poetas trágicos. Frente a ese poder educativo y persuasivo, de los poetas épicos de Atenas, fue que Platón abogó por su expulsión de la ciudad utópica, de la República ateniense, a favor de que gobernaran los filósofos. En cambio, Aristóteles, con visión más democrática y realista, defendió el valor educativo del teatro y el poder catártico (o catharsis) de la tragedia, por su función purificadora de las bajas pasiones humanas.

Educar se convierte siempre en una reivindicación de la tradición, de los ideales clásicos de la civilización. Para educar, de modo crítico, se impone la necesidad de apoyarse en la tradición. De ahí el aspecto conservador de todo sistema educativo. En todas las épocas y en todas las sociedades, educar ha significado formar, dentro de cánones de enseñanzas, filosofías, métodos  y modelos del pasado. Por lo tanto, la tradición representa el espejo o marco de referencia ético para la educación del presente y del futuro, pero siempre mirando el mismo espejo del pasado.

Ante la ostensible crisis de la enseñanza y sus desafíos tecnológicos, las universidades deben repensar su significado y su función como receptáculos de saberes, en el siglo XXI. Su aura de sabiduría, intelecto y conocimiento, con que surgieron en el medioevo, hoy enfrentan un giro ante la IA y las nuevas tecnologías. Su sentido, como institución del saber, en la creación de los profesionales del futuro, está cada vez más en tela de juicio. Se ha producido un quiebre en la relación docente-discente, vinculado al mercado: a las ofertas y demandas del mundo actual. Los tiempos son de penurias para las humanidades. Las especializaciones y la formación técnica representan el mayor desafío para las humanidades y las universidades. El saber humanístico se hace cada vez menos rentable ante un mundo cada vez más práctico. La huida de las humanidades y el abandono de su oferta académica, en las universidades, constituye un eje esencial en la batalla cultural por una vida digna, sana y productiva. Representa una amenaza contra los valores espirituales, artísticos y culturales.

La crisis de la enseñanza y de la excelencia, en materia educativa, tiene su explicación, a mi juicio, en el liberalismo del interés y en la pérdida de las jerarquías entre el maestro y el alumno. Y sobre todo, en la desvalorización de los contenidos y los temas, y en la pérdida de relevancia e importancia del saber humanístico, y del saber en general. Ahí radica la responsabilidad de una era y de una civilización, que han visto disolverse, peligrosamente, los valores de la inteligencia y del conocimiento humanístico, convertidos en industria  de una maquinaria de consumo, en una sociedad competitiva. De modo que, para rescatar la caída libre de las humanidades, se impone el imperativo categórico de reorientarlas, y de reencausar la enseñanza universitaria, defendiendo su currículo y su perfil originario. Recuperar las ciencias de la vida y las “ciencias del espíritu” para abrir así las puertas de la sabiduría clásica, a fin de garantizar, de esa manera, la idea de ciudadanía, ciudad y ciudadano. Volver a la civilidad y a la ética del trabajo, y, sobre todo, a la ética del aprendizaje y del consumo racional. El camino hacia el progreso material debe tener, como vía de acceso, el valor de la cultura, el factor humano y la sabiduría política. La responsabilidad y la causa de la crisis de la educación residen, en mi opinión, en la muerte de los maestros (no de los profesores). Debemos imitar el significado del maestro que tiene en la tradición judía, y que tenía en la tradición clásica como ente transformador, formador y educativo, dentro y fuera del aula. Es decir, del maestro o maestra como segundo padre o madre.

Todos los males de los sistemas educativos provienen del hecho de que, la figura del maestro, ha sido desplazada, desvalorizada y relegada a la condición de facilitador o ente mediador del aprendizaje, y de la lectura. Si los estudiantes han muerto es porque han muerto los maestros, y han muerto porque los mataron. Los mató la contemporaneidad y ahora los amenaza la tecnología: con la robotización y la Inteligencia Artificial (IA). Su aura oracular se ha desvanecido, víctima de la tiranía de la moda de los nuevos paradigmas educativos y de los inventos metodológicos de la pedagogía posmoderna. Jugaron con la gallina de los huevos de oro, rompieron sus huevos, y reconstruir el huevo roto, es tarea difícil. Me aterra la nueva revolución. La real revolución pedagógica debería residir en la educación, y parece que esta revolución mató la utopía del progreso cultural y la importancia de las humanidades. Quizás volvamos a la calidad, pues siempre que el mundo va mal, resurgen la esperanza, la fe y el optimismo en el hombre. Acaso el deseo de calidad se imponga a la cantidad. Ojalá que la poesía florezca en estos tiempos de calamidades, como siempre ha sido, tal y como sentenció Novalis. Y que también les ocurra a las humanidades para que haya una resurrección de lo clásico, un Nuevo Humanismo y un Nuevo Renacimiento, que reviva el mundo egregio e ilustre de la clasicidad y la modernidad, y que sacuda de raíz, los cimientos de cristal de esta era del poshumanismo.

Necesitamos tener presente que somos, a la vez, historia y memoria (pasado y presente), y por tanto, no podemos renunciar a la condición histórica y humana de la que estamos hechos. Si bien necesitamos el futuro para soñar, innovar e inventar utopías de progreso, también necesitamos el pasado para reinventarnos. Y, para hacer conciencia de que, lo que somos, es producto de los logros y progresos del pasado histórico. Conocer la historia, la tradición literaria y filosófica, es necesario para tener una perspectiva racional del porvenir. La comprensión del pasado clásico está sujeta a la capacidad de interpretación del presente. Cada vez sentimos la necesidad de entender al hombre, y para comprenderlo, ha de ser, mediante su condición histórica y temporal. La visión del mundo, que posee el hombre, está determinada no solo por su conformación espiritual, sino también, por su constitución ontológica.  Una concepción humanística no reside en un estudio solo del pasado, sino en la búsqueda de intelección del presente y en un proceso de reinterpretación de la historia. El Humanismo, como movimiento intelectual y espiritual, nació para abogar por el sueño y las ilusiones del porvenir, pero para mejorar al hombre, más allá de su condición material y su constitución corporal. Son las humanidades las disciplinas que aportan las bases filosóficas y espirituales para crear una cultura de la libertad  y los fundamentos conceptuales para combatir los prejuicios y fanatismos religiosos, étnicos e ideológicos. Defender las humanidades es reivindicar el diálogo con el pasado y la clasicidad, y no sentirnos satisfechos con el presente ni dejarnos enceguecer tampoco con las luces de la tecnología. Más bien, poner a dialogar, en igualdad de importancia, las ciencias, las tecnologías y las humanidades. Nunca supeditar estas a aquellas, pues  fueron sus parteras.

Debemos echar una mirada retrospectiva a lo lejano, a lo antiguo, a los saberes de otras culturas y otras lenguas, y no conformarnos con la felicidad, conforts y placeres que nos ofrece la actualidad del presente. También, es sumergirse en la nostalgia, a contrapelo de lo inmediato y presente. Es buscar la utopía no en el futuro sino en el pasado, en un mundo distópico, y valorar en su justa dimensión histórica, lo ancestral, lo arcaico, lo mítico y lo clásico, a la par que lo moderno, lo contemporáneo y lo actual. Mirar las huellas de nuestros pasos, a la vez que debemos mirar hacia el cielo estrellado, en noches oscuras para descifrar el espacio y mirar también la Madre Tierra: soñar despierto el porvenir, despertar el pasado dormido y mirar, con ojos críticos y oídos abiertos, el presente, con sus relámpagos enceguecedores.