El término “discurso de odio” se refiere a cualquier mensaje, alocución, argumentación o exposición que fomente el desprecio hacia una persona o grupo de personas en función de su pertenencia a un grupo social (género, raza, nacionalidad, condición económica, etc). El discurso de odio parte de una falsa generalización en la que que todos los integrantes de un determinado grupo tienen una característica negativa.
Un integrante del colectivo discriminado puede tener el rasgo negativo atribuido, pero esto no se deriva de manera necesaria del hecho de pertenecer a ese grupo. De hecho, puede compartir la característica negativa con integrantes de otros grupos que no son discriminados negativamente. Por ejemplo, el inmigrante de un país con bajo nivel de desarrollo humano puede ser un criminal, pero no por pertenecer a su nación, sino porque ha cometido un crimen que también pueden cometer integrantes de naciones con un alto nivel de desarrollo humano.
El discurso de odio es inmoral porque fomenta la discriminación negativa contra un grupo violentando la dignidad de sus integrantes, deshumanizándolos desde una perspectiva simbólica y fomentando el estigma y el repudio social.
En la historia de Occidente tenemos ejemplos clásicos de regímenes que sustentaron el discurso de odio como: el régimen nazi de Alemania (1933-1945), el sistema segregacionista del apartheid en Sudáfrica (1941-1991), el gobierno hutu que ejecutó el genocidio de Ruanda (1994), o el sistema de leyes segregacionistas norteamericano creado a partir del fin del sistema de esclavitud en los Estados Unidos a fines del siglo XIX. Estudiar, analizar y discutir este y otros episodios menos explícitos de la Historia contribuye a comprender los procesos sociales y las instituciones que han provocado enormes agravios contra la humanidad.
Sin embargo, gobiernos iliberales de la actualidad tienen el propósito explícito de eliminar los estudios relacionados con las ideas que fundamentaron dichas injusticias, como el caso del racismo estructural, bajo la excusa de que fomentan el resentimiento y el odio de la niñez hacia su propio pueblo e historia.
Semejante afirmación es una falacia. No existe ninguna correlación entre el estudio de las atrocidades que pudieron cometer nuestros antepasados y el odio a sus descendientes. Además, bien estudiada, la historia de las prácticas injustas no consiste tanto en la acusación contra unos agentes determinados como la comprensión de los procesos y las estructuras sociales que permitieron dichas acciones.
Dicha comprensión permite explicitar los imaginarios, prejuicios y creencias que fundamentaron prácticas injustas posibilitando a la vez la asunción de una postura crítica contra dichas ideas y fomentando la creación de una nueva sensibilidad social que rompa el círculo de la discriminación negativa.
Así, el estudio de la Historia se convierte en un ejercicio de ciudanía democrática que conlleva una lucha cultural contra quienes, bajo la falsa excusa de la proteccion de la niñez, perpetúan el discurso de odio, los prejuicios negativos identitarios y las prácticas antidemocráticas.