Durante un par de días estuvieron caminando en dirección a la frontera haitiana, o al menos eso creían. Más tarde descubrirían que la marcha hacia el oeste había sido más bien errática, que caminaban en círculos y en zigzag. Cuando cayeron finalmente en manos de los soldados de la bestia solo estaban a cuatro horas de Luperón. Ese fue el tiempo que les tomaría, en calidad de prisioneros, el viaje de regreso.
En esos dos días hicieron hasta lo imposible por mantenerse ocultos. Los cuidados que había que dispensar al comandante enfermo (que de vez en cuando sufría desmayos a causa de la fiebre) y los inconvenientes para transportarlo en la improvisada camilla dificultaban la marcha y obligaban a extremar las precauciones. Para peor, las fuentes de agua escaseaban y la comida no aparecía por ninguna parte. Una de las pocas cosas que comieron, o quizás la única, fue una guanábana que contribuyó milagrosamente a la recuperación del enfermo.
«No fue sino hasta la media tarde cuando logramos encontrar un poco de agua en una cañada casi seca.
»Después que Horacio comió parte de la guanábana y tomó agua mejoró bastante y aunque la fiebre no desapareció del todo pudo ponerse en pie y caminar ayudado por uno de nosotros. De esa manera la marcha se hizo más fácil y pudimos avanzar con más celeridad». (1)
Dice Tulio Arvelo que la segunda noche durmieron como troncos en lo alto de un cerro, cobijados por frondosos algarrobos, y que fueron despertados por una algarabía de cotorras, apetitosas cotorras que en una situación más propicia les habrían servido de alimento.
Las cotorras también atrajeron la atención de un grupo de campesinos que les venían pisando los talones. Uno de ellos, solo uno, traía una escopeta.
Los fugitivos ocultaron las armas en una frazada y acordaron identificarse como agrimensores y los campesinos fingieron creérselo.
«Los primeros en dar la cara fueron Gugú y José Rolando. Por previo acuerdo tomado entre todos con la celeridad que el caso requería nos identificamos como un grupo de agrimensores. Los campesinos no dieron muestras de ninguna suspicacia. Se creó una falsa situación en la que tanto ellos como nosotros sabíamos cuál era la verdad…» (2)
No serían más de doce campesinos y ninguno mostraba señales de hostilidad. Campesinos afables con los que se amigaron o fingieron amigarse de inmediato, intercambiaron saludos, charlaron, los siguieron hasta unos bohíos. Lo mejor de todo fue que les brindaron café y empezaron a preparar lo que hubiera sido una suculenta comida. Pero poco a poco fueron llegando otros, aumentando el número de afables campesinos armados con cuchillos y machetes. Muy pronto estuvieron superados en número y rodeados.
La comida olía bien, pero los “agrimensores” también se olían una trampa y decidieron marcharse, con dolor en el alma y el estómago, marcharse contra sus deseos y el hambre que los atenazaba:
«¿De quién fue la idea de marcharnos de aquel sitio? Nunca lo supe. Más tarde en la prisión Miguelucho hizo el siguiente comentario:
«“Si nos hubiéramos quedado en ese bohío se hubieran salvado Gugú y Calderón”. El caso es que resolvimos irnos y así lo hicimos saber a los campesinos quienes no pusieron ningún reparo a nuestra decisión. Por el contrario, la aceptaron de inmediato y uno de ellos, de nombre Juaniquito se brindó para servirnos de guía. Luego supimos que ese gesto le costó la vida.
»Con Juaniquito a la cabeza abandonamos aquel lugar sin haber probado los alimentos que nos preparaban y cuyo aroma hacía rato llegaba a mi olfato.
»Como siempre caminamos en fila india. Después de nuestro improvisado guía iba Gugú quien por el quebranto de Horacio se había convertido en líder del grupo». (3)
Es probable que la comida no haya sido más que un pretexto para ganar tiempo y esperar la llegada de los guardias de la bestia, o quizás alguien había decidido por su propia cuenta dar la voz de alarma y los guardias se pusieron en movimiento. Al cabo de apenas media hora de marcha hicieron acto de presencia.
