Hojeaba una revista “Hola” sentado en la sala de espera. Trifilio Sánchez sufría estados depresivos y cada tres meses consultaba al especialista. Supuso, mirando fotografías de gente rica, que no pondría reparos en recetarle un medicamento nuevo.  ¿Por qué habría de negarse?

Cumplidos setenta años, y a pesar de ocasionales subidas de presión arterial, afirmaba estar como “un cañón”. No era feliz ni desgraciado: el antidepresivo necesario para mantener alejadas aquellas pavorosas depresiones del pasado, evitaban tanto penas como alegrías.

Vivía en una habitación alquilada donde el orden y la limpieza parecían cuartelarias; un espacio impoluto que hizo su hogar desde que se retirara. Sábanas, almohadas y cobertor nítidos y estirados; una mesita de noche a un lado de la cama y al otro, una silla acomodando dos limpias toallas blancas y una jabonera azul.  Debajo, asomaban seis pares de zapatos: tres negros, dos marrones bien lustrados, y unas botas arrugadas y sin brillo rememorando épocas de metales y soldaduras. Detrás de un gavetero marrón de cuatro cajones colgaban camisas, pantalones, una chaqueta deportiva y tres corbatas. En el techo, un abanico de aspas.

En las noches, y a veces durante el día, disfrutaba deportes, noticias y telenovelas, gracias al pequeño televisor que descansaba en una mesa que hacía las veces de librero. La mayor parte del día, cuando no fungía de taxista, caminaba por la ciudad deteniéndose de cuando en cuando a comprar alguna comida. Saludaba y entablaba breves conversaciones con gente que conocía de tanto pasear por los mismos lugares.

Semanalmente intercambiaba mensajes con su hermana, sobreviviente junto a él de una familia de cinco hijos. Se vieron por última vez seis años atrás asistiendo al funeral de uno de ellos. Quería visitarla, sin embargo nunca compró el boleto de viaje.

Ese día la consulta se movía lenta. Trifilio seguía repasando sin interés la revista. Estuvo a punto de posponer una vez más la solicitud, pero buscó animarse: “Que va, o es hoy o nunca, tengo que dejarme de pendejadas y de comemierderías”. Era urgente asegurar su hombría y tenía que hacerlo esa tarde a como diera lugar. Llevaba por lo menos tres visitas sin atreverse.

Almorzaba en compañía de Cándida cada fin de mes desde el mismo día en que ambos firmaron el retiro. Se conocieron compartiendo deberes en la empresa y casualmente coincidieron en la oficina administrativa finalizando el papeleo necesario para pensionarse. Terminado el trámite bajaron juntos por el ascensor. Permanecieron en silencio- se conocían poco a pesar de treinta años laborando en la misma fábrica de colchones. Antes de llegar al primer piso, sonriendo y sin preámbulos, ella hizo la invitación.

–  Oye, Trifilio, vamos a comernos un jamberguer- Giró la cabeza e indicó la ubicación del restaurante situado a poca distancia del edificio. No dijo más.

– Bueno… sí- balbuceó sorprendido.

Sin razones ni justificaciones, hicieron de ese primer almuerzo una costumbre y llegado el último día de cada mes comían juntos del menú sabroso, rápido y barato, en el mismo establecimiento. Ordenaban hamburguesas, papitas fritas y refrescos. Agotaban el tiempo entre comentarios baladíes y disfrutando del encuentro. Al despedirse, se besaban en la mejilla y se marchaban. El regocijo de acompañarse era un sobrentendido.  Ajenos a los detalles de sus vidas, inseguros el uno del otro, evitaban cruzar la barrera que tácitamente levantaron entre ellos. Pero Trifilio había echo de Cándida protagonista de sueños y fantasías. Apenas finalizaban los almuerzos, los deseos que sentía por ella ocupaban obsesivos sus pensamientos. Uno de esos mediodías quiso envalentonarse y estuvo a punto de violentar los límites que ambos se impusieron. Intentó invitarla a conocer su habitación, pero ocurrió lo que no era de extrañar: esa imbatible timidez que lo perseguía puso impedimento.

Nació así, asustadizo y huraño, poco dado a relacionarse y a compartir en grupos. Estando en el segundo de bachillerato, harto de agobiarse en el aula y de esconderse en los recreos paralizado  por el miedo, decidió dejar la escuela y buscar trabajo. Procuró oficios solitarios hasta que aprendió a dominar la soldadura. Así, equipado del soplete, cilindro de gas y careta protectora, soldó sin mezclarse con el resto de los obreros por tres décadas.

