El 11 de junio de 1964 se produjo la más grande explosión de material bélico acontecida en la ciudad de Santo Domingo y posiblemente en todo el país. Tragedia que enluteció a hogares dominicanos, con la muerte de soldados y bomberos que cumplían con sus deberes. Se originó en el Gobierno de facto del Triunvirato, que manejó esta desgracia con la politiquería que le caracterizaba. Por eso, hasta el presente los motivos del estallido son totalmente ignorados de manera pública.
Ya existía el antecedente de la suspicaz explosión del Castillo de San Jerónimo, el 4 de noviembre de 1937, durante la “Era” de Trujillo. Se trataba de una imponente fortaleza histórica, del siglo XVII.
En el caso del polvorín del campamento militar 27 de Febrero, hasta el día de hoy solo tenemos rumores, los primeros propalados de inmediato por el propio Gobierno que declaró fue un sabotaje y afirmaba los autores se “refugiaron” en el campus de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, cuyos estudiantes en su gran mayoría eran adversos a ese régimen golpista. La otra versión siempre se ha manejado con suma discreción, se estima el suceso fue provocado con el objetivo de encubrir faltantes de material bélico ante un próximo inventario, en los depósitos del polvorín.
Analistas de este periodo han establecido que superado el trujillato, algunos jefes militares decidieron suplantarlo en los métodos de enriquecimiento ilícito. Dan Kurzman, corresponsal de The Washington Post, quien cubrió estos temas en el país para su prestigioso periódico, fue de los sustentantes de esta tesis, cuando comentaba:
“Pero la píldora más amarga de todas fue la corrupción masiva que los jefes militares, en un ataque de nostalgia por los días privilegiados bajo Trujillo, se concedieron ambiciosa y abiertamente”. (Dan Kurzman. Santo Domingo. La revuelta de los condenados. Ediciones Martínez Roca. Barcelona, 1965. p. 123)
Al analizar el derrocamiento del Gobierno Constitucional de Juan Bosch en septiembre de 1963, se advierte de modo claro la oposición tajante del presidente a los atisbos de corrupción. John Bartlow Martin, embajador de Estados Unidos durante el efímero periodo de Bosch, comentó que el general Imbert Barreras, le manifestó las diferencias de un alto jefe militar con el presidente: “no implicaba otra cosa que dinero” (John Bartlow Martin. El destino dominicano. La crisis dominicana desde la caída de Trujillo hasta la guerra civil. Editora de Santo Domingo. Santo Domingo, 1975. p. 507).
Durante el Triunvirato en no pocas ocasiones se reveló de modo público que se producían actos de corrupción amparados por altos estamentos militares, uno de los casos más sonado fueron la Cantina, entidad creada con un propósito justo, abastecer a los soldados de productos mercantiles a bajos precios, concepto poco a poco desnaturalizado.
En la prensa las críticas eran muy frecuentes contra este proyecto, por ejemplo el 14 de enero de 1964 se anunciaba en Santiago, el apresamiento de un comerciante que fue imputado como adquiriente de botellas de Wisky a bajos precios procedente de las cantinas, para negociar con la tarifa de mercado en su establecimiento. Dos días después el Gobierno designaba una comisión para investigar las cantinas, a cargo del director de Rentas Internas, Luis S. Peguero, este funcionario afirmó, que:
“Ha tenido conocimiento de que en esta ciudad y en otras ciudades del interior se estaba traficando con artículos procedentes de las Cantinas que funcionan en los distintos Cuerpos de la Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, con el consiguiente perjuicio para los comerciantes legalmente establecidos y por ende en detrimento de la correcta percepción de los ingresos fiscales”. (Listín Diario. Santo Domingo, 14, 16 de enero 1964).
Abraham F. Lowenthal, profesor norteamericano de relaciones internacionales, en sus investigaciones sobre este periodo, acotó, que el ese régimen perdió el apoyo empresarial por la tolerancia hacia la corrupción, muy en especial el contrabando, afirmando:
“Las críticas se concentraron por algún tiempo en la ineficacia del gobierno en cerrar la Cantina Nacional, C. x A., una empresa que importaba artículos libres de derechos de aduana y los vendía con una ganancia determinada para beneficios de los altos oficiales de la Policía Nacional; algunos comerciantes en Santiago llegaron hasta a hacer una breve huelga para protestar”. (Abraham F. Lowenthal. El desatino americano. Editora de Santo Domingo. Santo Domingo, 1977. p. 49).
Las Cantinas, servían a las instituciones militares, pero existía la Compañía Cantina Policía Nacional C. por A. entidad comercial, no cooperativista como se suponía.