Salieron como quien dice de ninguna parte con fusiles y ametralladoras en las manos y cuando los fugitivos vinieron a darse cuenta ya los tenían encima, repartiendo culatazos y disparando. Por lo menos a José Rolando Martínez Bonilla le dieron un culatazo en la cara y no supo más de sí.
Junto con los guardias llegaron campesinos enarbolando machetes y cuchillos de tamaño premonitorio, posiblemente afilados como hojas de afeitar, y se armó un pandemonio, un corredero, un gritadero, una balacera.
«De pronto —cuenta Tulio Arvelo—los acontecimientos comenzaron a desarrollarse con precipitación.
»Por mi espalda sentí gente que venía corriendo y cuando miré ví a un soldado que se acercaba armado de una ametralladora en el preciso instante en que comenzaba a disparar. Instintivamente me tiré al suelo y ví que José Rolando hacía lo mismo mientras colocaba el bulto sobre la tierra. Alcancé a ver a Miguelucho que también yacía acostado; pero a los demás no podía verlos porque me lo impedía un desnivel del terreno. El guardia de la ametralladora me pasó por el lado siempre disparando y también desapareció de mi vista al llegar a la pequeña hondonada que formaba el desnivel que me ocultaba a Horacio y a los demás compañeros. Sin darme cuenta por donde habían llegado, todo el espacio a mi alrededor se llenó de campesinos y de algunos soldados armados. Vi venir a uno con un rifle agarrado en posición de golpear con la culata, miró a Miguelucho, siguió hacía mi, me lanzó una rápida mirada y luego se dirigió hacia el sitio en que estaba José Rolando y le descargó un fuerte culatazo en un lado de la cara. José Rolando no emitió el más leve quejido y se desplomó sin sentido. Al ver esa acción pensé que yo sería el próximo; pero detrás del soldado había llegado un campesino casi un anciano, quien se me tiró encima esgrimiendo un largo cuchillo y me cubrió con su cuerpo mientras me decía al oído: “no se apure, que yo soy su garantía”.
»En el primer momento no aquilaté lo que aquello significaba. Solo sé que desde el suelo y a través de los brazos de mi protector ví que el soldado se alejaba de mi lado. Todo había sucedido en tan corto tiempo que no había podido reflexionar acerca de la nueva situación. Una vez que el soldado se alejó y que el viejo campesino se me quitó de encima me entró la preocupación de que tal vez los compañeros que habían quedado fuera de mi radio visual hubieran sido muertos por el soldado que disparaba con la ametralladora. Por eso sentí un relativo alivio cuando ya sentado en el suelo al lado de Miguelucho y de José Rolando que ya había recobrado el sentido, vi que traían a Horacio y a Córdova Boniche y los sentaron a mi lado. De inmediato pregunté por los que faltaban. Gugú y Calderón habían logrado huir porque como los primeros tiros sonaron por la retaguardia y ellos iban muy alante pudieron correr y escabullirse por entre unos matorrales. Luego supe que Córdova Boniche intentó hacer lo mismo; pero se enredó con unos bejucos, y al caer al suelo el guía Juaniquito se le había ido encima con un colín en la mano y no le había permitido escapar. Muy lejos estaba el muchacho nicaragüense de pensar en esos momentos que con esa acción se le había salvado la vida.
»Habíamos sido hechos prisioneros en la mañana del 22 de junio, o sea, más o menos cincuenta horas después de nuestro desembarco. Se cerraba un ciclo más y se abría otro pleno de nuevas interrogantes.». (4)
(Historia criminal del trujillato [133])
Notas:
(1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 186
(2) Ibid., p. 189
(3) Ibid., p. 190
(4) Ibid., págs. 192, 193