La sola idea de que una cosa cruel pueda ser útil ya es de por sí inmoral. Marco Tulio Cicerón
En la confrontación entre dos potencias malignas, cada una tomará a la contraria como pretexto para adueñarse de las voluntades y justificar todas sus acciones, incluso el genocidio.
Toda guerra es maléfica, apocalíptica, estúpida; incongruencia que comporta una riada de sufrimientos. Sin embargo, hay conflagraciones que se nos imponen como una abominación. Entonces no queda más remedio que armarse de coraje y batallar por las víctimas, codo a codo con ellas.
La recurrencia de las guerras y conflagraciones hace pensar que la especie humana se desenvuelve en un bucle complejo en el que los choques y la ceguera mental son ineludibles. O que es víctima de un maleficio, un hechizo maldito que la induce a la obnubilación, al crimen, para justificar el cual inventa enrevesados y “racionales” argumentos. Acaso de esto se trate el pecado original.
En estos días me he preguntado: tras la capa de civilización, ¿somos animales territoriales?
De algo estoy segura: a Dios lo enojan todos aquellos que cometen crímenes en su nombre. Bastaría con que todos los que dicen guiarse por la Biblia, o por una parte de esta, cumplieran con el quinto mandamiento, no matar, para que la Tierra fuera increíblemente distinta. Y si todos nos acogiéramos al primer mandamiento, amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo, las sociedades humanas serían otras, incluso si los ateos y agnósticos acatan solo lo de amar al prójimo. Cuánta inteligencia, cuántas energías se reencauzarían para bien del individuo, la familia y la colectividad.
Imaginemos que los ingentes presupuestos para armamentos y arsenales se derivan a recobrar los suelos, las selvas, los corales y los ríos del planeta; imaginemos que esas cifras exorbitantes de recursos se emplean en escuelas, bibliotecas, investigaciones para reemplazo de combustibles fósiles por energía solar, salud preventiva, modelos de gobiernos participativos, protección de la diversidad de la fauna y la flora del planeta. ¿Es imposible?
Cuánto ingenio, cuánto tiempo, cuánta astucia, cuánto tesón han invertido los hombres en aniquilarse los unos y los otros con una pasmosa tozudez. Niños, mujeres, pueblos, culturas enteras, saqueados, arrasados, desangrados, condenados al destierro y a las penurias sin fin, ¿para qué? Las guerras no pueden ser santas ni justas ni necesarias. Visto a través de “la cuenta larga de la historia”, solo las rebeliones contra la esclavitud y las dictaduras merecen simpatía.
Es común el miedo a los que padecen severos trastornos mentales, miedos atávicos, e infundados en la mayoría de los casos, a la demencia. Pero la locura que debería aterrarnos caracteriza a muchos en la cúspide del poder (y a otros con más prejuicios que poder). Gente que toma decisiones contra toda lógica de supervivencia, que contra el sentido común hunden sus aguijones, hechos de enemistad y venganza, en los cuerpos de inocentes y civiles. Aludimos a aquel arrebato conducente a desmesurar los conflictos entre pueblos, a azuzar y polarizar pasiones, a planificar y gestar guerras, a invadir territorios, a exterminar seres humanos, a devastar patrimonios culturales, a generar hambrunas y supliciar individuos, comunidades, ciudades.