Le provocaba un asco casi visceral. Tan pronto como le sentía pegado a su cuerpo, su olfato de hembra joven percibía aquel sutil hedor acre que la violentaba y le hacía sentir furiosa. Palpó presurosa entre las sábanas tratando de encontrar las bragas que con torpes movimientos él le había arrancado en su impaciencia. Las encontró al fin y las acercó rápidamente a su nariz antes de ponérselas en un gesto automático a fuerza de repetido. Temía llevarse impregnado en una prenda tan íntima el olor de sus sucias manos. No podría soportarlo.
El viejo sabe cómo gastar su dinero, pensó mientras las ajustaba a sus caderas. Echó una buena ojeaba, silbo bajito con admiración –Esta vez sí que ha pagado una buena pasta por este cuarto, la cena no ha sido desde luego cualquier cosa y esta chaqueta ha debido de costarle un ojo de la cara al muy cabrón- se dijo en voz baja, mientras la acariciaba y hundía sus dedos en una lana tan delicada y tan suave que le pareció que meterse dentro de aquella prenda debía ser como vivir en el mismísimo cielo. Pero no podía pensar en eso. Nada tenía que agradecerle. Menos que nada. Le odiaba de un modo tan profundo y tan arraigado que a veces el desprecio le trepaba hasta la garganta y no la dejaba respirar. En esos momentos se obligaba a detener su mente para no volver una vez y otra la vista atrás. Él la miraba entonces con apremio, temeroso de que se esfumara ante sus ojos. Nada en ella le era ajeno ni le pasaba desapercibido.
Sabía que era enfermizo. Su obsesión rayaba en la locura. Daba igual cuánta carne fresca consumiera, daban igual todos aquellos cuerpos jóvenes y hermosos que yacían inermes y resignados bajo sus embestidas. No se hacía ilusiones al respecto. Para ser honesto no le importaba un carajo ninguna de ellas. Ni una sola. Ahí les dieran a todas con sus caritas de no haber roto nunca un plato. ¡Jodidas hipócritas! pensó. Sabían bien a qué jugaban. Él era un cazador, un depredador y ellas cuerpos bien pagados. Todas y cada una de ellas otra pieza más cobrada por un precio razonable. Unas cuantas bagatelas bonitas, un restaurante, un puñado de monedas y mientras todas ellas se dejaban hacer su pensamiento viajaba a años luz de distancia pensando en ella. Su niña. Así era y así seguiría siendo hasta el final de sus días. Ella, siempre ella, su niñita preferida, la única, la primera. Nela, aquella pequeña que hizo latir desbocados todos sus sentidos cuando la vio por primera vez a los once años había cambiado su vida para siempre.
Se presentó aquel día ante sus ojos, de súbito y como una aparición, corriendo detrás de aquel perrillo juguetón que alguien le había regalado en su último cumpleaños. Se paró en seco y dijo resuelta. –Soy Nela y tú? Y él de repente no supo bien quién era. Se quedó mudo y tonto se quedó ante aquella niña pizpireta, toda ojos y cabello suave que le tapaba las mejillas con cualquier pequeño movimiento. Alguien debería peinarla de vez en cuando –pensó. Aquella pequeña que no paraba de moverse a su alrededor se situó de nuevo frente a él y le preguntó algo que no logró escuchar. Acababa de reparar en sus labios, unos labios gordezuelos y tan bien perfilados que le parecieron cincelados por un algún perverso demonio para tentarle y aumentar su larga lista de pecados.
Era Nela alta y delgada como un junco, de un color suave, delicado y algo tostado por el sol en sus muchas correrías. Le pareció, pese a aquel aire travieso y descarado, mayor de lo que era. Se quedó por un buen rato enredado en aquellas largas piernas que nunca se detenían, hasta que parpadeó con fuerza, como si quisiera expulsarla de su retina. Se había sentido, como jamás le ocurriera antes, completamente perdido ante su presencia.
Le gustaban jóvenes. Le gustaba muy jóvenes. Le gustaba dominarlas, disfrutarlas por vez primera, sentir que aún podía engatusar a las mujeres y hacerse señor y dueño. No tenía una gran opinión de ninguna. Las mujeres en general le parecían fastidiosas y bastante estúpidas. Seres que entraban y salían de su vida con la celeridad que le imprimía aquel carácter suyo antojadizo y poco dado a reparar en nada que no fuera su entera satisfacción. Y esto también lo sabía, no era ningún tonto.
