En República Dominicana este año 2022 se conmemoran los 20 años de haber realizado una reforma procesal penal que cambió la justicia penal para siempre. El día 19 de julio de 2002 se promulgó la Ley 76-02 que estableció el vigente Código Procesal Penal (CPP), generando un cambio sin precedentes en las libertades y garantías de los ciudadanos, y abrogando el Código de Procedimiento Criminal que imperó por decreto en la justicia penal dominicana durante 120 años, desde el 27 de junio de 1884 hasta el 19 de julio de 2004.
Si bien el CPP se promulgó en el año 2002, fue en 2004 que entró en vigencia. Una disposición transitoria contenida en el art. 449, literal i, dilató su vigencia por 24 meses, de modo que la fecha clave que marcó el cambio y dio inicio a la nueva era, fue el 19 de julio de 2004. Este año 2022, el 19 de julio, el nuevo sistema procesal penal cumplió 18 años en vigencia. Ya es mayor de edad.
En esos 18 años han sido muchas las contingencias que han surgido sobre la marcha de su aplicación. La jurisprudencia procesal penal, la interpretación de los fiscales y, defensas técnicas públicas y privadas se han encargado de redefinir, naturalizar y a veces incluso desnaturalizar el texto para aterrizarlo en una realidad que parecía ser desconocida para los legisladores que lo concibieron. Pero gracias a los principios que el mismo código introdujo, cada audiencia permite una batalla dialéctica entre apologistas y detractores que ilustran al juez de realidades que no debe ignorar.
Cada audiencia es una batalla ideológica. En el desarrollo de esas justas siempre están presentes dos eternos combatientes, por un lado el aparente idealismo propio de aquellos que dicen aún conservar la fe en las personas, y por el otro, el realismo crudo inherente a aquellos que han visto o vivido la perversidad humana en su máxima expresión. Llegado ese punto, se evidencia una suerte de politización del proceso penal, donde cada audiencia es una contienda en la que esas ideologías luchan por la supremacía y donde se hace evidente que el CPP solo fue un arma de un arsenal mucho más grande.
Los actores que sirven de gladiadores no parecen ser conscientes de ello, solo luchan por los intereses inmediatos de turno que garanticen el pan, utilizando la idea más conveniente al momento, pero cada palabra vertida, brinda los insumos para una mayor consolidación de las posturas ideológicas en pugna.
En esa guerra, el idealismo tuvo su primera victoria al ser el respaldo ideológico que impregna toda la reforma bajo la consigna del garantismo penal. Pero el realismo procesal dominicano logró una significativa victoria al evidenciar que el nivel de garantismo original a favor de los imputados, se prestaba para abusos, y con ello desencadenó una modificación al joven sistema procesal penal mediante la Ley 10-15 del 10 de febrero de 2015, a solo 10 años de haber iniciado su aplicación. El debate desarrollado en el marco de la propuesta de modificación, reveló sin duda alguna la verdadera naturaleza de la pieza legislativa, y las poderosas manos que pulseaban por el control de la justicia penal.
Que todo el régimen procesal penal fuese convertido en un campo de batalla ideológico tiene muchas implicaciones, la principal es que la argumentación resulta viciada, se sustituye el pensamiento y el razonamiento por consignas y lemas, y se impone una percepción de la realidad bajo una deficiente visión extraída del concepto ideologizado. Por un lado escuchamos de personas que nunca han leído a Thomas Hobbes, mitos como que «el indefenso acusado debe ser resguardado del todopoderoso leviatán», un cliché utilizado como una excusa para evitar analizar las posibilidades reales de algunos imputados que cuentan con más recursos que los representantes del Estado; y por otro lado, escuchamos mitos que parecen concebidos bajo la represión de un delirio freudiano, repitiendo que «la prisión preventiva es la única medida idónea que garantiza la paz social», como una excusa para obtener los resultados de la materialización del derecho penal sin necesidad de hacer una investigación.
Ambos lados tienen algo en común, ninguno de los dos está razonando. Han optado por asumir máximas prefabricadas como parte de un paquete ideológico, y las adoptan como presunciones axiomáticas que sustituyen sus premisas argumentativas. Si se indaga el porqué de sus afirmaciones, no podrán dar una respuesta y, en el mejor de los casos, responderán repitiendo el concepto oficial determinado por su ideología.