Otro tema de alto interés cuando se analiza la explosión del polvorín, son las denuncias del aumento exagerado de ciudadanos que solicitaban permisos para portar armas de fuego en la Secretaría de Interior y Policía, sin especificar el lugar de procedencia de estas. El Listín Diario en su edición del 21 de febrero de 1964, informaba: “Un agente tributario que desde hace nueve meses vendía armas de contrabando provista de permisos aparentemente legales fue detenido por la Policía Nacional”. El apresado admitió que vendió una gran cantidad de revólveres a campesinos de la región del Este, testificando que había comercializado armas suficientes “para llenar una habitación”. Cada arma era negociada a $349.00. todas con sus permisos. Suma de dinero muy importante en este lapso. (Listín Diario. 21 de febrero 1964).
En este solo caso el vendedor confesaba que había vendido armas para llenar una habitación, en su labor. ¿Serían solo de contrabando estas armas?
Luis Reyes Acosta, redactor del Listín Diario, (al año siguiente mártir de la Guerra de Abril) reportaba que Abel Fernández Simó, Secretario de Interior, acotó en principio era falso que desde esa dependencia no se exigiera las facturas de compras de las armas de fuego, aunque aclaraba:
[…] que “excepcionalmente” ese despacho concedió un plazo de un mes, “en interés de que muchas personas que poseen armas, que no son producto de contrabando, se proveyeran de sus correspondientes licencias”.
“Señaló que el plazo concedido fue con el fin de obtener “un mayor control sobre las armas en el país, y así el fisco recibía otra entrada de dinero”.
“También manifestó que esa medida no puede desnaturalizarse hasta el extremo “de pretender que con ella se propiciaba el contrabando, porque para evitar el contrabando están las autoridades aduaneras y la Policía Nacional”. (Listín Diario. 21 de febrero 1964).
El ministro de Interior fue reemplazado en el cargo ese mismo año, fue designado Gustavo Frías.
El 24 de febrero, el coronel Morillo López en rueda de prensa desde el Palacio de la Policía, informaba que continuarían las investigaciones para ocupar todas las armas producto de contrabando, “estén o no legalizadas”. Informó que cuatro policías estaban detenidos imputados de comercializar con armas de fuego. (Listín Diario. 24 de febrero 1964). Sin explicar la procedencia del significativo número de armas (pistolas y revólveres) que se trataba. ¿Necesariamente eran de contrabando?
(En enero del año siguiente el propio Morillo López y el también coronel Francisco Caamaño, iniciaron un movimiento de protesta contra las notorias irregularidades administrativas en la Policía Nacional).
Los triunviros que aspiraban a eternizarse en el Gobierno, siempre hicieron caso omiso a las denuncias muy recurrentes sobre nichos de corrupción en los altos mandos militares, por ejemplo Piero Gleijeses en su famoso libro, estableció que la base aérea de San Isidro, asiento de la jefatura de esa rama, se constituyó en la más poderosa entidad militar del país, añadiendo: “Era asimismo, debido a la corrupción en ella imperante, un “paraíso de playboys”. (Piero Gleises. La esperanza desgarrada. La rebelión Dominicana de 1965 y la invasión norteamericana. Editora Búho. Santo Domingo, 2012. p. 232).
En medio de este ambiente cargado de escepticismo, al anochecer el 11 de junio de 1964, en la ciudad de Santo Domingo se empezaron a escuchar detonaciones de armas de fuego, se percibían como fusilerías, muy pocas al principio, pero al avanzar la noche aumentó la frecuencia de los disparos. Los residentes en la Félix María Ruiz (Avenida México) empezamos a observar largas hileras de ciudadanos que lucían con rostros angustiados transitando por la vía, luego de cruzar en yolas desde Villa Duarte (todavía no estaba el puente de las bicicletas) en busca de refugios en la parte occidental de la Capital.
Después de las once de la noche las detonaciones se hicieron más fuertes y continuas hasta que se produjo la gran explosión que iluminó todo el firmamento de rojo, pura candela. Las ondas expansivas de la potente detonación tumbaron a muchas personas en sus propias hogares y rompieron la mayoría de las vidrieras de las tiendas principalmente en las Avenida Duarte, Mella y el Conde.
Como ocurre en desgracia de esa naturaleza, desaprensivos se lanzaron a saquear las tiendas cuyas vitrinas fueron afectadas (todavía no se usaban rejas protectoras), rápidamente fueron lanzadas tropas policiales, principalmente cascos blancos y el escuadrón de caballería, para proteger los locales comerciales.
El brillante periodista Silvio Herasme Peña, entonces redactor del Listín Diario, describió para la historia las escenas del infausto evento:
“Se pudo observar, empero, que los heridos, presentaban heridas en la cabeza, brazos rotos y fuertes contusiones”.
“La casa de guardia del campamento presentaba una escena de desastre”.
