Para Edis Sánchez

Rebuscando en mi pequeña biblioteca recopilaciones sobre la música popular dominicana, me encontré con joyas bibliográficas, como “La Canción Folklorica en Santo Domingo” (1958) autoría del maestro Fradique Lizardo, “La música Tradicional Dominicana” (1969), de Julio Alberto Hernández, “Las  Canciones Dominicanas”, de Juan Francisco García (1972) y “Recopilación de la Música Popular Dominicana” (1988), editado por L. Armando González Canahuate.

 

En la búsqueda, me detuve  en los trabajos clásicos de recopilación de J.M. Coopersmith, de Andrade, Doña Flérida de Nolasco, Emilio Rodríguez Demorizi, Ramón Emilio Jiménez, Edna Garrid de Boggs, Bernarda Jorge, Rafael Chaljub Mejía, Aída Cartagena Portalatín, Luis Manuel Brito Ureña, Carlos Batista Matos, las memorias sobre los encuentros musicales del Centro León, el trabajo de Josué Santana y Edis Sánchez, en sus dos ediciones, responsabilidad del IPGH.

 

 

Sorpresivamente me encontré con un tesoro que me regaló mi padre el cual lo guardaba en un añejo baúl lleno de libros.  Es un “Albún Folklorico Dominicano de las Históricas Canciones Antiguas Pro-Centenario: 1844-1944”, recopilado por el banilejo José A. Saldaña Suazo, editado el 27 de febrero de 1944 en Ciudad Trujillo.  Dedicado al munícipe banilejo Don Pepe Báez.

José Saldaña fue un obrero que trabajó en la famosa fábrica de zapatos “La Castellana” en el 1911, la cual tenía su sede en la calle del Comercio, en las cercanías de la Casa Vichini, hoy calle Isabel la Católica, en la ciudad de Santo Domingo. Para sobrevivir, dos años después, entró a trabajar como aprendiz de ebanistería con el maestro Juanico Núñez. Después de un tiempo, volvió a trabajar como zapatero en el taller de don Eladio Guzmán, que estaba situado en la hoy Calle del Conde y posteriormente, en el negocio de talabartería de Apolinar Martínez.

En todos los talleres y centros de trabajo, mientras los obreros trabajaban, interpretaban canciones acompañados con sus instrumentos de trabajo, asimismo hacían cuentos, adivinanzas, contaban historias personales donde ellos era los protagonistas. José Saldaña Suazo, además de que cantaba y componía canciones comenzó a recopilarlas en los diversos talleres donde laboró, de donde salió el albún musical encontrado.

Muchas de las canciones recopiladas son del principios del 1900, que se trasmitían de generación en generación y que se escuchaban todavía en su época. En el álbum hay recopilación de los compositores Alberto Benier, Bartolomé Olegario Pérez (Liallo), Raudo Saldaña, Fidel Rodríguez, Mariano González, Antonio Mesa, Alberto Vásquez, Tano Pérez, Cervano Morel, Alfredo Sánchez, Lico Sánchez, Narciso Sánchez, Eduardo Escalan, Julio Pimentel, Julio Montaño (El Papa), Tadeo Martínez, Andrés Cueto, Valentín Contreras, Lico Tilío, Leopoldo Gómez, Alfonso Tapsihire, Ulisito Hereaux, Piro Valerio, Chencho Pereyra y Luis A. Lockuard (Danda).

La recopilación incluye canciones de la ciudad de Santo Domingo, San Cristóbal, Barahona, Moca, Montecristi, Samaná, Baní, Santiago, La Vega, San Pedro de Macorís, El Seybo, San Francisco de Macorís, Azua y Puerto Plata, en un recorrido nacional.

Los medios de comunicación apenas existían, pero no estaban al alcance popular, pasando igual con las grabaciones, de tal manera que las canciones eran patrimonio de lo imaginario popular y eran desafío para la memoria, donde se privilegiaba la oralidad. Los Cidí eran los intérpretes que se aprendían las canciones de memoria. Los talleres de los trabajadores se convertían en centros de arte y espacios de cultura.

“Desde el momento que aquellos artesanos  -dice Saldaña Suazo- iniciaban sus labores, unos y otros empezaban a cantar diversas canciones tan bellas, que aquello se parecía más a un concierto de ángeles transpuestos en la tierra. Aquel conjunto de voces tan llenas de dulzura que salían del traspatio del taller hacia un eco tan sublime en la calle de la fábrica que todos los que pasaban tenían que detenerse a oír aquellas bellezas, como si hubieran estado rindiendo un tributo a las cosas divinas.

Entre los artesanos que cantaban a dúo, un vals, una criolla o una guaracha y que yo atesoraba en mi memoria asimiladora se distinguieron como tenores Tin Rojas y Domaciano Peña. Este, todo un jilguero en la enramada de la zapatería hacía que su voz sumamente dulce que las muchachas que vivían en las casas anexas a la misma se asomasen a las ventanas para arrancar  de sus rosados labios las sonrisas que ellas desdibujaban como manifestaciones de admirables virtudes”.

En estos talleres, “en aquel diario cantar de los trabajadores –confiesa Saldaña Suazo- hallé mi verdadero medio de esparcimiento espiritual y mi más grata escuela de arte, porque de todos ellos me aprendía las canciones que en el curso del día se estrenaban.  Las canciones que cantaban esos hombres viejos eran ya antiguas, y que al cantarla las hacían presentes”.

Al leer estas palabras de Saldaña Suazo, de cómo estos centros de trabajo se convertían es escuelas, en espacios de arte, humanizando sus labores, me llené de nostalgia y me remití a la panadería “Yolanda”, propiedad de mis abuelitos en Baní, donde yo vivía.   Allí, yo pasaba horas y horas, escuchando a los trabajadores al preparar la harina y hacer el pan, donde los instrumentos que le daban ritmo a las canciones eran los bolillos de hierro para hacer el pan.

En este espacio de libertad y creatividad, se contaban historias, se hacían adivinanzas, se hablaban de los muertos, se contaban anécdotas personales llenas de inventos y mentiras, pero entretenían y era una provocación a la imaginación. Esta solidaridad, se trasladaba a sus casas donde se compartían las actividades como bodas, cumpleaños, bautizos, nochevelas y velaciones. Allí aprendí y no en la escuela sobre el folklore y la cultura popular del país.

Después, vino el progreso, el arte se comercializó, las canciones se convirtieron en mercancías, se dividió el arte popular de las “bellas” artes, aparecieron las galerías de arte privadas y el goce artístico fue secuestrado por las élites…

Talleres modernos, pero sin música.