El conflicto se acentúa cuando en una manifestación propia del materialismo dialéctico marxista, la batalla llega a las instituciones estatales que se relacionan con la justicia. El Poder Judicial, la Procuraduría General de la República, la Oficina Nacional de Defensa Pública, el Colegio de Abogados, y sus respectivas escuelas, son campos de batalla donde se disputan el poder. Lugares donde el vencedor impone su pensamiento y utiliza el poder adquirido para aplastar a quien manifieste pensamiento contrario. Desde esos tronos dictatoriales y absolutistas, se difunde el adoctrinamiento de turno costeado con el dinero del pueblo.
El resultado final, sin importar cuál de los bandos obtenga la victoria, ha sido la creación de una serie de entes autómatas que ocupando los puestos claves de las instituciones señaladas, sientan las bases de una sociedad orwelliana. Y donde se crean falsos expertos sobre-publicitados, que por la familiaridad con temas reiterados en sus adoctrinamientos crean una ilusión de profundidad cognitiva, que entre adulaciones programadas, alimentan la propia soberbia y la arrogancia de creer que solo su limitada consigna ideológica es la verdad, rechazando el brillo de cualquier mente que se atreva a cuestionar sus nuevas sagradas escrituras.
Por suerte son fáciles de identificar. Esos autómatas repetirán siempre las mismas consignas bajo una ilusión de pensamiento profundo y una apariencia de gran nivel de raciocinio. Pero quienes los reconocen saben, que cuando 100 personas distintas utilizan las mismas palabras para expresar un mismo concepto, hay por lo menos 99 de ellas que se ahorraron el trabajo de pensar; que cuando se enseña algo y no se enseña a cuestionar ese algo, no se está educando, se está adoctrinando.
Nada de lo expresado sería un problema si los autómatas no llegaran al extremo de corromper la función que ejercen. Convierten la noble silueta de un defensor en un apologista del crimen, la heroica figura del fiscal en un verdugo, y la sublime figura arbitral del juez queda sumergida en una parcialidad ideológica que destruye la sociedad para la cual ejerce su función.
En esa dialéctica, los combatientes parecen no haber entendido que la tesis no debe destruir la antítesis y viceversa. Quizás esa sea la forma en que las mentes de países en desarrollo procesan la dialéctica. Sin embargo, entre tanto caos, existen unos pocos seres pensantes, esos que han escapado de la caverna platónica, aquellos que no tomarían asiento en las convenciones revolucionarias francesas, y que, con su nivel de consciencia representan la síntesis hegeliana. Esos pobres diablos que viven sufriendo el martirio del saber y el peso del verdadero concepto de la imparcialidad, son quienes reciben el odio de las dos partes que no entienden que la síntesis es el solemne propósito de la lucha entre la tesis y la antítesis.
Entre tanta división, se hace visible como el idealismo aparente que referenciamos oculta propósitos más oscuros y que sabotean la justicia penal. También como el realismo procesal quizás sin ser consciente de ello, se opone con el propósito de recuperar la hegemonía perdida. Pero lo más evidente, es cómo detrás de las frías palabras de una argumentación estructurada con falacias y sofismas, se encuentra una motivación ideológica que compromete la verdadera esencia de la justicia, que permite disfrazar la corrupción de garantismo, y oculta el totalitarismo con falsas banderas de libertad.
Con esto en mente, la próxima vez que veas una audiencia penal resonará en tu memoria todas las consignas y lemas del adoctrinamiento que constituyen el lenguaje ideológico. Esa será la evidencia de que entre tantos discursos, pedimentos y decisiones, probablemente nadie esté razonando. Y que los desafortunados interesados en el proceso penal, la víctima y el imputado que esperan una verdadera justicia penal, solo son carne de cañón en un tablero de ajedrez, parte de un enorme experimento social que destruye la sociedad hasta los cimientos para construir una nueva, bajo consignas y modelos inviables y sobre todo, destruyendo la libertad.