Con Gaza y Beirut en el corazón
Todo lo que necesita una obra de teatro es un poeta ciego, un toque de bohemia nocturna, algo de conciencia social y ¡olé! Así se despliega el mundo de Max Estrella y su particular Sancho Panza: don Latino de Híspalis.
La Generación del 98 tiene en Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936) a uno de sus más brillantes exponentes. Gallego, dramaturgo, poeta y novelista, nos deleita con Luces de Bohemia, un viaje atemporal que desnuda los entresijos de los movimientos sociales, la represión institucional y la precariedad infinita de una España eterna. Esa España de contradicciones y confrontaciones constantes se refleja en esta obra como una ratificación de todos los extremos.
El protagonista, “el primer poeta español”, Max Estrella, es ciego. Pero su ceguera no es un límite, sino una metáfora que ilumina la brutal realidad que lo rodea. Max vive en la precariedad más absoluta, mientras las letras y los saberes son su única escalera hacia la trascendencia. La Taberna de Picalagartos, donde el usurero Zaratrustra le espera, se convierte en un espejo deformante que muestra el esperpento de su propia imagen y, por extensión, de la sociedad, porque, al final, la ceguera es la mejor forma de ver lo que nos rodea.
Somos, como sociedad, indiferentes ante las injusticias colectivas y universales. Estamos atrapados en un devenir individualista, obsesionados con nuestra imagen en el espejo, indiferentes ante el esperpento que nos circunda, en un intento egoísta de protegernos de una verdad incómoda.
Valle-Inclán nos invita a observar esos espejos cóncavos del Callejón del Gato, tan madrileños y tan cruelmente reales. Allí lo grotesco se convierte en revelación. Lo que importa es mirar, aunque lo que veamos sea un esperpento. La realidad que Valle-Inclán retrató hace cien años sigue siendo la misma que vivimos hoy, aunque los personajes contemporáneos carezcan de la gracia y la hondura literaria que él les otorgó.
La lucidez que nace de la ceguera es profundamente reflexiva, nos hace conscientes de que lo que aceptamos como normal no lo es, de que la reivindicación no es solo un derecho, sino una necesidad. Debemos ser nuestros propios narradores de la realidad y no conformarnos con lo que nos cuentan, porque las clases sociales, como siempre, dibujan los abismos de la diferencia humana. Necesitamos el valor de mirar nuestra imagen deformada en los espejos del esperpento y, desde ahí, actuar.
La Taberna de Picalagartos nos atrae porque nos evade de una realidad demasiado dura, pero también nos revela nuestra pasividad. Esa falta de luz que encienda el sentimiento reivindicativo y la conciencia de clase nos ha sumido en una indiferencia preocupante, donde lo único que importa es nuestro pequeño universo individual, frágil e inconsistente. Valle-Inclán nos invita a despertar, a mirar el mundo con los ojos de un ciego, pero con la lucidez de quien percibe la injusticia.
No se puede dejar de ver Luces de Bohemia en el Teatro Español de Madrid —y espero que en muchos más teatros— y, por supuesto, de leer esta obra, que no envejece y que transforma nuestra forma de mirarnos en el espejo y de mirar la sociedad. Valle-Inclán sigue siendo imprescindible para entender España. Y el mundo.