En una época caracterizada por el individualismo exacerbado, el deseo consciente o inconsciente de ser halagado y encontrar quienes se presten a ello, en que los egos desbordan las fronteras del cráneo, en que la vanidad encuentra su vidriera en las redes sociales, la soberbia incrementa su presencia, convirtiéndose en un estilo de vida.
La soberbia es la actitud de algunas personas que se sienten por encima de los demás, por encima del bien y del mal. Es ese sentimiento de superioridad enfermizo que lleva a algunas personas a presumir de cualidades que no tienen o de ideas que no ha producido, ni han pasado por su mente jamás, y solo menosprecian las de los demás.
No es orgullo, pues éste puede llegar a ser incluso disimulable e incluso apreciable cuando nace de la virtud y del comportamiento noble. En cambio, la soberbia irrumpe como tromba marina, conduciendo al soberbio por la pendiente del deseo de ser y sentirse el preferido de todos, sin méritos propios más allá de su reconocida soberbia.
Recuerdo la soberbia en mi infancia, como uno de los siete pecados capitales acompañado de la lujuria, la ira, la envidia, la avaricia, la pereza y la gula, todos ellos “adornos” a la venta y expuestos hoy como formas de vida apreciables y hasta apetecibles y deseables, y hasta orgullosamente mostrables.
Por supuesto, la soberbia tiene en la vanidad -esa arrogancia y envanecimiento de la persona- su caldo de cultivo, al mismo tiempo, que la expresión exagerada de la misma soberbia. El o la soberbia necesita, como oxígeno celular para la vida, la atención de los demás, así como su aprecio, aún fuera enmascarado.
Pero la soberbia es una trampa emocional, pues quienes viven de y en ella, necesitan a toda costa mantener su imagen, así fuere a base de mentiras o reafirmando su despotismo inherente. No puede, sino, reafirmar por encima de todo su superioridad o sentimiento de poder sobre los demás, aunque éste sea falso.
Respecto a esto último, José de San Martín decía: “La soberbia es una discapacidad que suele afectar a pobres infelices mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder”. Y como si fuera poco, al respecto, decía Salomón: “Donde hay soberbia, allí habrá ignorancia”.
Hay quienes dicen que detrás de la soberbia hay inseguridad y miedo, como baja autoestima. Se constituye en una forma manifiesta de heridas sin sanar y necesidades insatisfechas, de deudas personales y sociales históricas, asumidas con el rencor de quien no pudo desarrollar tolerancia a la frustración y a muchas otras dificultades.
No tengo la menor duda, a la persona soberbia nada lo colma, pues, no ha concluido con el objeto de su soberbia del momento, cuando requiere de otro que lo sustituya, volviendo de nuevo al ciclo perenne de su sentimiento de frustración, solo saciado por su otro sentimiento de poder frente a los demás.
Es un defecto del carácter que, según algunos, es la consecuencia de la necesidad de alimentar y proteger un ego frágil, que requiere como mecanismo de defensa sentirse altanero y presuntuoso, prepotente y soberbio, saciando, de esa manera, la sed de su propia fragilidad.
En las redes y en los medios pululan esas personalidades arrogantes que no pueden admitir su ignorancia sobre muchas cosas y que, por supuesto, necesitan imponer sus ideas y puntos de vista a toda costa por encima de todos, pues nadie tiene en sus manos la verdad que ellos sienten poseer con exclusividad.
Termino con dos frases, la primera de Miguel de Unamuno: “Refinada soberbia es abstenerse de obrar por no exponernos a la crítica”, y la segunda de Fulton J. Sheen y que dice: “La arrogancia es la manifestación de la debilidad, el miedo secreto hacia los rivales”.
Si en algún momento sientes florecer algún brote de arrogancia en tu vida, quizás es hora de permitirte cierta dosis de humildad.