Hombre musculoso, de cuello pegado al torso y cabellos canosos abundantes, adornando un rostro de rasgos sajones surcado de finas arrugas. El abdomen, destemplado en el sedentarismo del retiro, destacaba. No eran ágiles sus manos toscas de piel áspera y rugosa. Vestía ropa sencilla, olía a jabón de cuaba y colonia. Envejecía atractivo, recordando a esos militares que insisten en mantener el garbo sin llevar el uniforme. No fijaba por mucho tiempo sus huidizos ojos marrones.

Claro, deseaba tener compañera o “amigas con favores”, no obstante, timorato como era, no concretizaba esos deseos. Optó por buscar alivio de forma expedita y segura, sin preocuparse de pasar vergüenzas cuando “el amiguito” fallaba. Escogía a regañadientes el amparo de profesionales, que cuando cobraban no se burlaban.

Pediré el favor, es mi médico de años y sabrá entenderme. Ha sido un error de ambos no conversar de sexo. Conoce hasta la jodida que sufrí   cuando mi esposa se fue del país y me cagó la vida, pero no sabe nada de cómo soy en la cama.  Es una jodienda que  en estos días no haya tiempo para extender las visitas: el tiempo se va en saludos, preguntas sobre el tratamiento, la receta y, en menos que canta un gallo, estás fuera y sacando la próxima cita. Siendo sincero, me siento cómodo así, soy de los que evitan encuerarse frente a la gente. Hoy puede que se sorprenda, pero sin extrañarse, pues sabe que esos antidepresivos afectan la naturaleza del hombre. No tendrá problemas en ayudarme”. Indiferente al contenido de las páginas de la revista cavilaba el tímido soldador. Algo molesto, cerró la revista colocándola dentro del revistero. El psiquiatra se retrasaba y él se angustiaba.

No carecía de alimentos, techo, afeites, dinero para gasolina, una que otra ida al cine, ni para ir a comer con Cándida a fin de mes. Un presupuesto ajustado en medio de la inflación de ese 2018 del que no le sobraba ni un centavo. Por eso mantenía un Mitsubishi Eclipse del 2005 en óptimas condiciones, convirtiéndolo tres veces por semana en taxi “Uber”. De esa manera, disponía sin sacrificios del dinero necesario para los masajes.

La secretaria del doctor abrió la puerta y llamó-: -Trifilio Sánchez, por favor, pase.

Entró al consultorio. Se acomodó en un sofá de cordobán, tan    arrugado como el cutis del doctor Sedano.

– Saludos doctor, ¿cómo está?

-Bien Trifilio, bien, cuénteme, han pasado seis meses desde

la última visita.

– Ni rastro de mi depresión, pero tengo un problemita que quisiera consultarle- respondió mirándose el brilloso par de zapatos marrones, que, similares al sillón y a la piel del galeno, delataban el paso del calendario.

– ¿”Un problemita…”?

– Bueno, no es fácil hablar de esas cosas. Usted debe suponerlo. Es que el “asunto” a veces no responde. Quisiera una pastillita para eso. Levantó el cabeza satisfecho de haberse atrevido.

Incapaz de compartir con el especialista inaceptables de su vida íntima no contó la verdad; tampoco quería mentirle, así que decidió suprimir cualquier detalle.

– Es un efecto secundario de tu medicamento. ¿Cómo es que nunca me dijiste nada del “problemita”? – preguntó sarcástico sacando el recetario de una de las gavetas del escritorio.

– Me cuesta hablar de esos temas, doctor. –

-No sabía que ahora tuvieses novia. – Comentó, firmando en el recetario.

– Todavía no tengo.

El profesional no dijo nada, supuso que pagaría, tendría amigas o, característico de quienes sufren de excesiva timidez, se complacería en solitario.

–  Aquí está la receta y no dejes de asegurarte de conseguir el visto bueno de tu médico de cabecera, por lo de la presión. Recomendó y finalizó la visita. Trifilio condujo directo a la farmacia y compró las tabletas. Con el medicamento en su poder esperó expectante que finalizara el mes

Concluyó el almuerzo y se despidió de la envejeciente mulata que no escondía su figura laxa pero bien proporcionada. Gustaba de telas de colores brillantes rememorando una matrona de la India. Apenas usaba maquillaje, aunque se pintaba los labios de rojo. Sin disimularlas, exhibía canas brillantes peinadas hacia atrás. Lucía pendientes de perlas artificiales y la misma cadenita de oro colgando del cuello. La vivacidad de su mirada resultaba juvenil. No era de extrañar que Trifilio estuviera fascinado con ella.

