Tengo cuatro años y me asomo por una puerta entreabierta. Al otro lado hay una sala en cuyo centro está una mujer sentada al piano, frente al mismo hay tres hombres que he visto en la televisión, están alineados como guardias y vestidos a la moda de 1980.
Son líderes de bandas de merengue, un género que en ese entonces se encontraba en su época dorada, con la mano derecha sobre el vientre practican la forma de respirar y de cantar que han venido a aprender de mi tía. Ella los va guiando con movimientos de cabeza, vocalizando con ellos, llenando el espacio con su voz. La atmósfera es mágica, como son mágicas las ceremonias en las que se transmiten de forma oral los conocimientos musicales y estos neófitos, que en el Show del Mediodía bailan frenéticos y sonrientes, se entregan a esta solemnidad con fervoroso respeto.
Esta escena que se repetiría ante mis ojos durante gran parte de mi infancia, tendría una relevancia vital en mi forma de concebir el mundo. Tía Ivonne, que era además de cantante lírica, madre y esposa, les enseñaba a esos hombres, adorados en toda Latinoamérica, cómo tenían que cantar. Todavía no sabía lo que la palabra soprano significaba, ni que mi tía había estudiado en el Santa Cecilia de Roma en los años sesenta con Elena D’Ambrossio, Inés Alfani-Tellini y Roberto Caggiano. Para mí era la hermosa hermana menor de mi abuela materna, cómica y dinámica, la mujer que domaba las más cotizadas cuerdas vocales del país todas las tardes.
Verla cantar por primera vez fue una especie de experiencia mística, su voz, tan distinta a las de sus famosos alumnos de la música popular, emergía de su cuerpo gracias a un don musical soberano y superior (ambos significados de la palabra soprano en italiano), un don que partía el tiempo en dos y por el que, entendí en ese momento, la llamaban maestra.
Su maestría no era solo musical. Cuando mi padre murió y los adultos a mi cargo evadían, angustiados, tener que darme explicaciones, fue la única persona que se sentó a solas con mis doce años a hablarme, casi de manera científica, sobre la inmortalidad del alma, sobre las leyes que rigen este valle de lágrimas, sobre la vida y la muerte.
Gran entusiasta de las ideas, de la literatura, la filosofía, tía Ivonne era también, una excelente storyteller. En uno de sus viajes de trabajo a Cuba encontró en el registro civil de Matanzas, provincia donde nació su padre, la ubicación de la casa de los Haza. Al llegar a la misma, como en un cuento de Felisberto Hernández, la recibieron dos ancianas mellizas, una no vidente y la otra casi completamente sorda, que interpretaron para ella en el piano La Habanera de Bizet. Terminaba el relato con el detalle, de que esculpida sobre el frontón de la casa de estilo neoclásico, había una lira. Con esta historia confirmaba su pertenencia a una estirpe musical pancaribeña, de la que se sentía orgullosa.
Esta imaginación y sensibilidad no le impidieron ser una gran gestora y administradora cuando se desempeñó en cargos públicos como el de directora del Teatro Nacional, donde revolucionó la propuesta programática de entonces.
Se consideraba privilegiada por una formación que le permitió reconocerse como artista y perseguir una carrera en un país con carencias importantes en el sector educativo donde la música clásica ha sido y es una especie de milagro.
Ivonne Haza lo era, lo fue al nacer de una madre ya mayor, mi bisabuela Rita Indiana del Castillo, lo fue como madre abnegada de Ito, Vilma, Marcos y Rita, lo fue como tía y como amiga y lo será ahora que la potente luz de su legado trasciende los límites del cuerpo.