Un vendaval de críticas y protestas ha levantado el dictado por el presidente de Argentina, Javier Milei, de un decreto de necesidad y urgencia (DNU) que produce unas 300 modificaciones a una decena de leyes para concretar así una reforma del Estado y una profunda desregulación de la economía. Quien observa estas reacciones negativas frente a estas normas emitidas por el ejecutivo argentino pensaría que este ha violado algún tabú o dogma del sistema constitucional de la gran nación suramericana pero un examen más detenido permite colocar todo este affaire en contexto. Veamos…
El presidente argentino históricamente ha tenido, en una práctica parcialmente consolidada y ratificada por la jurisprudencia, las facultades de dictar DNU, que son realmente excepcionales en el marco del derecho constitucional comparado de los sistemas presidenciales, lo que llevó a Carlos Santiago Nino a afirmar que “desde el punto de vista normativo, el presidente argentino es, como lo preveía Alberdi, un verdadero monarca”. Estos poderes normativos del ejecutivo fueron reforzados y consagrados expresamente en la reforma constitucional de 1994 con lo que, en palabras de Ricardo Ramírez Calvo, se “normalizó la patología” de los DNU, los que alcanzan hoy la cifra de 800.
Y es que “es cierto -afirma el jurista supra citado- que la reforma constitucional no inventó los decretos de necesidad y urgencia, pero sí los constitucionalizó de manera gravemente deficitaria. De esa manera, obturó la posibilidad de discutir si ese tipo de decretos, como categoría normativa general, son constitucionalmente válidos o no. Ahora la discusión se circunscribe a verificar si cada decreto de necesidad y urgencia en particular es constitucional o no”. Todo se agrava porque, aparte de que “algunos de esos decretos ni siquiera fueron sometidos a debate en las cámaras legislativas”, la jurisprudencia de la Suprema Corte invalidando un DNU es escasa.
Lo anterior sin contar que podría sostenerse la posible inconvencionalidad, sino de las normas constitucionales que consagran los DNU (art. 99 inc. 3 CN) y los decretos delegados (art. 76 CN), por lo menos de la práctica de limitar derechos fundamentales a través de estos, como bien señaló hace mucho Agustín Gordillo, cuando recordaba que la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su Opinión Consultiva No. 6 ha concluido “que la expresión leyes, utilizada por el artículo 30 [de la Convención Americana sobre Derechos Humanos], no puede tener otro sentido que el de ley formal, es decir, norma jurídica adoptada por el órgano legislativo y promulgada por el Poder Ejecutivo, según el procedimiento requerido por el derecho interno de cada Estado” y los DNU no son fruto de un procedimiento legislativo y, en consecuencia, no pueden válidamente restringir el “goce y ejercicio de los derechos y libertades reconocidas” en dicha Convención.
Si los argentinos quieren vivir en libertad, deberán recordar que, como afirmaba Roscoe Pound, “las formas son garantes de la libertad”. Más aún, que “en derecho la forma es el fondo” y hasta un monarca debe respetar estas formas (Andrés Rosler). Es cierto que un liberal como Hayek confesó, en visita al Chile de Pinochet, “preferir un dictador liberal a un gobierno democrático que carece de liberalismo”. Pues bien, un demócrata, sea liberal o no, nunca puede admitir que el ejecutivo gobierne por decreto por encima de la representación legislativa popular.