¿Tiene sentido destacar la efeméride del inicio de una práctica que nos parece tan banal que resulta extraño que su inicio merezca mantenerse en la memoria? Me hacía la pregunta mientras me dirigía al Congreso Nacional a la ceremonia de celebración del octogésimo aniversario del voto de las mujeres en República Dominicana.
Y la respuesta, sorprendentemente, es que sí. Porque nos ponemos a ver y a pesar de que en América Latina tenemos fresca en la memoria la incidencia de mujeres como Anacona, Juana Inés de la Cruz, Manuela Sáenz o, más recientemente, Eva Perón y Juana de Ibarbourou, todas ellas, aunque desarrollaron acciones públicas notables, nacieron antes de que en sus respectivos países pudieran ejercer el derecho al voto.
Ni las verdaderas ni las imaginarias nos resultan creíbles hoy día sin un reconocimiento a su calidad de ciudadanas, a su capacidad de aporte a la administración del bien común. ¿Quién, en su sano juicio puede concebir a la célebre Doña Bárbara de Rómulo Gallegos sin una opinión sobre la gestión del Estado? En Europa es más risible el asunto. A las omnipresentes Isabel Primera y Victoria del Reino Unido se les reconocía el derecho a mandar, pero ni ella ni sus hijas estaban supuestas a manifestar un comportamiento democrático.
La humanidad hubo de cambiar. Entre sobresaltos y golpes de autoritarismo, colectivamente, hemos ido construyendo un mundo que cada vez integra positivamente la participación de un creciente número de personas. Una de las primeras veces en que fue reconocida explícitamente la participación del voto de las mujeres fue en el siglo XIX, nada menos. La constitución provincial de Vélez, en Colombia, proveía esta posibilidad y tan solo dos años después, la Suprema Corte de ese país abolió la medida. Y de esa misma manera veleidosa ha ido evolucionando el acceso a posiciones de poder. Al igual que los hombres, las mujeres latinoamericanas que han accedido a la primera magistratura en el continente lo han hecho por una combinación de voluntad de las urnas más el favor de las cúpulas.
Pero sea aleatoria y dictatorialmente o consensuada y organizadamente es de agradecer que haya habido una evolución social. Merecen especial reconocimiento las mujeres que fueron despertando el entusiasmo por una idea que, nueva vez, es tan básica que parece increíble que no fuera parte de la cotidianidad.
Una de ellas fue la argentina Julieta Lanteri quien en 1911 simplemente emitió un voto, respondiendo, como le correspondía, a «los ciudadanos mayores, residentes en la ciudad». Esta temeridad le valió ser procesada en justicia (el juez falló a su favor), pero a raíz de ello se emitió una ley conteniendo limitaciones específicas y no fue hasta 40 años después, cuando, gracias en parte a la identificación con esta causa por parte de Eva Duarte que, en 1951, sus compatriotas pudieron manifestar democráticamente sus preferencias políticas, luego de una ley promulgada en 1947 durante el gobierno de Juan Domingo Perón. Afortunadamente, hay muchas más y gracias a ellas todos, hombres y mujeres, estamos un poco mejor que antes.