Para los programas de televisión, de radio, los periódicos y las redes sociales el tema es uno solo: comenzó la guerra con Haití. El despliegue militar por aire y por tierra —quince días atrás— lo dice todo. Podía creerse que Ucrania se mudó a la frontera dominico-haitiana.
Otros observadores se preguntan: ¿Será que seremos los primeros en propiciar la cacareada guerra del agua?
La isla La Hispaniola tiene muchas primacías. La Catedral primada de América, la hoy Universidad Autónoma de Santo Domingo, La Isabela o Villa Isabela, primera ciudad fundada en el Nuevo Mundo, por solo mencionar tres ejemplos.
Pero nadie discute que al través del tiempo siempre terminamos en último lugar.
Acostumbrados a ser primeros, un sinnúmero de testigos del aparataje militar cree que seremos los primeros en librar la guerra del agua. Pero son pocos los que piensan en la guerra del odio.
El odio como recurso
Por allá, por 1969 se libró en América Latina la mal llamada “Guerra del Fútbol”. Los salvadoreños y los hondureños se enfrentaron motivados por el odio. Pero los dictadores de los dos países hicieron creer que fue por una trampa en un partido de Fútbol.
Pasando balance a las relaciones bilaterales Haití-República Dominicana puede verse la maestría de los haitianos en el manejo de la diplomacia. Venden su condición de víctima como si fuera ropa de paca en el mercado binacional. Se granjean, por mucho, el apoyo de la comunidad internacional.
La República Dominicana, por el contrario, practica la diplomacia como si fuera un Boy Scouts. Cree que los conflictos internacionales pueden manejarse como recurso para sacar beneficio político.
El hábito de artesano impenitente los empujó a incitar una campaña de radicalización del odio hacia los haitianos. Una campaña que inició el expresidente Leonel Fernández y que sus sucesores en el poder, en vez de negarla, o buscarle la vuelta, la profundizan.
La tirria deriva en la actitud de que el haitiano es sinónimo del diablo en persona. Genera, a su vez, el talante de ver sangre ante cualquier hecho insignificante cometido por los vecinos de al lado.
Por eso ante la iniciativa de construir un canal de riego sobre el río Masacre la sangre de unos y otros está que arde. Tanto los haitianos como los dominicanos están ardientemente ansiosos por ver la sangre correr.
Los dominicanos son propensos a ese afán de odio extremo. Recuérdese la matanza de 1937, la Sentencia 168-13 y ahora mismo el cierre total de la frontera.
El gobierno haitiano
La entelequia de gobierno haitiano, de su lado, está atrapado por las hordas de delincuentes armados hasta los dientes. Es probable que el gobierno esté obligado a apoyar la construcción del canal para ganar la legitimidad y la legalidad que le falta. El mismo gobierno parece una banda, pero reconocida por la comunidad internacional.
Requiere utilizar el fervor patrio para cohesionar la población, convocar elecciones y formar gobierno. Visto así, la construcción del canal sería una táctica para llegar a la estrategia. Unificar el pueblo haitiano.
Si logran sus propósitos, cambiarían la condición de banda por la de un Estado dueño del monopolio de la violencia.
El gobierno dominicano
El gobierno dominicano saca el pecho con el despliegue del ejército de aire y tierra. Una escalada fronteriza sin precedentes.
Las autoridades dominicanas cerraron la frontera hasta que los haitianos detengan la construcción del canal. Antes de tomar la decisión se negaron a ver que los haitianos están acostumbrados a vivir en calamidad. Son indiferentes a la escasez. El cierre, en lugar de debilitarlos, los fortalece.
Sin embargo, el mercado criollo no aguanta más la ausencia de los haitianos como clientes cautivos.
¿A quién venderle los huevos, los pollos, el arenque…?
Por ello la República Dominicana está obligada a quitarle el candado a la frontera. Pero luce que lo tiene extraviado y no lo encuentra.
En suma, como van las cosas, los dos estados están metidos en una paradoja. No importa cómo saldrán de la situación: ambas naciones perderán, aunque sea la mutua confianza.