Cerró el agua de la ducha, ahuyentó los recuerdos y atravesó la puerta acercándose con cautela a la cama. La cosa no había ido bien. Nunca iba bien por más que se esforzara, por más que lo intentara no conseguía nunca una sonrisa de sus labios ni que se lo comiera con los ojos y con la boca su boca. A hurtadillas les seguía como un loco camino de su casa. Ella y ese novio suyo medio idiota siempre tan devoto y tan ciego… Lo que daría por qué Nora le besara como besaba a aquel pelagatos que no tenía donde caerse muerto. El desgraciao vive a mi costa y ni se entera, pensó con rabia. Se acercó a ella y olió el dulce perfume de su cuello. Al hacerlo percibió de inmediato en ella esa rigidez que le rompía el alma cada vez que la tocaba. Quiso hablarle, pero no le salieron las palabras.
Nora sintió el aliento de Federico a su espalda y le invadió una vez más aquella náusea enorme que tanto le costaba reprimir. Su cuerpo se tensó como replegándose en sí mismo. Detestaba que la tocara desnuda, que penetrara su cuerpo como si le perteneciera, pero detestaba aún mucho más, infinitamente más que la amara. Nunca lo aceptó. No había disculpa ni perdón posible. Era un hombre sucio, perverso y despreciable. Le había costado días y días de llanto aquella primera vez. Acababa de cumplir los quince y se lo dijo su mamá. No le dio opciones, el hambre cuando aprieta esquiva a veces la moral y allí en su casa no había mucho que llevarse a la boca. Parecía natural. Desde el día en que se conocieron y la acompañó a su casa todo el mundo supo lo que tarde o temprano habría de ocurrir. Él contuvo su deseo como un perfecto enamorado, fue tenaz y solicito con la familia, paciente y generoso con la niña. La despensa estuvo desde entonces bien surtida y la vida se hizo más llevadera. Fue un pacto sin rubrica ni acuerdo entre partes. No hacía falta.
De nuevo arrinconó con soltura los recuerdos. Estaba acostumbrada a hacerlo. Tito la esperaría muy pronto. Le gustaba llegar antes para verla caminar hacia él y eso la emocionaba. Le suponía sonriente, siempre le imaginaba de aquel modo. Cogió sus cosas, junto a su nueva carísima chaqueta. Habían quedado a las diez y no quería llegar tarde. Miró aquel pequeño reloj que él le había regalado con esfuerzo en su último cumpleaños. No le iban muy bien las cosas. Era un soñador, un ser profundamente bueno siempre dispuesto a hacerla feliz pero no era nada práctico. Sonrió para sí con profunda ternura. Se levantó de un cómodo butacón y fue al baño para pintarse los labios, aún le quedaban tres o cuatro minutos para llegar a tiempo. Quería estar guapa para él. Justo antes de llegar sonaron unos golpes en la puerta. Federico acababa de poner la televisión para escuchar las noticias y no oyó el sonido. Miró y le vio ocupando el sillón que acababa de dejar Cambio de dirección sus pasos y fue a abrir. Se quedó de piedra. Apoyado en el quicio de la puerta Tito susurró deprisa junto a su oído – menos mal que abriste tu nena. Corre, espérame donde habíamos quedado. Coge tus cosas. No preguntes. No hay tiempo que perder.
No sabía qué hacer. No le dio tiempo a pensar. Se quedó como en trance hasta que él la empujó hacia afuera y cerró la puerta. Como un autómata llegó hasta el hall del hotel. El recepcionista, absorto en la llegada de un grupo de turistas, la ignoró por completo. No dijo adiós a nadie ni nadie reparo en ella.
Una vez en la calle caminó deprisa hasta llegar al lugar donde habían acordado encontrarse y esperó. Se sentía nerviosa y perpleja. No comprendía nada. Tito no sabía nada. Nunca le contó nada. Nunca se atrevió a hacerlo. Le quería demasiado. Pasaron muchos minutos antes de verle aparecer a lo lejos. Le observó aprensiva caminar hacia ella con un gesto extraño y que le era desconocido. Parecía más alto y apretaba los puños. Cuando llegó a su lado la abrazó con fuerza y susurró junto a su oído -He sido cuidadoso mi amor. Puedes estar tranquila. No te pasará nada. Nunca más te pasará nada. Todo está bien ahora. La tomó con dulzura de la mano y comenzaron a andar, por aquella calle atestada de gente, perdiéndose en la noche.