En los últimos años se ha vuelto una moda y una ruta, que seduce y atrae, la llamada “vuelta por México”, una vía que se ha convertido en un camino de peregrinación, un viacrucis, plagado de espinas más que de rosas, para los migrantes de América Latina, y aun, de otros países del mundo. La inician en Medellín y se sumergen en la selva del Darién de Panamá, y desde ahí, emprenden un largo viaje, de semanas, y aun de meses, por todo Centroamérica hasta arribar a México. Es una travesía extenuante no apta para ancianos ni hipertensos. En la misma, algunos mueren de hambre, inanición, deshidratación, infarto o ahogados, en uno de los tantos ríos que tienen que cruzar. Algunos padres se suicidan al ver morir a uno de sus hijos, y viceversa. La selva no es para todos. Pero el sueño americano, que sirve de estímulo y atracción –y que es más poderoso–, también representa una utopía difícil de realizar. Atravesar el Darién es una proeza heroica que también seduce: simboliza un infierno en la tierra.
Para conquistar el “paraíso americano” han de cruzar indemne el infierno selvático, una jungla espesa e inhóspita, en cuya travesía pasan penurias inenarrables, que van desde asesinatos, violaciones sexuales y extorsiones económicas. Este camino mortal por la jungla, de personas solas o de familias con sus hijos, incluso de meses de nacidos, de mujeres en estado de aborto o a punto de parir, encarna un drama dantesco para la vida moderna y civilizada. Es un viaje a los infiernos, un descenso al purgatorio, una travesía suicida y un salto mortal al abismo del miedo y al vacío del destino. Representa una prueba de fe y resistencia corporal y anímica, a la que se exponen como trabajo algunos influencers y periodistas, que han hecho valiosos documentales. Y que, gracias a ellos, podemos tener testimonios, anécdotas, historias y revelaciones de incalculable valor histórico y documental, tras hacer la misma travesía que los migrantes.
Los testimonios de los que arriesgan sus vidas, revelan que están conscientes de la magnitud del peligro, pero todos confiesan que lo hacen con la “fe puesta en Dios”, quien les ayudará –confiesan– y salvaguardará de los riesgos de muerte, según el espíritu de sus palabras. Todos creen que llegar a EEUU representa la salvación y el hallazgo de una mina de oro, de un tesoro maravilloso, pero olvidan que puede ser una tumba real. Lo peor no es que lo hagan de manera individual, sino que se llevan consigo a sus hijos a correr el mismo riesgo, en una hazaña donde pueden perder la vida, y donde los rayos del sol les queman la piel. Y donde, además, se exponen a contraer enfermedades bacteriológicas o virales, sufrir accidentes de tránsito, picaduras de insectos, mordeduras de fieras, infartos o neumonía, producto de las lluvias y el clima inhóspito. Es triste ver documentales (como me puse a hacerlo para redactar esta crónica) donde los niños lloran de sed, hambre, falta de sueño y cansancio. O ver adultos con sobrepeso, tratando de resistir el hastío y la fatiga, de muchas horas y días, caminando con pies de plomo, con una pesada mochila llena de comida, agua y ropa, pero con la convicción de llegar a su destino. O escuchar testimonios y ver imágenes en el trayecto de personas muertas, en estado de descomposición, o sus osamentas, que nunca reciben ningún responso ni una tumba – aunque fuese anónima– o una “cristiana sepultura”.
De los que arriban a la frontera con México, muy pocos logran penetrar, pues algunos mueren o son capturados, apresados y devueltos a sus países de origen. Es un drama muy triste porque muchos de ellos hacen préstamos bancarios, se adeudan o venden propiedades y autos para pagar los peajes, que pueden incluir pagos a autobuses, avión o un catamarán (embarcación). Pero lo más terrible es que, la mayoría de los que son apresados y devueltos, vuelve a intentarlo decenas de veces, como en un eterno laberinto o círculo vicioso de la ambición, la voluntad o el deseo de superación. Migrar se vuelve pues una obsesión: la obstinación demencial de una voluntad suicida. Esta travesía incluye largas caminatas, de noche y de día, bajo el sol más reverberante y la lluvia más pertinaz, cuyo sacrificio –según confiesan–tendrá una recompensa. Al caminar en grupo sienten menos miedo, ya que, el entusiasmo y la firmeza de los demás, les inyectan aliento, y la solidaridad los contagia de optimismo. Todos esperan que Dios los proteja, y esa fe les da esperanza, valor y fortaleza.
Duran 10 horas en bus, de Medellín al Darién, hasta llegar a la playa de Necoclí. Los migrantes proceden mayormente de Haití, Venezuela, Bangladesh, Ecuador, Cuba, Brasil, India, Somalia, Corea del Norte o Nicaragua, y hasta de Afganistán, Vietnam o el Congo. Pagan 200 dólares y cruzan hasta 1000 migrantes cada día tras el american dream. Parten en barco cada mañana y duran hasta 4 meses, y en Panamá pagan aproximadamente 300 dólares cada uno, en un viaje a la intemperie, durmiendo en hamacas o en el suelo, expuestos a la lluvia y cubiertos bajo las ramas de los árboles. Buena parte confiesa que hacen este sacrificio por sus hijos, lo cual revela que ser madre o padre representa el impulso mayor y el olvido de los riesgos. Sucede igual con las prostitutas, que la mayoría se dedican a este oficio, al ser madres solteras o por un abandono marital. A menudo, es una venganza contra el ex marido o una rebelión contra los padres o un acto de heroísmo.