Hacia coincidir almuerzos y desahogos. Por eso, esa tarde, luego de despedirse de Cándida se marchó enseguida a su habitación. Entonces,  Igual que un adolescente acicalándose para asistir a una cita furtiva, iniciaba un ceremonial gozoso y estimulante. En el proceso, rebotaban dentro su cabeza escenas pasionales, conversaciones, enamoramientos, y proezas eróticas que no cumpliría. Se ilusionaba, convencido de que al final de la tarde conseguiría un final feliz.  Pero no dejaba ella de ser la protagonista de pensamientos y sueños. El beso al despedirse, el toque delicado en el hombro diciéndole “nos vemos el mes que viene ¿Verdad?”, confirmaban que Cándida estaría a gusto compartiendo cada una de esas fantasías.

Descolgaba la misma camisa blanca y pantalón vaquero, lustraba el mocasín marrón, revisaba la ropa interior varias veces y seleccionaba un par de medias blancas. Terminaba de ducharse, se aplicaba desodorante y palmoteaba cada mejilla con perfume. Alrededor de las dos de la tarde estaba listo para salir, y, marcando el reloj las cuatro, llegaba.

“No jodo a nadie, pago mis cuartos, y gozo una hora sin amarrarme con ninguna. Me gusta no tener que hablarles si no quiero, ni siquiera mirarles la cara. Es mi actividad preferida y solo la esperanza de empatarme con Cándida puede igualársele”. Así se justificaba Trifilio, evitando arrepentirse en el camino.

Concluido el ritual, de “punta en blanco” y oloroso, dejó la habitación y viajó por un cuarto de hora a velocidad moderada. Ya en el lugar, acomodó el vehículo en un espacio del parqueo. En ese momento advirtió que había olvidado consultar al médico de cabecera, como  aconsejó el psiquiatra. Enseguida puso a un lado cualquier preocupación sobre su presión arterial y pasó a desmontarse. Esa tarde sería muy importante para él; nada ni nadie se la estropearía.

Era el último negocio situado en la esquina de un pequeño centro comercial. Su única vitrina la cubría por completo una enorme calcomanía a colores; en ella una mujer de rasgos orientales masajeaba el cuello de un hombre joven recostado y en el borde superior se leía en grandes letras rojas “Masajes chinos”. De la única puerta de acceso colgaba un globo de papel rojo y dorado. El tintado ocultaba el interior.

La puerta cedió y el tintineo de campanillas alertó sobre un nuevo cliente. Adentro, resultaba expectante el silencio y la poca luz apaciguaba. Cesó el ruido del ir y venir de los automóviles y desapareció la luminosidad de la tarde. Al fondo de la pequeña antesala se erguía un estrecho mostrador que soportaba un tarifario especificando tipos y precios de masajes, un gato plástico con una patita levantada, y un recipiente repleto de caramelos. Detrás, un enorme abanico de papel amarillo con caracteres rojos. Un hermoso biombo decorado con motivos orientales ocultaba el resto del lugar. Secretos y lágrimas lejanas envolvían al visitante.

Cada mes la masajista era distinta. Una incógnita, que junto a dudas y temores completaban su excitación. Sabía que haría algo ilegal, clandestino y pecaminoso: titulares en la prensa daban cuenta de redadas, apresamientos y clausuras de lugares similares a los que acababa de llegar.

Ni joven ni amistosa surgió del interior para acomodarse detrás del mostrador una chinita- así les decía Trifilio- de mirada inquisitiva. Verificó que no fuera un representante de la ley. Lo examino de arriba abajo. A paso seguida, más distendida, canturreó:

– Holaaaa. ¿Masaje?  Damos buenos masajes aquí. ¿Media  ola, una ola? – preguntó con marcado acento oriental la diminuta mujer esforzando una sonrisa.

– Pago, aola-. Extendió el brazo y recibió el dinero que Trifilio tenía listo en un bolsillo del pantalón.

– Una hora.

Enseguida fue invitado a evitar el biombo y dirigirse a un amplio pasillo de puertas cerradas. Señaló una de ellas. Trifilio abrió y pasó al interior de una pequeña habitación de luz rosada que ya conocía.

