Uno de los fundamentos de la democracia contemporánea es el diálogo entre todos, y especialmente entre quienes tienen posturas divergentes. El diálogo demanda capacidad de escucha comprensiva e inteligencia para comunicar la postura propia. Esos dos rasgos imprescindibles entre dialogantes se logran cultivando un talante reflexivo que requiere silencio, lectura, meditación y creatividad. La democracia por tanto no es un asunto de velocidad, ni de estruendo, ni de improvisación, ni mucho menos de denostación al que opina diferente, discursos agresivos o uso de mentiras. Siempre la verdadera democracia es pausada y comprensiva, y requiere una cierta amistad ciudadana que parte del reconocimiento de la dignidad de todas las personas.
Lamentablemente identificamos la democracia política con procesos electorales donde mediante la votación de la población se decide quien debe ocupar tal o cual puesto público, sea por mayoría simple o absoluta. Es indudable que las elecciones son parte de la democracia, siempre que sean transparentes, competitivas y viable la alternancia. Elecciones a secas se hacen en muchas dictaduras -Trujillo fue un ejemplo- y eso no es democrático. La democracia implica elecciones pero es mucho más que eso. Los procesos electorales son la manera objetiva de tomar decisiones en grandes grupos.
No existe democracia política si no existe democracia en los partidos, en las organizaciones, en las empresas, en las escuelas, incluso en los hogares. El cultivo del diálogo activo y sereno es un rasgo de la democracia en todos los aspectos de la vida social y por tanto es una señal del grado de civilización de un pueblo. El camino opuesto es la irascibilidad en la vida cotidiana, en el tratamiento de las diferencias y en la exposición pública de posturas políticas, sociales, religiosas y hasta culturales. El ruido y la agresividad en el lenguaje, la apelación regular a insultos y la divulgación de mentiras, no favorece la democracia, por el contrario la debilita a tal grado que abre las puertas a la tiranía. Muchos de los textos en las redes sociales, usualmente anónimos, destilan tanto odio contra personas e ideas, que quienes viven inmersos en esos artilugios del Internet usualmente degeneran hacían comportamientos sectarios y viven sus mentes pobladas de mentiras.
Si el uso de los medios de comunicación tradicionales (radio, televisión y periódicos) sirvieron en diversos momentos para destruir la democracia -el caso de Bosch en 1963 es paradigmático- en la actualidad con la facilidad que brindan las redes sociales para divulgar mentiras, agredir personas, distorsionar discursos y hasta promover la violencia, la tensión social, la exacerbación de los ánimos y la promoción de la ira, van cavando la tumba de una sociedad democrática y abriendo las puertas a la dictadura. Aquí y en Estados Unidos, en Argentina y España, en demasiadas partes del mundo, la política ya no es diálogo sino denostación y descalificación. Sin mencionar el acicate que existe por la violencia ya en ejecución en la Franja de Gaza o Ucrania, y otros lugares.
El ejercicio de la política verdadera es cuestión de acuerdos sobre puntos muchas veces opuestos, llegar al punto medio (como aconsejaban los griegos de la antigüedad) entre posturas aparentemente irreconciliables. Por tanto el diálogo político exige creatividad e inteligencia de los actores, no puede ser el quehacer de energúmenos obsesionados con posturas absolutas, alimentadas de mentiras y generadoras de violencia, sea verbal o física. Sin una cultura democrática social, no es posible una democracia política madura.