El procedimiento administrativo –ha dicho acertadamente el Tribunal Constitucional— no comporta “un ritual que sea un fin en sí mismo, sino que, justamente, tiene un fin particular en la medida en que sirve como límite contra la eventual arbitrariedad de la Administración Pública en sus actuaciones” (TC/0635/17). Se alude, así, a la vocación legitimante o función legitimadora del procedimiento administrativo, variable “absolutamente fundamental en el Estado democrático” (Esteve Pardo). Se enfatiza con ello la relevancia de las formas, no como meros trámites con los que cumplir, sino como auténticos presupuestos del Estado social y democrático de Derecho que postula el artículo 7 constitucional.

En verdad, el procedimiento administrativo “constituye una garantía para los interesados, que pueden defender a través de él sus derechos e intereses legítimos antes de que la decisión sea adoptada”, siendo, de hecho, que “la mayor parte de las reglas generales sobre el procedimiento de elaboración de los actos administrativos tiene esa función de garantía” (Sánchez Morón). A esto apuntó el Tribunal Constitucional dominicano cuando afirmó que el respeto al debido proceso –en toda instancia, bien judicial, bien administrativa—, al perseguir aquella finalidad de garantía, lo que pretende en el fondo es proyectar sobre los sujetos la confianza en el que proceso transcurrirá conforme a reglas de juego “limpias” (TC/0292/17).

Es imperativo advertir, en ese sentido, que “el procedimiento administrativo constituye también un medio para la apertura de la Administración al entorno social, de participación de los ciudadanos en el ejercicio de las funciones administrativas, de colaboración entre Administración y sociedad y de consecución de mayor transparencia, finalidad que asume una importancia creciente” (Sánchez Morón). Por ello, no es de extrañar que, al referirse al procedimiento de producción de resoluciones y actos administrativos, el artículo 138 de la Constitución exija “la audiencia de las personas interesadas”. O que el artículo 4 de la Ley 107-13, al referirse al derecho fundamental a la buena administración (cfr. TC/0322/14), consagre como parte de su contenido esencial el derecho de participación en las actuaciones administrativas en que se tenga interés, especialmente a través de audiencias y de informaciones públicas (numeral 9). O que entre los deberes de la Administración Pública se encuentre el de facilitar la participación ciudadana a través de las audiencias e informaciones públicas (artículo 6.9). O que, incluso, el artículo 62 de la Ley 107-13 disponga en su párrafo I que “ningún acto administrativo que lesione o restrinja los derechos e intereses de las personas podrá ser dictado sin que al afectado se le respete, con carácter previo, su derecho de audiencia, debiendo cumplirse además con la exigencia de la motivación en aquellos actos administrativos que se pronuncien sobre derechos, tengan un contenido discrecional o generen gasto público”. Todo ello es consecuencia de la específica forma de Estado que consagra el mencionado artículo 7 de la Carta fundamental.

Lo cierto es, entonces, que el procedimiento administrativo es en sí mismo garantía del Estado social y democrático de Derecho y, con ello, de cuatro componentes específicos que, por cierto, resultan absolutamente esenciales: (i) el derecho fundamental a la buena administración; (ii) el principio de transparencia; (iii) el principio de publicidad; y (iv) el principio de participación. Así se desprende de lo establecido en los numerales 1, 7 y 22 del artículo 3 de la Ley 107-13, así como de sus artículos 26 y 27.

A fin de cuentas, el procedimiento administrativo “es el cauce más importante de participación de que disponen los afectados por las decisiones de la Administración pública, que se dotan así de una cobertura democrática” (Esteve Pardo). Por ello, por ejemplo, la correcta instrucción del procedimiento, si bien tiene por efecto principal la edificación de la Administración Pública con respecto a “la realidad que tiene que tomar en consideración al decidir” (Esteve Pardo), ha de procurar también la más amplia participación de todos los interesados, participación que resulta entonces fundamental y, sobre todo, determinante de la función legitimadora del procedimiento en sí.

No es ocioso insistir en este punto. El procedimiento administrativo “debe incluir todos los trámites necesarios para alcanzar su fin”, es decir, “para alcanzarlo de la manera más adecuada al interés público, en el más breve plazo y con el menor coste posible y con las necesarias garantías de defensa de todos los interesados” (Sánchez Morón). Y entre aquellas garantías se encuentra la participación –plena y sin trabas— de todos los interesados en el procedimiento, en especial en su fase de instrucción. Porque es en esta fase esencialísima, “verdadero minimum sin el cual no puede decirse que exista realmente procedimiento en sentido propio” (García de Enterría), y en particular en el trámite de audiencia, en la cual la Administración Pública escucha a los interesados, pondera sus argumentos e intereses y, en última instancia, decide. Y al hacerlo en esta secuencia, se legitima. Vale decir que, sobre esto, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado en términos singularmente contundentes (cfr. TC/0426/18), camino argumentativo que también transita la jurisprudencia comparada.

Merece la pena recordar, en ese tenor, que el artículo 138 de la Constitución dominicana consagra el deber de audiencia como un presupuesto de actuación de la Administración Pública en los procedimientos administrativos de producción de actos y resoluciones. Así, el criterio sostenido por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo de Justicia de España hace mucho sentido desde el prisma del susodicho artículo 138. A decir del tribunal español, no es solo que el trámite de audiencia es el «aspecto más esencial de la actuación administrativa»; es que, además, «tanto la exigencia de un procedimiento para el desarrollo de la actuación como –dentro del mismo— el trámite de audiencia son de los pocos aspectos procedimentales que se encuentran constitucionalizados» (STS 7165/2009).

Desde aquí, cabe afirmar, por ejemplo, que las reglas contenidas en los artículos 26 y 27 de la Ley 107-13 con relación a la instrucción del procedimiento administrativo son fiel reflejo del mandato contenido en el artículo 138.2 constitucional, y su correcta y efectiva satisfacción tributa en provecho de la cláusula del Estado social y democrático de Derecho y de dos derechos fundamentales concretos: (i) de una parte, el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y al debido proceso, en particular en sede administrativa (sobre el cual el Tribunal Constitucional dominicano ostenta una variada y dilatada jurisprudencia, vinculante por mandato expreso del artículo 184 constitucional); y (ii) de otra, el derecho fundamental a la buena administración, según la confección que del mismo postula el artículo 4 de la Ley 107-13 y, de nuevo, la jurisprudencia firme de la jurisdicción constitucional.

La sujeción a las formas del procedimiento administrativo comporta, en efecto, una «garantía esencial y primaria» (García de Enterría) de los derechos fundamentales de las personas. No puede, entonces, soslayarse su trascendencia y su utilidad como garantía del Estado de Derecho. Nada de ello debe conducir a una apología del fetichismo procedimental. Solo ha de servir para revalidar su vocación legitimante. Nada más, nada menos.