El inextricable y brillante M. Heidegger, en uno de sus discursos en la Universidad de Friburgo, afirmó que la verdad era “la correspondencia entre el enunciado y la cosa”, subrayando, en mi opinión, el atributo más singular de la verdad, a saber, su carácter discriminatorio. Una cosa es ella misma y no otra.
El uso excesivo que se hace hoy día de la subjetividad en todos los órdenes no es más que abuso (ab = contra) y, obviamente, una confesión velada de mediocridad. Pretender forzar u obligar ciertas cosas a ser no las convertirá en tales; en el mejor de los casos, podría quizás constituir un afán desesperado dirigido a alterar la percepción de los espectadores.
Dicho esto, me pregunto ¿qué ocurrirá cuando la ya célebre inteligencia artificial generativa ejecute su inminente golpe de estado y sustituya el quehacer de los artistas?
La evolución de esta crisis, aunque disparatada, ha seguido una ruta bien definida, guiada ciertamente de la mano de un subjetivismo excesivo y necio. Hasta el fin del periodo conocido como arte moderno, a mediados del siglo pasado, pudimos disfrutar y apreciar las obras de artistas verdaderos; luego todo se convirtió en especulación y apetito de novedad, y en menos de medio siglo, he aquí que hubimos de abrir las puertas a tres “periodos” artísticos sucesivos: arte contemporáneo, arte pop y arte conceptual.
Es innegable que hay artistas genuinos, con obras netamente valiosas, salidos de estos movimientos, pero la inmensa mayoría produjo solo cosas desechables. La razón de este fracaso secular no hay que buscarla en fenómenos históricos o políticos de relevancia planetaria sino en aquella voluntad de inmediatez que ha querido simplificarlo todo. Si existe algo en este mundo que nunca será fácil de realizar, eso es precisamente el arte.
Ellos, los nuevos “artistas”, olvidaron que el arte es verdad y que la verdad debe siempre confesar lo absoluto; no a medias ni de manera parcial, sino plenamente. En lugar de retirarse e irse a la montaña, al desierto o a cualquier otro paraje remoto en busca de las mejores ideas, optaron por echar mano de su subjetivismo y empezaron a “crear” y a llenar los espacios de las galerías y museos con sus fabulaciones, terminando por desmentir la historia y torcer la única vía por la que debería marchar el artista hacia la meta de su consagración: la vigilia y el trabajo.
Y no los acuso de este desatino histórico tan solo porque han empobrecido el paisaje general del arte sino porque creen e insisten que es el camino. El adagio popular lo conocemos todos: “errar es humano, perseverar en el error, diabólico”. Además de la aparición de 3 supuestos movimientos artísticos en menos de medio siglo (la búsqueda incansable de la novedad siguiente implica ya insatisfacción…), ahora nos amenaza la inteligencia artificial generativa que, en breve tiempo, ha comenzado a producir obras artísticas. Es como si desde lejos un eco atroz nos cercara y gritara la sentencia que ahora nos infligirá la tecnología: “quisiste deshacerte del rigor y los sacrificios del oficio, ahora te privaré de tu vocación”.
Y aunque me importe poco o nada que un sistema informático sea capaz de esto, lo que en verdad me preocupa son las imprevisibles consecuencias que se desencadenarán en nuestras sociedades cuando el “arte” actual, el cual además de habernos negado el sentido de la realidad o la interpretación más profunda del tiempo y sus instantes, proceda de la tecnología o lo produzcan las máquinas, autónomamente.
Si ya padecemos (me niego a pensar que solo a mí me socava y atormenta este ominoso presente del arte) la confusión y los estragos de su repentina decrepitud por no poder contar con creaciones y obras suficientes que interroguen nuestro pasado, arraiguen en nuestra memoria o sacudan nuestra conciencia, no imagino qué sentiremos o en cuál abismo zozobraremos cuando carezcamos de las certezas que necesita nuestro ser para mantenerse estable en su unidad, certezas íntimas que solo el arte puede otorgarnos y que sirven para sostener la frágil trabazón interior que nos sostiene.
No es mera coincidencia la expansión de la miseria y el caos en el seno de las sociedades que, consciente o inconscientemente, decidieron prescindir del arte (pintura, música y literatura); esa pobreza, tarde o temprano, estalla, cuaja y se transforma en una insatisfacción profunda que se asienta en el espíritu de los pueblos como un lastre pesadísimo, impidiéndole en definitiva servirse de la libertad con la que anima la vida de sus hombres y mujeres.
Si además de vernos forzados a tolerar este periodo de insuficiencia generalizada del arte, deberemos hacer las cuentas con el desplazamiento de los artistas y la incerteza del origen del arte a manos de la inteligencia artificial generativa, entonces no será una sorpresa si la humanidad luego se precipita en el caos y la barbarie. Porque: ¿con qué se saciará el espíritu? ¿Cuál confianza sujetará nuestra razón para no rodar a la sima de la locura? Sin arte, sin artistas verdaderos, ¿cómo lidiaremos con las ruinas que el tiempo acumula alrededor de nuestras vidas? ¿Qué monstruos poblarán nuestra cotidianidad cuando no podamos ya ver, leer o escuchar los rostros y las palabras de los grandes artistas?
Ojalá que, una vez experimentado el vacío o la orfandad que puntualmente nos causará esta interrupción del genio artístico, una marejada furiosa de creadores comprometidos se rebele, reclame o, más bien, arrebate la principalía y el espacio soberano que el arte debe ocupar en beneficio del espíritu y la cultura de las sociedades.