Viajar como aprender otros idiomas ayuda a expandir el espíritu, a conectar con personas de diferente origen, cultura, pensamientos, sentimientos, y tanto Francia como la lengua francesa siempre me han atraído de forma natural. También es ocio y disfrute, de la más pura especie. Mi compañera favorita de viaje es mi hermana Cristina, con quien he tenido la dicha de compartir viajes maravillosos que recuerdo vívidamente.
Hace tiempo que Cristina y yo nos decidimos por una forma de viajar lenta y de pocas ciudades a la vez, que me permite saborear sin apuro cada ciudad. Viajar sin saber exactamente, salvo ciertos puntos de referencia, qué deseo conocer en cada destino. Pasear sin rumbo, con la expectativa de sorprenderse a la vuelta de cada esquina, perderse, encontrar el rumbo, reírse mucho en el proceso.
Este verano del 2023 optamos por visitar la ciudad de Bordeaux, Francia. En esta ocasión nos motivó visitar a mi sobrina María José, quien se encontraba asistiendo a sus primeros cursos universitarios en dicha ciudad. Verla convertirse en una adulta cada vez más independiente, y conservar su dulce esencia, constituyó un tremendo aliciente.

Claro está que nos llamaba visitar Bordeaux, una ciudad cuyo nombre es ya denominación de origen de sus vinos, marcada por su antigua historia (desde la época romana), así como por el intensivo cultivo, producción y comercio del vino. En cada piedra y especialmente en toda la actividad humana que se desarrolla en la misma se encuentra asociada al vino.
La ciudad de Bordeaux, Burdeos en español, localizada al suroeste francés, en la región Nouvelle Aquitaine, ha hecho una excelente labor al preservar la magnífica estética arquitectónica del centro histórico, con sus frentes fabricados la misma piedra clara, minada de los alrededores, similar a la coralina de los edificios coloniales de Santo Domingo.
Propio de la estética urbana francesa, la altura de las edificaciones es pareja y controlada, todas muy por debajo de la “aguja”, de la iglesia de St. Michelle. La uniformidad cromática y de materiales no sacrifica la individualidad y personalidad de cada edificio, que parecen murmurarnos al oído la vida de sus habitantes del pasado, y cuáles fueron sus vinos preferidos, en los frentes, columnas y portales han hermosamente tallados en la piedra por sus artesanos, así como sus ventanas y balcones decoradas con hierro forjado trabajado con la delicadeza y esmero propios de los artesanos franceses.
Las calles empedradas, no radiadas ni en cuadrantes, discurren en la misma forma en que fueron surgiendo, a medida que el puerto crecía y sus gentes prosperaban, especialmente en los siglos XVII y XVIII
No es casual que esta ciudad, sea el mayor conjunto arquitectónico declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Las bodegas de vino de distinto tamaño y especialidad salpican el casco antiguo, cafés al aire libre, calles peatonales como la St. Catherine, llena de comercios, incluyendo las tiendas emblemáticas francesas, invitan a caminarla, eso si en el lado y sentido correcto (muy francés).
La temperatura subió hasta los 30 grados centígrados durante mi estancia, con un calor húmedo que se hizo sentir, aún para mi organismo tropical, a pesar de que habían anunciado que llovería y descendería hasta los 19 grados o menos. La ropa de lluvia que mi hermana Cristina me llevó generosamente desde Canadá, no fue necesaria. La imprevisión meteorológica de la ciudad fue algo que nos sorprendió, no llovía cuando anunciaban, y cuando no entonces llovía.
La ciudad posee también una importante universidad, cuyos estudiantes inundan sus calles y tranvía con un mar de juventud que se mueve, con mochilas, macutos, botellas reutilizables de agua, y sus teléfonos móviles, hacia las distintas facultades de la Université de Bordeaux, que se reparten en ella, con las piedras de sus edificios como telón de fondo.
Llegué a la ciudad para abrazar a mi sobrina María José en su cumpleaños. Pero contrario a mis planes, y por culpa de unos retrasos en el Aeropuerto de Barajas, mi arribo no fue hasta la noche, cuando la previsión era que llegaría en horas de la mañana; esta circunstancia más allá de nuestro control trastornó los planes de celebración, pero mi hermana y yo hicimos lo posible para brindar por una hermosa vida con muchas razones para sonreír. Y bueno, puestas en ello logramos que se colara una Veuve Clicot para ayudar. ¡Maria José sonreía de felicidad!
En la próxima entrega les haré una crónica más cultural sobre la ciudad.