Tom Walker no pareció darle mucha importancia a la desaparición de su mujer. De hecho, más bien se sintió complacido y agradecido por lo que consideraba un favor que le había hecho el hombre oscuro. En estos relatos de Washington Irving, por lo que se ha visto, las mujeres de su tipo están mejor muertas que vivas y no merecen al parecer el menor asomo de compasión.
Lo peor es que Tom Walker empezó ahora a interesarse por el asunto del tesoro. Lo sucedido con su mujer debió haberle servido de escarmiento, pero la codicia lo atosigaba, lo deslumbraba, quería ser rico y sería rico, aunque tuviera que empeñar el alma.
Ahora sí, más que nunca, le hubieran sido útiles los buenos consejos que hubiera podido darle mi buen amigo Dinápoles si no hubiera estado ocupado corrigiendo exámenes como de costumbre. La tragedia, sin dudas, pudo haberse evitado si Tom Walker no hubiera sido tan obstinado y obtuso. Y tan empecinadamente codicioso
“Tom supo consolarse pronto de la pérdida de su esposa y de aquellas pertenencias, pues era hombre con los nervios templados. Mas aún, hasta sintió poco después cierta gratitud hacia el hombre oscuro, toda vez que le había hecho un favor; seguro que por eso intentó dar de nuevo con él, lo que hizo durante varios días, pero sin éxito.
El Diablo parecía evitarlo entonces, pues, aunque de común piensen las gentes lo contrario, no ha de creerse que acude siempre a la primera llamada de los hombres… El viejo patas negras sabe muy bien jugar sus bazas cuando está seguro de ganar la partida”.
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Cuando por fin se dejó encontrar se hizo el indiferente, se hizo el desinteresado, se hizo rogar. Mientras más dispuesto se mostraba Tom, menos receptivo se mostraba el perverso leñador patas negras. Ponía una condición sobre otra y no parecía dispuesto a transigir.
“Una, por ejemplo, exigía que el dinero que obtuviera mediante su ayuda se empleara en su servicio… Propuso, pues, que Tom lo invirtiese en el comercio de esclavos negros, para lo cual habría de fletar un barco. Aquello, sin embargo, disgustó a Tom, que se negó en redondo; es verdad que su conciencia no era precisamente firme, pero en cualquier caso no le permitía convertirse en un negrero”.
“Al ver a Tom así de seguro en su negativa, no insistió más; cambió entonces de táctica el Diablo y le pidió que se convirtiera en una especie de prestamista, pues ha de saberse que el Diablo está muy interesado en que aumente la especie de los usureros, a los que ve como si fueran de su propia familia”.
“No puso objeción alguna Tom Walker en este punto y cerraron prontamente el trato”.
“—Abrirás tus oficinas en Boston antes de un mes —le dijo el hombre oscuro”.
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Tom Walker instaló, pues, una lujosa oficina y en poco tiempo andaba multitud de gente detrás de él, o mejor dicho detrás de su dinero. Muy pronto se convirtió en un hombre rico y prestigioso. En un abominable y prestigioso prestamista:
“Ante las puertas de sus oficinas se amontonaban las gentes día a día, lo mismo necesitados que aventureros, lo mismo especuladores que contemplaban los negocios como si fueran un juego de naipes, que comerciantes arruinados y otros a los que nadie concedía ya más crédito… En suma, todo aquel que andaba desesperado por la falta de dinero, o por la premura con que se le exigía satisfacer una deuda, allí iba, a las oficinas de Tom Walker, dispuesto al sacrificio”.
“Tom se mostraba con todos como el amigo universal de los más necesitados, lo que quiere decir, en el fondo, que concedía préstamos, sí, pero con unas condiciones terribles e inflexibles, cuya dureza de por sí grande crecía según la debilidad de uno o según la fama de moroso de otro… Amontonaba pagarés e hipotecas, iba sangrando poco a poco a los incautos que le pedían un préstamo, y luego los abandonaba ante la puerta de su negocio como quien se deshace de una esponja ya vieja y reseca”.
“Así fue aumentando su riqueza paulatinamente, mientras él se sentaba a esperar en su despacho, mano sobre mano”.