“Charcos de sangre, teléfonos desprendidos, escritorios por el suelo, etc.”.
“La explosión originó un intenso incendio en un área de unos 200 metros cuadrados”
“La calle que conduce al campamento citado, quedó casis obstruida. El fuego pasó al otro lado de la calle hasta las hierbas de una cerca que hay allí”
“Los tanques de gasolina y gas propano que abastecen al país, se encuentra unos dos kilómetros del lugar de la explosión”.
“En el momento de la explosión, según contaron algunos militares, éstos se tiraron al suelo, debajo de los automóviles en busca de refugio”. (Listín Diario. 12 de junio 1964).
Añadía la información: “Las casas comprendidas en la primera manzana más cercana al polvorín resultaron con las ventanas y puertas destrozadas”.
El saldo fue de once fallecidos, militares y bomberos. Se reportaron muchos heridos incluyendo ciudadanos de la población civil, que recibieron traumatismos de diversas indoles en sus domicilios por el grave sacudimiento provocado por las ondas expansivas de la detonación, que estremeció la mayoría de las viviendas de Santo Domingo. Los afectados fueron conducidos a los hospitales Luis E. Aybar, Darío Contreras, y Padre Billini. El Listín Diario añadía en su información: “Hubo muchas personas que salieron a las calles en ropa de dormir, o descalzos. Todavía hay pánico hasta después de la una de la madrugada”.
Como por arte de magia el presidente del Triunvirato, al día siguiente encontró “culpables”. Los investigadores Ramón Ubri y José Reinoso, nos explican sobre esta actitud:
“El Dr. Donald Joseph Reid Cabral en el discurso por radio y televisión que pronunció en la tarde del doce de junio de 1964, expresó que no descartaba las posibilidades de manos criminales en el incendio que destruyó los polvorines del Campamento Militar 27 de Febrero. También señaló que tenía informaciones sobre los culpables y que los mismos se ocultaban en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Fue el pretexto utilizado por el Gobierno para quitarle el fuero a la universidad estatal del país, a través de la Ley No. 292 (12/6/1964). (Ramón Ubrí, José Reinoso. El Triunvirato. Resultado del golpe de Estado a Juan Bosch. Editora Búho. Santo Domingo, 2021. p. 180).
El jefe del ejecutivo llegó a señalar que tenían tres personas arrestadas sobre el caso, pero no ofreció mayores detalles. La universidad fue ocupada militarmente ese mismo día, no encontraron los imputados que se aseguraba estaban en ese recinto. Al comparar la rapidez con la cual el mandamás trató de encontrar culpables, hasta llegar al día de hoy sin establecer quienes fueron los responsables de esta acción fatídica, esa enorme disparidad de tiempo nos induce hacia donde apunta la verdad histórica en este asunto.
Juan Francisco Martínez Almánzar, en su obra de investigación sobre las diversas crisis de la universidad, establece en torno a la fallida búsqueda de los autores del hecho:
“Más de un centenar de agentes policiales, desde las seis de la mañana rodearon el campus, lo que provocó la sorpresa de distintos sectores de la población, que lo consideraron inexplicable”.
Martínez Almánzar agrega en su comentario:
“A las 2:30 de la tarde de ese viernes, agentes policiales, dirigidos por el subjefe administrativo de la institución, coronel M. Antonio de los Santos, y otros altos oficiales penetraron, al recinto universitario, en caballos, a pie en numerosos vehículos policiales”. (Juan Francisco Martínez Almánzar. Crisis en la UASD (1961-1966). Editora 9 de octubre. Santo Domingo, 2013. pp. 169-171).
La universidad fue el chivo expiatorio que eligió el Triunvirato por la actitud de rechazo de sus estudiantes a la usurpación del poder ejecutivo. Poco tiempo después, este régimen se convirtió en Diunvirato o Gobierno de dos, por la renuncia de Tavares Espaillat, producida el 28 de julio de 1964, se rumoró fue motivada en gran medida porque se le impidió penetrar al campamento 27 de Febrero, semanas después de la explosión.
La tecla del polvorín no fue tocada jamás de manera pública, quedó archivada como un “accidente”. De repente se cerraron las Cantinas, disminuyó el contrabando de armas y quedaron sin aclarar los diversos aspectos de la corrupción que se denunciaba en ciertos altos mandos militares. Además, de modo obvio ya era imposible realizar un inventario para confirmar o descartar los rumores de un faltante de material bélico en el polvorín. Ha sesenta años del triste suceso estamos como al día siguiente, cuando el tristemente célebre máximo ejecutivo del Triunvirato con su lámpara que solo irradiaba malévolas escenas fantasiosas (no intentaba envidiarle nada a la de Aladino) garantizó que los saboteadores estaban refugiados en la UASD. ¿Habrá terminado la búsqueda?