A propósito de experimentar el deceso de mi madre, he tenido que vivir algunas de las observaciones que el historiador Philippe Ariès describió en su obra Historia de la muerte en Occidente.
En dicho texto, Ariès sintetiza lo que podría llamarse el proceso de administración profesional de la muerte. Si en las sociedades premodernas la muerte era un asunto privado, familiar, en las sociedades actuales se ha producido lo que Aries llama “el desplazamiento del lugar de la muerte”. No se muere en casa rodeado de los familiares, sino en el hospital, donde existe un equipo profesional y tecnológico para dar los cuidados que ni los familiares ni el entorno de la casa pueden proporcionar.
Este proceso, una ganancia que permite en muchos casos salvar la vida de los seres queridos o darle cuidados paliativos, también conlleva una pérdida: la burocratización de una etapa fundamentalmente emocional, la entrega de un ser humano a las prácticas y protocolos de profesionales entrenados para abordar dichos procesos con experticia, pero al mismo tiempo, tan acostumbrados a vivirlos día a día que los banalizan.
La muerte, como señala Ariès, pasa de ser una experiencia estrictamente personal del paciente y los suyos a convertirse en una sucesión de pequeñas etapas dominadas por los médicos y los técnicos, diminutas muertes descompuestas clínicamente que desdramatizan el gran momento de la muerte.
Y a todo el proceso profesionalizante, subyace el desarrollo industrial y comercial que impregna las sociedades actuales. La acelerada sociedad del rendimiento apenas permite a los familiares acompañar en los momentos críticos a sus seres queridos, mientras las licencias de trabajo apenas dan espacio para cubrir las responsabilidades administrativas de las defunciones, no para vivir el duelo real que se vive después que se ha procesado el hecho acontecido.
Por su parte, los protocolos médicos y funerarios se ven determinados por la industria del lucro y la consiguiente cosificación de las personas. Toda esta situación ahonda en el dolor de los seres queridos y les provoca sucesivas heridas que llenan de indignidad y de abandono un proceso que debería estar significativamente marcado por resaltar la dignidad de la persona y el acompañamiento caritativo.
Asi, paradójicamente, hoy día se muere muchas veces, en un lugar lleno de personas, pero abandonado.