En un mundo donde los conceptos de democracia y participación ciudadana son celebrados como pilares fundamentales de una sociedad libre, se ha ido colando de manera insidiosa un fenómeno que amenaza con minar estos mismos principios: la despolitización de la política. El término puede sonar paradójico, casi absurdo, pero describe una realidad que está tomando fuerza en muchas democracias modernas, donde el ejercicio de la política se vacía de su contenido ideológico y se transforma en una mera gestión técnica, apartada de los grandes debates sobre el bienestar colectivo.
La despolitización no es un fenómeno nuevo, pero ha adquirido una dimensión preocupante en los últimos años. En lugar de ser un espacio para la confrontación de ideas, la política se convierte cada vez más en un campo dominado por la tecnocracia y el pragmatismo, donde las decisiones importantes se justifican bajo el manto de la "eficiencia" y la "neutralidad". En este proceso, las discusiones sobre justicia social, equidad, y derechos humanos son relegadas a un segundo plano, y las ideologías políticas se presentan como arcaicas, obsoletas, o incluso como obstáculos al progreso.
Uno de los síntomas más evidentes de la despolitización es la creciente influencia de las figuras "apolíticas" o de los "expertos" en la esfera pública. Líderes políticos que se presentan como "gestores" más que como representantes del pueblo, promueven un discurso de eficiencia que parece prescindir del debate político. Para ellos, la política es cuestión de resolver problemas técnicos, y no de enfrentar conflictos de intereses o valores. Este tipo de liderazgo apela a una sociedad que, cansada de la corrupción y los escándalos políticos, busca una alternativa "descontaminada" de la lucha ideológica.
Pero la despolitización de la política no es una solución, sino un síntoma de algo más profundo: una desconexión entre los ciudadanos y las estructuras políticas. Al vaciar la política de su contenido ideológico, se pierde la capacidad de imaginar proyectos colectivos que trasciendan lo inmediato. Las decisiones que antes se debatían en términos de justicia social y derechos humanos ahora se justifican en nombre de la "racionalidad económica" o la "gestión eficiente". En este escenario, la ciudadanía es cada vez menos activa, y la política, en lugar de ser un espacio para la participación y el debate, se convierte en una mera administración de lo existente.
La política despolitizada también abre la puerta a una peligrosa concentración de poder. Los tecnócratas, aunque eficientes en sus funciones, no están sujetos al mismo nivel de escrutinio y rendición de cuentas que los representantes políticos elegidos democráticamente. En muchos casos, las decisiones cruciales que afectan a millones de personas son tomadas por expertos no electos, cuyo criterio puede estar más influenciado por intereses corporativos o globales que por las necesidades del pueblo.
Esta tendencia también tiene implicaciones preocupantes para la democracia. La política, al ser despojada de su dimensión ideológica y transformada en una cuestión de mera eficiencia, se vuelve inaccesible para el ciudadano común. La idea de que la política es solo para los "expertos" desalienta la participación ciudadana y perpetúa una forma de elitismo que aleja aún más a las personas de los centros de poder.
En definitiva, la despolitización de la política no es solo un problema técnico, sino un desafío para la propia esencia de la democracia. Si la política pierde su capacidad para articular proyectos de transformación social, para confrontar visiones del mundo y para representar intereses diversos, corre el riesgo de convertirse en una actividad gris y egocentrica, incapaz de inspirar y movilizar a las personas.
Por ello, es urgente reivindicar el espacio de la política como un lugar de confrontación ideológica y debate público. La eficiencia no puede ser el único criterio en la toma de decisiones políticas. La política debe seguir siendo el ámbito donde se discutan y resuelvan los grandes problemas sociales, desde la pobreza y la desigualdad hasta el cambio climático y los derechos humanos.
Solo así podremos revitalizar nuestras democracias, devolviendo a los ciudadanos su papel como actores principales y no como meros espectadores de una política que, paradójicamente, se ha despolitizado.