Un desafío importante que se nos plantea en los próximos días es el de comprender las celebraciones de la Semana Santa desde la vida. Acercarnos a las lecturas de la pasión, muerte y resurrección de Jesús desde nuestras situaciones personales o sociales, podría darnos no solo respuestas nuevas a nuestras preguntas, sino también inquietudes nuevas a nuestra existencia actual. Los textos del Evangelio están vivos, pensaba en estos días viendo los distintos reportajes que se hicieron en ocasión del terrible incendio en el Centro Penitenciario La Victoria, en los cuales se hace evidente que en el sistema penitenciario dominicano, como en la sociedad judía en la que vivía Jesús, algunas personas son menos importantes que otras.
Indhira Suero, para el Programa El Día, presentaba imágenes, entrevistaba a los familiares de los reclusos de La Victoria y comentaba junto con Edith Febles y German Marte, lo que bien podían ser contemplaciones de Viernes Santo. En las afueras del recinto penitenciario un abuelo decía que, aunque sabía que su nieto se había “portado mal”, el solo quería “verlo, y que él me viera”. ¿No es acaso eso lo que hace Juan al pie de la cruz, según el relato del evangelio? Ver a Jesús y que Jesús le viera. Las madres (siempre las madres) preguntaban por sus hijos, que si estaban bien, que si podían verlos, como María en el sepulcro.
La vida está llena de los fragmentos del evangelio que se escucharán en estos días. Si prestamos atención nos descubriremos en ellos y podremos descubrir a otros, podremos encontrar nuestro lugar en medio del pueblo crucificado, como le llamaba Ignacio Ellacuría S.J. Estamos tan acostumbrados a ver al crucificado en las iglesias, o colgando en las medallitas de las cadenas, que se nos ha hecho costumbre y podemos caer en la terrible tentación de ignorar la cruz.
La tentación de escapar de la cruz, como lo quiere uno de los crucificados al lado de Jesús, la tenemos todos. Lamentablemente, caemos en ella todos los días cuando acogemos falsos paraísos a los que se llega ignorando las situaciones infernales que sufren tantas personas. ¿A título de qué preocuparse por el bien común cuando el ambiente proclama que cada uno se construya su pequeño paraíso a la medida? ¿Será que el paraíso es resignarse, hacer cada uno lo que buenamente pueda, sin apostar por un futuro común? ¿O acaso el que cada uno se preocupe de sí mismo como si el dolor de otro fuera ajeno, es la carcoma que nos está destruyendo sin que nos demos cuenta?
Los periodistas mencionados anteriormente han comentado durante toda la semana la urgente necesidad de reconocer en los reclusos de La Victoria, su condición de personas. Al escucharlos, yo rememoraba el pasaje de los dos ladrones crucificados junto a Jesús. De alguna manera, sus comentarios me han estado invitando a pedirle a Dios en esta Semana Santa que me conceda la compasión capaz de alcanzar tanto a las víctimas como a los victimarios, de imaginar lo que han tenido que vivir las personas encarceladas en La Victoria, incluso antes de llegar allí.
Escuchando a Edith, a Indhira y a German en aquel programa de El Día, las declaraciones de la señora Aracelis que contaba sobre sus frustradas esperanzas de que el Estado la ayudaría a encauzar a su hijo por el camino del estudio y el trabajo honrado, me preguntaba si todavía se puede soñar con un futuro mejor para las personas que están en los márgenes de la sociedad, incluyendo los prisioneros. La respuesta me llegó por WhatsApp en unas fotos de voluntarios y voluntarias conversando fraternalmente con líderes comunitarios del sector Los Guandules sobre los sueños que tienen de vivir en un mejor país. ¡Si, podemos seguir soñando!. Hay muchas personas que, ayudando a otros a cargar tantas cruces, buscan “en todo amar y servir”.
Vivimos en medio de mucha gente buena, testigos creíbles de la vida que brota de la cruz del servicio desinteresado; personas que luchan por el bien, que tratan de ser honestas, que tienen relaciones más fraternas, que intentan hacer de su vida —con sus dones y talentos— una donación que alivie los sufrimientos de los demás. Puede que esas personas sean irrelevantes para muchos por considerarlos aburridos, porque parecen preferir ocupar tiempo, esfuerzos y recursos en asuntos sin relevancia para las páginas sociales, la publicidad o el mercadeo, en lugar de alimentar sus egos con encuentros deslumbrantes y vistosos. Puede incluso que no nos demos cuenta, pero esas personas que sienten el dolor de los últimos de este mundo, son los que bajan de la cruz a los crucificados de hoy y dan testimonio de la resurrección.
Son ellos, con su mirada bondadosa, con sus palabras de denuncia, con sus acciones generosas, los que nos recuerdan que no es la tortura padecida en la cruz lo que nos salva. Es el amor con que se vive cada día, lo que permite que de la cruz brote alguna victoria para la humanidad.