Hablar de modificación en un país donde sobreabunda la actividad legislativa es, por muy mala costumbre, hábito del quehacer político dominicano; tan fatuo y fugaz que, sin especificar razones, bambolea entre lo “frío” y lo “tibio” como si de un juego de canicas se tratara.
Después de 39 reformas, pesarosas y egoístas en su mayoría -ahí está la historia-, la Constitución dominicana, aparentemente, seguirá su camino a los “tá”: la cuarenta llegará este 2024 con una encomendada crisis de identidad entre lo orgánico y lo dogmático. Preciso ‘encomendada’, porque ya es consenso de que la estabilidad servida de la promulgada en 2010, anhelada en tantos otros litorales, continúa rindiendo buenos frutos que, si bien no han de significar permanencia en el diseño, no sugieren innovación según el turno.
Como secuela pandémica, el publicitado pronóstico de tan requerida, pero desconocida enmienda ronda entre nosotros desde 2021 cual zozobrita de lo que se quiere y no termina de llegar y, aun así, no hay concreción en lo que se pretende variar; menos de si a estos tiempos le es conveniente al país. Lo que sí es preclaro, entre los vistos y los me gusta, es que al poder constituido se le olvida que la dominicana es una democracia constitucional y sus reformas “de fondo” se justifican sensatamente cuando el sistema político deviene ineficiente o es incapaz de solucionar sus propios conflictos. Fuera de este esquema, todo lo que pudiera agregarse, se traduciría a lo interno como especie de inseguridad jurídica y ante la comunidad internacional en sospecha de falso liderazgo político.
Para un procesalista, como quien suscribe, lo anterior es un aspecto medular, pues, las modificaciones a la Carta Sustantiva siempre representan un problema mayor que el disenso partidario. Cada parche, supresión o agregado crea un nuevo sentido de interpretación al que debe ajustarse todo texto legal que las preceda y, por consiguiente, el que de ellas provenga; faena que en las últimas décadas se empaña por la poca adecuación en la estructuración procedimental, su ausente sentido ejecutivo y el lastimero corte populista.
Por poner un ejemplo, trayendo a la mesa uno de los pocos puntos presuntos, todavía no llego a entender a qué va referida la palabreada independencia del ministerio fiscal. Tratándose de un órgano enteramente político, que debe responder al poder político y que su designación no es otra más que política -aún su nombramiento fuera por junta de fiscales supremos-, si su mecanismo de escogencia se rectificara, supondría un aspecto orgánico y enfrentaría a elementos regentes al proceso penal y a la política criminal estatal, proyectando una modificación sustantiva al sistema de justicia penal de la que podrían colarse otras cosas.
Para una preocupación menos, el pasado fin de semana, como si se tratara del mundo de los mercados, el Poder Ejecutivo realizó una encuesta de la que, según el “chatbots”, los temas proyectados por él para la reforma constitucional son ampliamente aceptados. Particularmente, no tuve mayor conocimiento de este moderno sondeo legislativo hasta la reseña periodística de a inicios de semana laboral y, ya enterada, me atrevo a compartir la sensación que me ha provocado el arrojo de la novedosa herramienta. Ha sido una especie de sumisión agridulce; como cuando en una empresa el consejo directivo toma una decisión y la socializa con sus colaboradores, a forma de propuesta, a sabiendas de que ya está aprobada solo para pretenderles importantes. Algo así como el dicho del regalo, “lo que cuenta es el detalle”.
Aclarando que no estoy contra el mundillo corporativo, al margen de las cláusulas pétreas y los procesos electorales, para quienes incursionan en la añoranza generacional se apunta el inminente orden que preexiste en las democracias representativas, como la nuestra. En ellas, se concibe a un estadio jurídico que para alegrías y desgracias las representa o las quiebra, siempre en una regeneración constante, importando poco cuánta libertad se ofrezca a los actores. Es aquí, tal vez, donde radica su justo y valedero precio.
Queda esperar a por la presentación y publicitación formal de tan batidas intensiones, rogar por el favor del imaginario consejo directivo y obedecer, como es lo actual, a su encuesta de satisfacción. Al final, como al principio, eso de legislar al porvenir es ya cosa de “boomers”. Vivimos un derecho procesal a lo centenial, donde lo bueno es sinónimo de gratificación inmediata. Y, así….