Se ha escrito mucho sobre las bondadosas novedades de la reforma constitucional de 2010. Se ha señalado con acierto –e insistencia— que aquella Carta redimensionó el catálogo de derechos fundamentales, reformó el estatuto del poder y actualizó las tareas del Estado para ponerlas a la altura del complejo horizonte contemporáneo. Entre una cosa y la otra, la Constitución de 2010 también legó una nueva categoría normativa: la de la ley orgánica, esa que se recrea a medio camino entre la Constitución y la ley ordinaria y que, por ello, y por la sensibilidad de su ámbito material (que va desde la seguridad y la defensa hasta los procedimientos de reforma constitucional, pasando por los derechos, las garantías, el régimen económico y el ordenamiento territorial), debe ser aprobada conforme un procedimiento singular.

No es este el espacio para reeditar la cantinela en torno a la que orbitan muchos lugares comunes sobre las virtudes del texto de aquel año (y sus defectos, que también los tiene). Lo que aquí interesa es el desdichado proceso de acoplamiento del legislador al dominio y la dinámica de la ley orgánica. Cuesta creer que sea por desconocimiento: hace ya 15 años de la mentada reforma. Cabe sospechar que, en ese lapso, algo se habrá entendido con respecto a la singular técnica de ese nuevo espacio en el elenco de fuentes del Derecho. Algo, digo.

En cualquier caso, la realidad no miente. Claro que el Estado en su conjunto tuvo su propio proceso de adaptación a un orden constitucional inédito y vanguardista. Pero el legislador, foco de producción normativa por excelencia, parece que no ha sabido desembarazarse de sus hábitos más antiguos. Quizá por eso siempre pinta malparado frente a los contenidos constiucionales vigentes. De haber estado hoy entre nosotros, Karl Loewenstein se habría llevado las manos a la cabeza: década y media después, el Congreso Nacional todavía no domina la ley orgánica, o no entiende bien lo que es, o no comprende lo que implica.

Naturalmente, esta queja (que llega tarde a esa competencia diabólica que es la agenda pública) surge a raíz de la STC/0767/24 del pasado seis de diciembre, con la cual el Tribunal Constitucional anuló la Ley núm. 1-24, promovida originariamente por el Poder Ejecutivo para regular el estatuto funcional de la Dirección Nacional de Inteligencia. La inconstitucionalidad de la ley –razonó el Tribunal— deriva del incumplimiento del artículo 112, que precisamente se refiere al dominio temático, la forma y el procedimiento de la ley orgánica. La infracción constitucional, viene a decir el Tribunal, se explica más allá de lo material y lo numérico. Concierne, más bien, a la deficiente sujeción a una técnica (interna y externa) que, en verdad, es inherente a esa categoría.

El Tribunal admite que la L.1-24 fue aprobada con una mayoría agravada en ambas cámaras representativas (ni modo), al tiempo que reconoce que versa sobre uno de los temas que el mencionado artículo 112 reserva al reino del legislador orgánico (la seguridad y la defensa). El inconveniente radica, entonces, en todo lo que está por detrás y por debajo de la sanción de la ley. Como no fue tramitada con la especificación –en su título— sobre su naturaleza orgánica, ni se indicó en los trabajos deliberativos que tal era su ámbito, la técnica legislativa empleada tendía a frustrar el que en mi opinión (y en la del Tribunal) es el propósito al que sirven las formas y el procedimiento (la dinámica) de la ley orgánica: reforzar y, a la vez, transparentar el consenso en ámbitos sensibles para el colectivo.

No deja de ser curioso que el Tribunal impute un déficit de transparencia a una ley pensada para reforzar el sistema estatal de inteligencia. Con todo, lo relevante es que las precisiones que al respecto formulan los jueces y juezas que firman la sentencia pone de manifiesto la insuficiencia con que el Poder Legislativo viene abordando el mencionado artículo 112. A mi entender, debía ser evidente que la organicidad de una ley no se agota en la variable numérica, ni se resume en la cuestión material. Pero había quienes pensaban, con mayor o menor tino –y con mayor o menor sensatez—, que lo anterior bastaba, olvidando que quien se emplea en el estudio y votación de una ley de esta naturaleza debe, ante todo, tener conocimiento oportuno de lo que está haciendo. De hecho, debe saberse desde el día uno porque así –explica la sentencia en comento— se transparenta el debate en torno a ella y se robustece el consenso necesario para su aprobación.

La lectura de la decisión produce el efecto gracioso de las cosas cuya explicación misma es tan elemental que parece sobrar. En mi opinión, la sentencia plasma cuestiones de forma y procedimiento que, además de primordiales, son de capital importancia a la hora de tomarse en serio el dominio de la ley orgánica. De paso, finiquita una práctica legislativa que pretendía disolver en lo numérico lo que en rigor es una apuesta por una dinámica reforzada de producción normativa en áreas sensibles para la comunidad política; dinámica que, en tanto reforzada, trae consigo exigencias técnicas y deliberativas que van más allá (mucho más) del simple conteo de votos favorables.

Un asunto que el Tribunal adelanta y resuelve de buena forma, y que una doctrina apreciable había adelantado ya, es la extensión y el alcance de la voz regulación en el contexto de la legislación orgánica. No obstante, deja sin resolver (quizá porque su juicio no lo exigía) una cuestión que estimo igualmente relevante: la sinergia entre el dominio de la ley orgánica y el material legal preconstitucional. A esto me referí hace un tiempo en este mismo espacio («La organicidad de la ley preconstitucional», Acento, 6 de septiembre de 2022): no es ni mucho menos intrascendente preguntarse cómo ha de enfrentarse el legislador al delicado asunto sobre las leyes que, aunque previas a la Constitución de 2010, encajen en su artículo 112. No creo tener la respuesta, pero todo indica que la “ruta material” –esa que hoy destaca el Tribunal Constitucional— es un buen punto de partida.

Las mayorías legislativas no surgen ni operan en el vacío, del mismo modo que las exigencias y técnicas deliberativas no son un envase hueco. Resulta cada vez más incomprensible que el poder se siga resistiendo a adaptarse a las categorías constitucionales que condicionan su ejercicio. Cada vez que ello ocurre, el señor Loewenstein pega un revolcón: he ahí otra vez, acechante y acosadora, la azarosa brecha entre la domesticación constitucional del poder y el despliegue cotidiano de las instituciones.