Ya no es cuestión de suerte, ni de esperar el giro de la “mayoría silenciosa”; mucho menos esperanzarse en un escándalo gubernamental que vire la tortilla. No. La reelección de Luis Abinader es un hecho. Frente a una oposición con un pasado desastroso y falta de credibilidad, el oficialismo lo tiene fácil. Solo faltaría saber si la victoria será simple o plebiscitaria.
A pesar de la inflación, incumplimientos, errores, recular donde debió avanzar y una imbatible disfunción judicial, el pueblo percibe al presidente actual como el más eficaz de las últimas décadas. No nos equivoquemos, la mayoría quiere dejarlo donde está. Es un sentir que gravita en la mentalidad colectiva, certificado por encuestas creíbles.
Asegurados cuatro años más, el presidente adquiere una libertad en el mando de la que no disponía hasta ahora. Puede darse el lujo de mostrarse tal cual es y gobernar a su manera. No tiene necesidad de realizar amarres ni de negociar para un tercer periodo. Mandará por última vez con el privilegio de hacer caso omiso a chantajes e imposiciones. En su nuevo gobierno, no tendría que ceder ante nadie. Entonces, puede consagrarse como “Ecce homo”, ejecutando los cambios que le vengan en gana.
Para eso, y antes de seguir gobernando, tiene que meditar sobre cómo quisiera quedar en la memoria colectiva y en las páginas de la historia. Una reflexión inescapable; de esas que deben hacerse sentado, en silencio, y a ser posible descalzo (algunos sabios de oriente afirman que al desnudarse los pies se despeja el pensamiento).
Tiene todo el derecho de seguir siendo un gobernante desarrollista, creador de riquezas, pionero en la lucha contra la impunidad, pregonero de la ética estatal, y apegado a la democracia. Pero si a eso se aboca, antes deberá sopesar los reclamos de la gente por haber sido tímido en ciertos cambios, timorato a la hora de enfrentar la vieja guardia política y empresarial, y de haber mirado de lado ante ciertos desmanes. Se le endilga ser un conservador, aferrado a una derecha que piensa igual que el “Gatopardo”- el príncipe en la novela de Guissepi Lampedusa -, quien al dirigirse a la aristocracia siciliana, antes del desembarco de Garibaldi en Sicilia, les pide aceptar “cambiar todo para que nada cambie”.
Seguir haciendo lo que hace le garantiza un honorable sitial en la historia, porque lo ha hecho bien. Ha sido un hombre eficaz, honesto y trabajador. Sin embargo, quedan demasiados pobres y no se acaba de adecentar la justicia; tampoco son equitativos los impuestos y todavía puja la educación. Se pospusieron importantes reformas y demasiado corruptos siguen sin castigo. El clientelismo rampante es la única doctrina en su partido.
Hemos adelantado mucho, sería injusto negarlo. El mandatario ha tomado medidas que, en esta sociedad, pudieran llamarse revolucionarias. Supera con creces a todos sus predecesores. Sin embargo, aun disponiendo de poco tiempo y con una pandemia a cuesta, pudo habernos llevado más lejos si no hubiese sido entorpecido por amigos mercantiles y correligionarios influyentes.
Ahora bien, dadas las circunstancias de un segundo y último mandato, debe sopesar -en esa reflexión descalza- la opción de convertirse en un memorable estadista y superarse a si mismo. Supongo, que José Mujica en Uruguay, Felipe González en España, Pepe Figueres en Costa Rica, y, sin duda, Nayib Bukele en el Salvador, escogieron esa opción. Sacaron pecho a quienes sabotean cualquier cambio, y a los gatopardistas que fingen permitirlo para seguir en lo mismo.
Una gran oportunidad se le presentara a nuestro presidente cuando vuelva a gobernarnos. De ahí, que la pregunta ahora no es quién ganará las elecciones, sino hasta donde se arriesgará Luis Abinader en el próximo cuatrienio. ¿Seguirá siendo el mejor presidente que haya tenido el sistema, o intentará consagrarse como un gran estadista?