La sonada crisis entre República Dominicana y la República de Haití a propósito del proyectado canal para aprovechar los recursos hidráulicos del río Masacre o Dajabón por parte de Haití, no es la primera ni será la última. Indisolublemente, ambas naciones -visiblemente distintas en muchos aspectos- comparten un pequeño puñado de tierra insular. No obstante, el problema actual (el de mayor resonancia), presenta para los dominicanos dos componentes técnicos. Por un lado, un canal artesanal en construcción, sin mayores rigores técnicos cuya implementación podría amenazar las dos repúblicas. Por otro, la violación de los acuerdos bilaterales de paz y amistad perpetua entre las dos naciones.
Subyace, la necesidad insoslayable de búsquedas de soluciones técnicas para ambos componentes que fluyen en una nueva crisis, sin desbordamientos pasionales, como parte de un mundo civilizado y gobernado por las leyes internacionales.
La República Dominicana y la República de Haití suscribieron en el 1929 el Tratado de Paz y Amistad Perpetua y Arbitraje, estipulándose en su artículo 10 lo siguiente: “en razón de que ríos y otros cursos de agua nacen en el territorio de un Estado y corren por el territorio del otro o sirven de límites entre los dos Estados, ambas Altas Partes Contratantes se comprometen a no hacer ni consentir ninguna obra susceptible de mudar la corriente de aquellas o de alterar el producto de las fuentes de las mismas”.
En virtud del artículo transcrito, la República Dominicana demanda el cese inmediato de la construcción del canal al tratarse de una violación del Tratado de Paz y Amistad Perpetua y Arbitraje de 1929, el cual, prohíbe obras con capacidad de cambiar la corriente del río sin acuerdo previo, por cuanto no se trata de un simple canal de riesgo, sino de un canal de trasvase. Por demás, la altura del canal es superior a 2.5 metros sobre nivel del río, suponiendo posteriormente la construcción de un dique derivador que aumentaría el riesgo de inundaciones en la frontera entre ambos países. Se inculpa a los haitianos la posible afectación del caudal del río en la zona baja a unas 14 mil tareas de terreno cultivable en territorio dominicano y a unas 10 mil tareas en territorio haitiano y con ello, 266 agricultores dominicanos y 125 agricultores haitianos de un lado y otro de la frontera.
Se acusa también del posible daño ecológico al ecosistema lacustre de agua dulce de Laguna Saladilla (uno de los humedales más importantes en República Dominicana). También la violación el principio de uso equitativo de las aguas transfronterizas, el principio de precaución ambiental y el equilibrio de intereses, por su carácter unilateral. En el devenir de estos eventos, las autoridades dominicanas acusan a las haitianas de actuar inconsultamente y sin transparencia.
En la otra esquina -a pesar de tratarse de una obra aparentemente privada-, las precarias autoridades haitianas, con necesidad de preservarse, abogan por la prerrogativas de los haitianos de aprovechar las bondades del río Masacre en virtud del principio de exégesis que acompaño al reproducido artículo 10, cuyo texto literalmente dice: “esta disposición no se podrá interpretar en el sentido de privar a ninguno de los dos Estados del derecho de usar, de una manera justa y equitativa, dentro de los límites de sus territorios respectivos, dichos ríos y otros cursos de agua para el riego de las tierras y otros fines agrícolas e industriales”.
Se trata pues de dos naciones encontradas en un diferendo, exacerbado en ocasión de sus respectivos discursos, de sentimientos nacionalistas e intereses políticos. Haití embarcada en una indudable crisis de gobernabilidad que tienta a muchos a estar prestos para pescar en el rio revuelto del masacre.
Toda crisis de la naturaleza expresada debe ser seguida de una anegada búsqueda de soluciones efectivas. La tramitación virtuosa a esta crisis debe ser procurada por los valores supremos y los principios fundamentales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad, el imperio de la ley, la justicia, la solidaridad, la convivencia fraterna, el bienestar social, el equilibrio ecológico, el progreso y la paz, factores esenciales para la cohesión social[1]. Conforme a su organización política, la República Dominicana es un Estado miembro de la comunidad internacional, abierto a la cooperación y apegado a las normas del derecho internacional. Como tal, reconoce y aplica las normas del derecho internacional, general y americano, en la medida en que sus poderes públicos las hayan adoptado. Las relaciones internacionales de la República Dominicana se fundamentan y rigen por la afirmación y promoción de sus valores e intereses nacionales, el respeto a los derechos humanos y al derecho internacional. La República Dominicana acepta un ordenamiento jurídico internacional que garantice el respeto de los derechos fundamentales, la paz, la justicia, y el desarrollo político, social, económico y cultural de las naciones. La República Dominicana constitucionalmente está comprometida de actuar en el plano internacional, regional y nacional de modo compatible con los intereses nacionales, pero en convivencia pacífica entre los pueblos y los deberes de solidaridad con todas las naciones.[2]
Junto a otras naciones que integran las Naciones Unidas, la República Dominicana se adhirió al espíritu de preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que han infligido a la humanidad sufrimientos indecibles. De crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional. De practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos vecinos.
El principal camino en la solución de este impase lo constituye el dialogo diplomático. Ser intencionales en buscar apropiado dialogo impregnado de estudios técnicos. Debe ser el principal camino a una solución a este atasco. La mediación puede resultar en una vía aconsejable en caso de no prosperar el dialogo directo. No obstante, si al final los medios enunciados resultan insuficientes, el Tratado de Paz y Amistad Perpetua y Arbitraje contiene un compromiso arbitral para abordar, dirimir y resolver las diferencias, con plenos efectos vinculantes entre ambas naciones, marcando el inevitable camino a seguir dentro de un mundo globalizado y gobernado por el derecho internacional, lo que resulta claramente cónsono con el artículo 220 de nuestra Constitución.
Interrumpir el comercio internacional entre la República de Haití y la República Dominicana constituye un tiro en el pie para esta última porque lesiona sus propios intereses.
Las crisis siempre estarán presentes. En el pasado fueron otras y mañana serán otras. Lo importante es la forma en como abordemos las soluciones. Y procurar soluciones dentro del marco del derecho internacional público no nos hace menos dominicanos ni menos nacionalistas.
Debe llamarnos a reflexión la descomunal crisis humanitaria que aqueja al pueblo haitiano, por la que nuestras autoridades han abogado insistentemente en los distintos escenarios internacionales. Al menos, debe permitirse el trasiego de ayudas humanitarias, incluyendo alimentos y medicinas. También esta crisis debe resultar en una necesaria e impostergable reglamentación y reordenamiento de los trabajadores haitianos. Indudablemente, nuestras autoridades tienen el deber de reforzar la seguridad en la frontera por razones mas que obvias, pero su proceder debe estar preconizado por la mesura y la proporcionalidad, especialmente por la seguridad, la calma, la paz y la tranquilidad que debe brindar todo país turístico.
[1] Tomado del preámbulo de la Constitución de la República Dominicana
[2] Art. 26 de la Constitución de la República Dominicana