– Quítese ropa, vuelvo- Cerró la puerta al salir.

Sin desperdiciar un segundo pasó a desvestirse y colgó sus ropas en dos ganchos atornillados a la pared. En el centro de la diminuta recámara se imponía una camilla de masaje. Subió en ella y acomodó la cabeza en un círculo hueco abierto en uno de los extremos. Ahora miraba al suelo.  Espalda, muslos y piernas al aire libre, el fundillo apuntando al techo, y los pies descalzos.

Pasaron breves minutos y regresó la masajista al cuarto. Corrió el pestillo.

-Me llamo Tina-. Pronunciaba el nombre descansando unas manos pequeñas y suaves sobre la piel de Trifilio. Clavada la cabeza en el circulo sentía su presencia sin poder mirarla. Escuchó las melodías chinas de visitas anteriores y esperó.

– ¿Cómodo?, ¿ Quiere fueltee, meeedio o relaantee? Inquirió Tina.

-Relajante.

Vestía simple, limpio y barato. Lucia faldita corta hasta las rodillas, tope escarlata de mangas cortas sin exagerar el escote. A pesar de sus dientes protruidos, ausencia de expresión, y un rostro desdibujado por el maquillaje, no era desagradable a la vista.

En media hora se desvelaría la incógnita: ¿Seria efectiva la píldora que tragó antes de salir del automóvil? Quizás no serviría de nada. Tina presionaba de arriba abajo, en círculos, hacia adentro, hacia afuera, ejecutando movimientos precisos facilitados por gotas de aceite fino. Trifilio quiso suponer que esas manos delicadas que paseaban por su desnudez eran las de Cándida.

-A vilalse, buen mozo- mandó la chinita guiñándole un ojo. Se dio vuelta quedándole la cabeza debajo de una almohada, entonces pudo verle la cara; pero expuestos sus genitales prefirió mirar al techo. Se acercaba el momento.

-¿Quiele por aquí?-  Inquirió dirigiendo la vista al pubis descubierto y masajeando alrededor del ombligo.

  • Si quiele tiene que dal plopina-. Sonrió insinuante a la vez que deslizaba sus manos hasta tocar el vello pubiano. Esperó sin avanzar.

Inquieto, asintió con la cabeza. Enseguida la masajista china tomó entre sus manos lubricadas el miembro objeto de sus dudas. Comenzó a estimularlo y en breve consiguió una respuesta contundente, firme, permanente, distinta a otras erecciones causantes de tantas humillaciones.

La receta había sido exitosa, ahora, poseído de una inédita sensación de seguridad, no tenía excusas para intentar el añorado romance. Desaparecía su última excusa. Finalizó el masaje y se vistió. Obsequió una propina y se inclinó hacia adelante despidiéndose. Regresaba repleto de confianza y entusiasmó, sentía que era otro hombre. Dedujo el tiempo restante para almorzar en compañía de Cándida.

Fue difícil la espera, pero el tiempo, incapaz de vagar, cumplió agotando treinta días. Esta vez lo hizo un martes.  Sólo en tres ocasiones Cándida-a la que seguía deseando mucho y conociendo poco- dejó de asistir a las reuniones. Escribía el mismo mensaje:” No puedo ir hoy”. Nada de excusas ni explicaciones. Por su parte, Trifilio estuvo ausente dos veces sin tampoco justificarse. Cuando volvían a encontrarse, saboreando hamburguesas, papitas y refrescos, disfrutaban de volver a verse sin externar recriminaciones. Así de parcos fueron los dos.

Llegado el martes, disponiéndose a salir para el almuerzo, pareció estar libre de miedos y dispuesto a cruzar la invisible frontera que ambos trazaron. Planeó cuidadosamente el momento inaugural del romance:  la Invitaría a cenar a un restaurante de moda, antes de ordenar la comida se inclinaría para dejarle un beso suave en la boca, mirándola fijamente. Tomaría sus manos decididamente sin temor a ser rechazado: nunca dudo que ella aceptaría.

Antes de salir de la habitación, se acicaló como en esas tardes en que se preparaba para recibir masajes. Masajes que pronto serían parte del pasado. A partir de esa noche solo Cándida  sería la compañera de sus desahogos. Quería alejarse para siempre de esas sonrisas mentirosas que se abrían paso entre obstáculos de melancolía. Pretendía liberarse de las culpas de sus desesperados desahogos; porque si bien las chinitas alquilaban el placer también regalaban penosos remordimientos. No deseaba volver a verlas.