En esta ruta panamericana para llegar a Estados Unidos en caravana, algunos se ahogan, cruzando el río Bravo; otros, cuando son atrapados, lo intentan de nuevo, y en ese intento, pocos logran su meta. Y, los más desdichados, mueren de la picadura de un insecto o de la mordida de una serpiente cascabel, bajo la impotencia de los demás, sin tener a mano una inyección anti-crotálica o un antídoto. Pero todos piensan que llegarán “con el favor de dios” –como suelen decir, o repetir, como un mantra cristiano.
En 2021, murieron 180 migrantes y en 2022, perdieron la vida 349. Cada día, 1200 personas migrantes pagan 40 dólares en un catamarán. Hasta 650 personas a diario pueden hacer uso de este transporte marítimo: de 6 de la mañana hasta la 1 de la tarde. En 2012, eran mayormente cubanos los que hacían esta travesía, pero se ha contagiado y expandido a otras naciones. De modo que fueron los migrantes cubanos los fundadores de esta ruta terrestre, llamada el “éxodo de la pobreza” –como reza su pancarta. Se calcula que unos 20 mil cubanos lograron hacerla.
Todos sabemos que la causa de la migración es el hambre, la falta de oportunidades, el desempleo, la miseria y, en algunos casos, la inseguridad, la violencia, el narcotráfico, los secuestros, los crímenes y las guerras en los países emisores de migrantes. El pico más alto de demanda o flujo migratorio en el Darién es de 18 mil personas cuando colapsó el medio de transporte.
En este mundo infernal del tráfico de personas hay bandas delincuenciales y criminales que cobran unos 120 dólares por cruzarlos hasta el puerto de Alcandí, de Panamá, donde hay un albergue o el otro albergue de Capurganá, donde tienen que pagar de 100 a 150 dólares, incluyendo mujeres embarazadas y niños. Les ponen brazaletes y les dan un ticket de viaje, que incluye el pago y luego tienen que esperar hasta 4 horas para partir a su destino. Les quitan las armas y todo objeto cortante. Deben llevar pocas maletas, repelentes para los insectos, medicinas, antialérgicos y agua. Todos tienen la esperanza de lograr la meta y alcanzar el destino final, pues alegan que otros lo han logrado. Esa es la ilusión o la expectativa. El impulso –o excusa– de este viaje puede ir desde buscar suerte en los Estados Unidos hasta, curiosamente, reencontrase con su pareja o el amor de su vida. Detrás de estas crónicas de migrantes hay historias tiernas, que conmueven y razones para arriesgar sus vidas, que dan para escribir una novela, un relato o hacer una película. Esta peregrinación representa unos 100 kilómetros, entre acampamentos, paradas y dormidas. Semeja la Gran Marcha de retirada de Mao, o la peregrinación del Dalai Lama o de Mahoma, de La Meca a Medina (hégira) en la antigüedad.
En Panamá llegan a Puerto Limón y atraviesan el río Membrillo, en una ruta de 3 días hasta llegar al albergue Canaán. Darién, pues, la selva panameña, es un infierno, pero, para los migrantes, es una meta, una vía y un paraíso, es decir, una promesa de felicidad, un sueño realizable. Están expuestos a los engaños de bandas y algunos, incluso, se quedan sin dinero para seguir la ruta y para regresar: o sea, varados en medio de la selva, a la espera de la indulgencia de un coyote o de un buen samaritano, que les preste o regale el dinero del peaje. En 2021, se registraron 300 abusos sexuales por parte de estas bandas y de traficantes de personas, denominadas coyotes. Así, ya incluso usan esta ruta migrantes procedentes de África y Asia (Afganistán, Somalia, India o Nepal), lo cual semeja un pandemónium de lenguas, hablas, costumbres, religiones.
Muchos delincuentes usan esta vía para escapar de la justicia de sus respectivos países, donde han cometido delitos, y otros la hacen como juego de vida o muerte, similar a una ruleta rusa. De ahí que, en estas peregrinaciones de migrantes, hay de todo, y abunda todo: el mal y el bien, los delincuentes y los honrados, los trabajadores y las personas honestas, los aventureros y los vagabundos, los solidarios y los insolidarios, los piadosos y los impiadosos. Estas marchas de migrantes, que duran días y hasta meses, en las mismas, van niños que tienen que ver lo que no deben ver, y por tanto, se hacen adultos en el trayecto, donde pierden la inocencia –y acaso la virginidad. Las mujeres embarazadas corren el riesgo de abortar o morir, y las demás, de ser violadas, y las casadas, arrancadas a sus esposos o a sus parejas. Decenas de haitianos que vienen de Chile o Brasil, donde nacieron, representan el grueso de los migrantes. En 2020, nacieron 1,076 haitianos en estos países sudamericanos, según Unicef. En 2021, fueron 32, 488 niños que se quedaron sin sus padres, en la orfandad y el desamparo, pues cruzaron la ruta hacia Estados Unidos. Así, cada año, cientos de niños se quedan huérfanos o son abandonados por sus madres y sus padres, convertidos muchos en refugiados.
