La identidad es el conjunto de características y atributos que nos definen como individuos únicos y, al mismo tiempo, como parte de una sociedad. A diferencia de la identificación, que implica tanto el proceso de verificar o confirmar quiénes somos como el acto de dotar a los ciudadanos de documentos oficiales que respalden su existencia legal, la identidad es inherente a cada persona y se manifiesta en diversas dimensiones, dentro de las que se encuentran: la biológica, basada en rasgos físicos y genéticos; la legal, que nos reconoce oficialmente en un sistema normativo; y la digital, que representa nuestra presencia en entornos virtuales. Estas dimensiones no solo definen quiénes somos, sino que juntas conforman un sistema en el que interactúan para permitirnos ser reconocidos, ejercer derechos y participar activamente de forma segura y auténtica en el mundo físico y digital.

Desde el momento del nacimiento, la identidad biológica constituye el punto de partida fundamental, ya que representa los atributos tangibles, medibles y verificables que nos hacen únicos desde el momento que llegamos a este mundo, incluyendo características como el ADN, nuestras huellas dactilares, la geometría facial, el patrón de iris, entre otras. Estos elementos, intrínsecos a nuestra existencia, nos diferencian físicamente y tienen el potencial de autenticar nuestra unicidad y humanidad de manera inequívoca. Sin embargo, aunque la identidad biológica es intrínseca y permanente, en un Estado social, democrático y de derechos, carece de relevancia social y funcional si no se incorpora en un sistema formal y legal que le brinde contexto y reconocimiento. Por ejemplo, suele considerarse que una persona no es plenamente reconocida legalmente por la sociedad si carece de un registro formal de nacimiento, lo cual indica que,  aunque la identidad biológica define la unicidad de la persona, por sí sola no constituye la base necesaria para construir y validar las dimensiones legal y digital de esta.

Este vacío se completa con la identidad legal, una construcción social y normativa que, al igual que las empresas descritas por Yuval Noah Harari como 'ficciones colectivas' en su obra Sapiens: De animales a dioses, no es tangible, pero cobra vida mediante el consenso social, los marcos legales y materialmente se hace evidente a través de los documentos oficiales que la respaldan como el acta de nacimiento o la cédula de identidad y electoral. A diferencia de la identidad biológica, que es inherente y está compuesta por datos únicos e inseparables de cada individuo, la identidad legal es un reconocimiento otorgado por el Estado dentro de un marco social y jurídico cuyo impacto en la vida cotidiana es profundo al actuar como el vínculo que nos integra a la sociedad y nos permite acceder a servicios, ejercer derechos y cumplir obligaciones en el entorno social y legal.

No obstante, surge un desafío cuando esta identidad legal debe operar en un entorno desmaterializado, como Internet, en el cual no existen fronteras físicas ni límites geográficos. Es aquí donde la identidad legal enfrenta la necesidad de adaptarse a un ecosistema virtual cada vez más complejo y dinámico, por lo que, para mantener su autenticidad y garantizar la seguridad de las interacciones digitales, es fundamental contar con una representación digital sólida que integre elementos de la identidad biológica a través del uso de datos biométricos, como huellas dactilares o la geometría facial. Es en esta convergencia entre lo biológico, lo legal y lo digital donde se refuerza la confianza y la seguridad, garantizando que cada interacción en el entorno digital sea auténtica, verificable y libre de suplantaciones.

Precisamente, esta evolución nos lleva a la identidad digital, nuestra proyección en el mundo virtual, compuesta por un conjunto de atributos, credenciales y datos que permiten autenticar, verificar y autorizar nuestra interacción en plataformas virtuales. Al igual que le medio en el que se desarrolla, esta identidad no está limitada por barreras físicas ni fronteras legales y puede manifestarse de diversas formas, como perfiles en redes sociales, cuentas de correo electrónico, firmas digitales respaldadas por biometría o incluso avatares en entornos virtuales.

Para entenderlo mejor, imaginemos la identidad digital como un holograma nuestro, cuya complejidad varía según las necesidades de la interacción. Por ejemplo, al crear un perfil en una red social, la identidad digital puede ser muy básica y no requiere estar vinculada a la identidad legal del usuario, ya que basta con registrar un correo electrónico o un número de teléfono, permitiéndonos interactuar de forma anónima o bajo un seudónimo, lo cual es aceptable porque el riesgo asociado es bajo y las interacciones no implican consecuencias legales directas. Sin embargo, al firmar un contrato electrónico, este holograma debe contar con un nivel de seguridad mucho más alto, donde no basta con un simple usuario y contraseña, sino que se requieren mecanismos que garanticen autenticidad y no repudio, como una firma electrónica avanzada respaldada por un certificado digital emitido por una entidad certificadora confiable, que no solo autentica la identidad legal del firmante, sino que también asegura que la transacción tenga validez jurídica y sea legalmente vinculante tanto en el entorno digital como en el físico.

De esta manera, para garantizar la confianza en las interacciones y transacciones del mundo digital, especialmente en contextos donde las leyes o las políticas de servicio exigen verificar y autenticar la identidad del usuario, es esencial asegurar la conexión entre las tres dimensiones de la identidad: biológica, legal y digital. Para garantizar su autenticidad y seguridad, la identidad digital debe ser una representación precisa y confiable de la identidad legal, respaldada por elementos verificables de la identidad biológica. Por ejemplo, en una transacción bancaria en línea, la identidad digital puede confirmarse mediante datos biométricos, como la huella dactilar o el reconocimiento facial, combinados con la autenticación de un documento oficial, como la cédula de identidad y electoral, cerrando de esta forma un ciclo de confianza que integra lo biológico, lo legal y lo digital, para garantizar la autenticidad del usuario y fortalecer la seguridad en la transacción.

¿Cuál identidad es más importante?

Aunque la identidad biológica es intrínseca y la primera en existir no tiene relevancia social sin la identidad legal. De igual forma, la identidad digital, aunque indispensable en el mundo moderno, no puede ser completamente confiable sin el respaldo de las otras dos identidades y sus representaciones materiales (datos biométricos y documentos de identidad). En este contexto, como elementos integrales de la identidad biológica, los datos biométricos —como las huellas dactilares y la geometría facial— se convierten en el eslabón de seguridad que conecta y fortalece la relación entre la identidad legal y la digital. Estos datos únicos, recolectados habitualmente durante los procesos de credencialización o cedulación, como sucede en nuestro país, no solo permiten verificar de manera inequívoca la identidad de una persona, sino que también funcionan como un candado de seguridad que salvaguarda el acceso a servicios y asegura la autenticidad en entornos tanto físicos como digitales.

Por ello, cada dimensión de la identidad cumple un rol crucial y, juntas, forman un sistema integral que permite la interacción segura y confiable en todos los ámbitos, por lo que, en un mundo donde lo físico y lo digital se entrelazan cada vez más, comprender estas dimensiones de la identidad es esencial. El verdadero desafío no radica en determinar cuál de estas identidades es más importante, sino en encontrar formas efectivas de integrarlas, ya que, lograr una armonización adecuada entre estas dimensiones permitirá construir un futuro donde la identidad funcione como un puente sólido y seguro entre el mundo físico y el digital, garantizando confianza, seguridad y justicia en todas nuestras interacciones.