Ese martes asistieron pocos parroquianos al lugar y la fila resultó corta. Sujetando una bolsita de papel y un vaso de cartón, cada uno pagó por separado en la registradora. Tomaron asiento en una mesa junto a la ventana. Desenvolvieron la comida y hundieron las pajillas en el vaso.

– Buenas tardes Trifilio, hoy parece que vas de fiesta – saludó Cándida más desenvuelta que lo habitual.

-Buenas tardes. Que va, que va, pero estoy bien- respondió, sopesando el momento preciso en que la invitaría a cenar.  Mordió el redondo emparedado de carne molida y sorbió de la pajilla.

  • Me alegro- respondió, tocando suavemente sus labios con la servilleta de papel, cuidando de no embadurnar el pintalabios

“Me voy como un macho”, se dijo el exsoldador, quien, gracias a las recetas del doctor, pudo vencer la depresión y la impotencia. Dejó de masticar, tragó, y la enfrentó con una mirada suplicante. Sujeto sus manos. Cándida, sorprendida, gesticuló una interrogante.

Trifilio continuó mirándola sin articular palabra. Perdieron fuerza sus ojos y vagaron por las paredes del lugar. Sudaron sus axilas. Palideció. No pudo romper el silencio. En ese instante habían secuestrado su pensamiento los gritos del padre, la voz crítica de la madre y las humillaciones infligida por el coach de baloncesto. Se apareció el matón de la escuela zarandeándolo durante los recreos. Asomó inmisericorde el abandono de su esposa. Se disminuía segundo a segundo frente a ella, agotando su estima propia. Quedó vencido y aceptó la derrota. Una vez más, los latigazos emocionales que deformaron su vida habían sangrado dejándole exánime su alma.  Quitó la pajilla del vaso de cartón y apuró el contenido de dos tragos sin poder humedecer su garganta.

Cándida trocó el mohín de sorpresa en uno de alarma, se inclinó       hacia el amigo sujetándole el brazo.

– ¿Sucede algo, Trifilio? Estas pálido. ¿Qué pasa? ¿Es tu presión?

Seguía callado. El cuello de la camisa empapado de sudor. Lagrimeaba. Consiguió incorporarse lentamente. Compungido, se acercó y la beso en la mejilla. Salió del restaurante. Ella quedó preocupada y perpleja por lo que acababa de suceder. No entendía nada y nada entendió; mientras vida tuvo nunca llegó a conocer las razones de aquel extraño y perturbador comportamiento.

Una vez fuera, Trifilio se acomodó  en el Mitsubishi y condujo por una ruta conocida. Sin dejar de mirar la carretera sacó una pastilla del bolsillo y la trago en seco. Aparcó frente al local de masajes orientales. Se desmontó y caminó hasta situarse frente a la puerta. Se detuvo a observar el globo chino y empujó hacia adentro. El grupo de campanillas alertó sobre el visitante.

– Holaaa- saludo inexpresiva la chinita, mientras sometía al cliente  a un rápido escrutinio. Luego preguntó: – ¿Masaje?  ¿Una ola o media? Pago alante, señol – Pasaron al pasillo y entraron en la habitación, se desvistió, colocó su cara dentro del círculo mirando al suelo y apuntó al techo con el fundillo al aire. Consiguió un final feliz y reconfirmó que la receta del doctor Sedano seguía siendo efectiva. Rumiando culpas y desanimado condujo de vuelta a su habitación.  Antes de abrir la recámara se deshizo de las pastillas en el zafacón de la entrada; albergaba el triste convencimiento de que con lo sucedido durante el almuerzo no le servían de nada. Si pidió la receta fue porque quería cumplirle a Cándida.

Pasaron otras cuatro semanas y volvieron a encontrarse. Ninguno hizo referencia al extraño incidente del pasado mes.  Agotaron hora y media chachareando del clima e intercambiando anécdotas de cuando trabajaron juntos. Así, de esa forma, siguieron reuniéndose muchos meses más, hasta que un mediodía, ofertando el menú dos hamburguesas por el precio de una, ninguno se presentó al restaurante. Desde entonces, sin razones ni explicaciones, jamás Trifilio supo de Cándida ni Cándida de Trifilio.