En los debates filosóficos, es frecuente la defensa de la existencia de una "realidad compartida". Sin embargo, este concepto enfrenta serios desafíos en sociedades polarizadas como la nuestra. Fenómenos como los "hechos alternativos" y las "realidades divergentes", tan presentes en la era de la posverdad, cuestionan la idea de que los actores políticos compartan un mismo conjunto de hechos intersubjetivos. Los medios de comunicación, las redes sociales y la fragmentación ideológica crean “burbujas de información”, donde los hechos no se comparten, sino que son interpretados de maneras radicalmente opuestas. Esto pone en evidencia que, aunque deseable, el consenso sobre los hechos resulta difícil de alcanzar en la práctica.

Una cuestión crucial que se desprende de esto es cómo se validan o determinan los “hechos intersubjetivos”. ¿Quién decide qué “hechos” son relevantes en una democracia? ¿Cómo se resuelven los desacuerdos sobre su interpretación? En la práctica, factores como la influencia de las autoridades, los historiadores o los grupos de poder condicionan qué datos se consideran válidos. Este proceso,
lejos de ser neutral, introduce dinámicas de poder en la construcción de esa "realidad compartida".

Un ejemplo reciente de esta tensión se dio en el debate sobre la reforma fiscal en nuestro país. Mientras el equipo económico del gobierno defendía la necesidad de aumentar las recaudaciones para financiar la inversión social y el pago de la deuda, ignoró las graves consecuencias que esto tendría para las clases media y baja. Este discurso apelaba a una "realidad evidente", pero la experiencia política genera legítimas dudas sobre su implementación. Aquí se hace necesaria una dosis de escepticismo crítico por parte de la ciudadanía.

Aunque no adoptemos el relativismo, debemos reconocer que existe un "relativismo en la interpretación de los hechos". Por ejemplo, aunque la "Rebelión de abril de 1965″ sea un hecho histórico aceptado, las interpretaciones sobre su significado pueden ser diametralmente opuestas. Así, aunque la realidad compartida permite el debate, este puede estancarse cuando las interpretaciones de esa realidad son irreconciliables.

El "argumento de la realidad compartida" es sólido en teoría, ya que aboga por consensos en sociedades democráticas. Sin embargo, su aplicación práctica enfrenta los desafíos de una polarización creciente y la fragmentación del consenso. Para robustecer este argumento, es fundamental abordar cómo negociar y verificar los hechos en un contexto de desconfianza y relativismo, así como explorar cómo las democracias pueden operar sin un acuerdo básico sobre la realidad.

En mi opinión, hay dos perspectivas esenciales para enriquecer este debate. La primera es la “paralogía de los inventores”, propuesta por el filósofo francés Jean-François Lyotard. La segunda es el “conflicto de las interpretaciones”, desarrollado por Paul Ricoeur y profundizado por Gianni Vattimo en el ámbito político y ético. Estas ideas plantean que vivimos en un conflicto permanente, en el buen sentido, por imponer y negociar visiones del mundo. En un próximo artículo, exploraré cómo estas perspectivas ofrecen alternativas al ideal del consenso basado únicamente en una "realidad compartida" y por qué este no siempre es el verdadero pilar de la democracia.

En definitiva, los límites del consenso plantean una tensión inevitable entre el ideal de una realidad compartida y la pluralidad de interpretaciones que caracteriza a las sociedades democráticas contemporáneas. Reconocer esta tensión no significa renunciar al diálogo, sino asumir que el desacuerdo y la diversidad de perspectivas son inherentes a la construcción de lo político. Más que buscar un consenso absoluto, las democracias deben centrarse en crear espacios para la negociación, el debate crítico y la inclusión de voces divergentes, entendiendo que en esa dinámica se encuentra la verdadera riqueza y resiliencia de un sistema pluralista.