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Lamentablemente, la riqueza no le servía para nada. Tom Walker era un avaro, un pobre de espíritu con dinero. Su vida se había convertido en un absurdo: había dejado de ser pobre y seguía siendo un miserable.
Para peor, la vejez comenzaba a asustarlo. La vejez y la conciencia:
“A medida que fue haciéndose viejo comenzaron a preocupar a Tom Walker ciertas cosas. En realidad, y ya que en este mundo nada le faltaba, comenzó a temer por la otra vida… No tardó mucho en sentir angustia cada vez que recordaba el trato que había hecho con el Diablo, y cada vez más arrepentido de aquello quiso engañarle… Comenzó a frecuentar la iglesia como un devoto; rezaba a voz en grito con una entrega total, como si quisiera ganarse el cielo con la fuerza de sus pulmones. Por la manera en que hacía sus oraciones los domingos parecía que quería quitarse así la pesada carga de los pecados cometidos en el transcurso de la semana”…
“Mas, a despecho de tales demostraciones de fe, era el miedo que sentía ante la posibilidad de que el Diablo triunfase, a pesar de tanto fervor religioso como demostraba, lo que más le hacía sufrir. Seguramente ese miedo fue lo que hizo que, como cuentan, llevara siempre consigo una pequeña Biblia que guardaba en uno de los bolsillos de su levita… Tenía otra mucho más grande en un cajón de su escritorio, y era común verle leyéndola… Cuando acudía a sus oficinas algún cliente, Tom Walker dejaba sus lentes entre las páginas, con gesto muy teatral, despacioso y solemne, y ejercía como el implacable usurero que era”.
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El final le llegaría de una manera que tal vez nunca imaginó. Un final que se propinó con sus propias palabras, el final de un deslenguado:
“Una calurosa tarde de verano, una de esas tardes de bochorno que anuncian tormenta, estaba Tom sentado ante su escritorio con su blanco guardapolvos puesto. A punto de desahuciar una hipoteca, con lo que hacía definitiva la ruina de un pobre infeliz, un negociante de poco fuste al que todo le había ido mal, y con quien aparentemente tenía el usurero una gran amistad, el pobre hombre le pidió que le ampliara el plazo unos pocos meses más… Tom, frío e irritable, le dijo que ni un día más”.
“—Eso supone la ruina para mi familia, su total desamparo —dijo el hombre.
“—Lo siento, pero la caridad empieza por uno mismo —le respondió Tom—. Son éstos tiempos muy difíciles y debo mirar por mi negocio…
“—Yo le he dado a ganar mucho dinero —adujo el otro.
“Tom perdió entonces toda mesura y hasta el mínimo de piedad que le quedaba”.
Si mi buen amigo Dinápoles no hubiera estado ocupado como de costumbre corrigiendo exámenes, sin duda le hubiera advertido que tuviera cuidado con lo que iba a decir. La gente se escuda muchas veces detrás de las palabras sin prestar atención a su significado. Y eso fue lo que le pasó a Tom Walker. Pronunció (como hacen muchos por costumbre) unas palabras con las que pretendía esconder la verdad y la verdad lo condenó:
“—¡Que el Diablo me lleve —dijo— si me he enriquecido con usted!
“Justo apenas acabó de decirlo se dejaron sentir en la puerta tres aldabonazos. Salió Tom Walker a ver de quién se trataba. En el dintel de la puerta un hombre oscuro llevaba de la brida un caballo negro, que resoplaba nervioso y golpeaba el suelo con sus cascos.
“—Tom, sígueme —le dijo sin más aquel hombre.
“Tom quiso dar un paso atrás y cerrar la puerta, pero ya era tarde. Tenía la Biblia pequeña en el bolsillo de la levita y la grande en la mesa, bajo la hipoteca de aquel infeliz al que estaba decidido a mandar a la ruina… Jamás hubo pecador tan desprevenido como él… El hombre oscuro lo subió de un tirón, lo sentó en la grupa de su caballo, como si fuera un niño, y salió a galope mientras rompía con estrépito la tormenta”.
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La historia nada inusual de Tom Walker (del hombre dispuesto a todo para conseguir dinero) no deja de ser una pesada crítica a las instituciones bancarias y crediticias de la época, pero solo a Tom Walker se lo llevó el diablo.