(Pocos años antes de la Segunda Guerra Mundial, la bahía de Samaná era visitada por buques de la marina de guerra alemana. Durante su estadía, los jóvenes marinos germanos, tripulando veloces lanchas de motor, desde la salida hasta la puesta del sol recorrían incansablemente toda la superficie de la bahía, sondeando sus profundidades; y bordeaban palmo a palmo todos los festones de la accidentada costa para reunir los datos tendientes al levantamiento de los planos y mapas que pudieran servirles en caso de guerra.
La visita de uno de tales barcos, el Karlsruhe, movió al autor a escribir en forma de diálogo el relato que sigue a continuación en el cual se condena la inversión de los recursos económicos y el empleo de los valores morales, no para favorecer a la humanidad sino para destruirla mediante la guerra. Este texto fue publicado en la revista “Hélice”, antes del estallido de la última conflagración mundial y se reproduce hoy porque, a pesar de haber transcurrido más de 80 años después de su publicación, conserva aún su actualidad. Sobre todo en estos momentos en que una especie de armagedon amenaza fatalmente a la humanidad.
Falta decir que el Karlsruhe fue hundido frente a la capital de Noruega cuando Hitler, de acuerdo con el traidor Quisling, ordenó el asalto a ese valiente país.
Por último, el plural de la segunda persona que se emplea en el relato dialogado original (completamente en desuso entre nosotros) ha sido sustituido por el singular y se han actualizado y corregido algunos signos de puntuación.
Pedro Conde Sturla).
Primera parte
—¿Está borracho, pero de verdad pretende hacerme creer en sirenas y buques que hablan?
—Se equivoca, no he bebido para tanto; lo que deseo relatar es un diálogo que yo mismo escuché. Esto acaeció, repito, entre el crucero alemán Karlsruhe, surto en la Bahía de Samaná, y una cautivadora sirena de piel nacarada, ojos de esmeralda y ensortijada cabellera negra que es la deidad que preside esa preciosa bahía.
—Ya vuelve a las andadas. Bueno, si no está borracho puede ser que esté loco. De todos modos no quiero perder tiempo en escuchar desvaríos; conque, amigo, hasta otro rato.
—Ni loco ni borracho; estoy en mis cabales. Tenga paciencia, que el diálogo es en extremo interesante…
¡Vade retro!, señor mitólogo, tenga entendido que no quiero escucharlo.
—Pues tiene que escucharme.
—¡Bah!, ya caigo… veo que quiere burlarse de mi. Y debo advertirle que no soy hombre con quien se gasten burlas impunemente…
—Pero si no quiero burlarme de usted, señor. Además, el caso no es nuevo, Bien recordará lo que Homero nos cuenta que sucedió entre el río Janto y Aquiles; o lo que Fray Luis de León dice haber mediado entre el godo Rey Rodrigo y el río Tajo, cuando este sacó afuera el pecho y le habló de cierta manera, diciéndole entre otras cosas “forzador”. Supongo que no pensará que Homero y Fray Luis estuviesen locos o viviesen borrachos y mucho menos que quisiesen “tomarle el pelo”, como se dice por esos mundos de Dios.
—Tiene gracia, habla como un leguleyo, citando casos de jurisprudencia poética. Al fin y al cabo “anch’ío sono poeta” o por lo menos tengo momentos de sentirme poeta y, en consecuencia, antes de suponer a Homero y a Fray Luis ebrios o dementes me declaro vencido por su lógica y quedo en disposición de escucharlo. Eso sí, con la advertencia —que es una súplica—de que se despache con toda presteza, sin dar paz a la lengua.
—Gracias, muchas gracias. Ignora el inmenso favor que me hace escuchándome. Ese diálogo es un secreto que ningún otro hombre posee y es para mi una montaña cuyo aplastante peso necesito compartir para que se haga más ligero. Esto aconteció a mediados del año que transcurre un día en el cual, mientras se solazaba en aguas de sus dominios la deidad de ojos verdes, tez de nácar y endrina cabellera, que ya le referí, jugueteando cimbreante a flor de agua, vio venir navegando en dirección a ella al crucero Karlsruhe, de la marina de guerra alemana, el cual aminorando lentamente su marcha vino a fondear cerca de donde estaba nuestra linda Sirena. Esta dejó pasar un par de días viendo desde respetuosa distancia cuanto pasaba en el crucero. Pero sirena al fin, algo tenía de mujer, que con el acicate de la curiosidad pudo más en ella que el temor, Y así, se acercó al buque y le preguntó:
—¿Señor del traje de acero, cómo se llama?
—Mi nombre es Karlsruhe —contestó el interrogado con voz harto grave y ceremoniosa, cual convenía a su rango y misión.
—Pues yo soy una sirena —dijo esta con dulce voz, contoneándose a flor de agua.
—Me alegro de conocerla, Fräulein Sirena —tornó a decir aquel, pero esta vez con tono menos grave pues, aunque de acero, no era del todo insensible a la meliflua voz y al incitante colear de su interlocutora, También él comenzó cierto balanceo, quizás efecto simplemente de la marea, no obstante la sirena se alejó algo y continuó así:
—¿Y que haces tú, Karlsruhe, por mis dominios?
-Este, ya sereno, contestó sin penetrar por el fácil sendero del tuteo que le dejaban entreabierto:
—Bueno, sabrá Fraulein Sirena, que yo soy buque-escuela. He paseado los centenares de jóvenes que ve pulular sobre cubierta por los más remotos lugares de la tierra y los llevo de retorno a su patria. Pero por el momento véalos aquí: borrachas de azul sus miradas en ese cielo de zafir que se contempla en las tranquilas aguas, dentro del marco de esmeralda que brindan las siempre verdes costas montañosas…
—Gracias, señor, por la lisonja; a pesar de su traje de acero tiene frases muy galanas. Parece que lo valiente tampoco quita lo cortés. El caso es que, según se expresa, encuentra en mis dominios motivos de belleza.
—¡Oh!, Goethe, uno de los dioses de mi tierra, hubiera escrito aquí su más bello poema inmortal de haber visto el derroche de belleza que natura prodiga en este golfo glorioso cuando la aurora despierta en su lecho de nácares y al dulce murmullo de las olas en las playas hace dúo el melodioso canto de los ruiseñores en el bosque cercano; más tarde, cuando un sol de fuego se yergue en el cenit y los blancos copos de espuma que encrestan las olas figuran la bella dentadura de una mujer que sonríe… , luego, cuando cabrillean las olas reflejando caprichosamente la multicolora paleta del crepúsculo; y por último, cuando en sublime noche de plenilunio Selene derrite el oro y la plata de sus rayos difundiéndolos por el espacio infinito y la superficie del mar…
—¡Ah, ya comprendo— dijo entusiasmada la sirena—, para qué ha paseado esos centenares de jóvenes por los lugares más bellos del mundo! Es para que saturen su alma de belleza y al retornar su patria exprima cada uno su caudal y así, todos juntos, en unas horas de inspiración colectiva elucubren allá en la tierra del super-hombre un super-poema que sea, a la vez que la obra poética magistral del Universo, la suprema, la sublime epopeya de la belleza.