Esta danza de la migración en buses, a pie, por carreteras, caminos inhóspitos, ríos profundos, lodo, piedras, pendientes y montañas, durante días y aun meses, representa el mayor drama humano del siglo XXI. Es una vergüenza que indigna, aterra y conmueve. Así lo vemos por tv o en fotografías, cruzando el mar Mediterráneo, la valla de Melilla entre España y Marruecos o la frontera México-Estados Unidos, donde miles de frágiles embarcaciones zozobran, muriendo adultos y niños inocentes o desplomados de lo más alto de vallas, montañas y muros. Algunos, con más suerte, son rescatados en alta mar y a otros, más desdichados, los encuentran ya cadáveres y osamentas, meses o años después, pero sin que se sepa su identidad. Cientos deben ir a consultas psicológicas tras el fracaso del viaje, víctimas de la frustración, la desilusión y la impotencia. En el albergue de San Vicente, entre Costa Rica y Panamá, tras pagar 40 dólares, hablan en diversas lenguas, pues convergen de 35 hasta 70 naciones. Es un caso sin precedentes, doloroso y dramático en la historia de la humanidad, lo que se vive hoy, y cuya causa son la sobrepoblación, el hacinamiento y la pobreza. También la violencia que conlleva el narcotráfico y los crímenes de los estados dictatoriales. Muchos huyen de las dictaduras, curiosamente, de izquierdas; o de regímenes supuestamente socialistas en pleno siglo XXI (Venezuela, Cuba o Nicaragua), cuyas revoluciones –violentas o no–, para instaurar la justicia social, han sembrado –o parido– la semilla de la discordia, la miseria, el atraso y el hambre, causas que los impulsan a migrar, como en la época de las dictaduras militares. No es tanto un exilio político –o autoexilio– como un exilio económico.
Estas largas caminatas, desafiando las inclemencias del tiempo, en las mismas, unos pocos mueren y otros sobreviven: viven para contarlo o mueren en el anonimato. Los migrantes de la selva del Darién viven, literalmente, un holocausto. Solo que su gueto no es una cárcel sino una ruta abierta y un camino largo y extenuante, que conlleva un martirio voluntario. Es una opción. Un trayecto que conduce a una meta lejana pero posible, en su mente y su corazón.
Para los migrantes, “solo llega el que tiene fe”. Es su filosofía existencial y vital. Solamente el que cree ciegamente en el “sueño americano” y que en los Estados Unidos están dios, la salvación y el futuro, es capaz de arriesgar hasta su vida, y la de sus hijos, con tal de emigrar de sus patrias de nacimiento, tras la conquista del progreso y la búsqueda de la riqueza y el abandono de la pobreza material. Pero pocos tienen presente que ese sueño puede terminar en una pesadilla o en un insomnio eterno. Las rutas son inseguras; el camino es tortuoso, en esta travesía inhumana, que ha generado, por un lado, el espejismo del progreso de Estados Unidos y, por el otro, la desigualdad de América Latina, Asia y África, y engendrado la aporofobia, es decir, el miedo o el odio al pobre (término acuñado por la filósofa Adela Cortina). O sea, no el odio al extranjero –o xenofobia– sino al pobre. Tampoco al negro o al indio o al mestizo.
Sólo se emigra de un país pobre a otro rico y de un estado de pobreza a un estado de confort y de bienestar. O de un país en guerra y sin libertad a otro en paz y libre. La fe y la tenacidad sirven de acicate para el migrante. El que no tiene fe, muere. Solo cruza la meta el que persiste, desafía el peligro y arriesga su vida. Solamente el intrépido vive al filo de la navaja: entre la vida y la muerte. Abandonar el hogar, la familia, los amigos, el carro, dejar a los hijos o llevárselos consigo a riesgo de morir juntos, es un acto de intrepidez, egoísmo y hasta de locura o desesperación suicida. Es un camino, a veces, de no retorno, donde les esperan la cárcel, la deportación o, aun, la muerte. La separación de las parejas o de los hijos; el llanto, la pena, el luto son el pan nuestro de cada día en tema migratorio y en los hogares y las familias de migrantes. Decenas zozobran diariamente. Miles han sucumbido, tras la búsqueda del tesoro americano. El 15 de febrero de 2023, fallecieron 39 migrantes, después de accidentarse el bus que los transportaba, y el 28 de abril de 2023, un incendio cobró la vida de 40 migrantes, según informes de la Cruz Roja, de Panamá y Colombia. De modo que los riesgos abundan y las oportunidades de sobrevivir o de llegar a la meta son escasas, y una cuestión de suerte. Así se vive y se padece en el corazón de la selva del Darién panameño.