Capítulo 3 de la crónica escrita sobre el agua
Mi alegría al saludarlo no desentonaba con el espíritu de la ceremonia. Con él, había numerosos miembros de su familia ese martes en la noche, hace unas tres semanas y, naturalmente, se veían agradecidos y felices. Y, también con él, en una esfera de acción invisible, cuando volví a ver a acaso mi más viejo amigo de infancia, estaban mis preguntas formulándose sin una clara respuesta. Caminando hasta donde él estaba, volvió a ser, solo para mí, sábado por la mañana, volvió a ser en el ritmo de mis pasos hasta el lugar donde lo tenían, en mi interior, 1968 en mi casa en la calle La Cantera núm. 10.
Los sábados me despertaba sola, desde que oía el sonido del chorro de agua del lavadero y el cierre del “Dios te salve María, llena eres de gracia…” de la Hora Santa radial. Si dejaba de oír a las rezadoras y en su lugar oía El ritmo del alma, es porque Ángela, estaba contenta y había cambiado el dial a radio Guarachita.
Mi brinco definitivo de la cama-cuna, atravesando los barrotes de seguridad al costado, lo provocaba el timbre de la aguda voz masculina siempre animada con risas y agudas carcajadas. Era Juan Guillén preguntándole a su hija Ángela por mí, su comadrita, desde el área de lavado.
No había mejor amigo, ni mejor lugar para empezar el día de juegos, antes de que me bañaran para alejarme del anafe, la batea, la plancha y me dejaran salir a jugar a la calle con Lilliam, Noemí y Carolina, las hermanitas Bonnelly, bajo el cuidado de nuestras hermanas grandes. Con Juan hice una amistad espontánea, gracias a su simpatía y a mi auto explicación inconsulta de que era algo así como un Mr. Magoo inmediato, porque a mis abuelos no los conocía o recordaba, los abuelos Noboa vivían en Neiba y de los abuelos Pagán ya conté historias en los capítulos previos.
El sábado era mi único día de descanso de la fatigosa insistencia de los grandes de la casa de levantarme temprano, para llevarme a un sitio que se llamaba El Jardín de la Infancia u otro que se llamaba la iglesia San Antonio, ¿por qué había que ir a esos sitios tan temprano? Todavía no lo entendía, como parecían entenderlo mis hermanos.
A los tres años descubría la memoria, construía el mundo y los recuerdos. Lo hice entre el olor a almidón y a las astillas de cuaba hirviendo dentro de una lata de aceite Manicero, jugando con Juan y viendo a Ángela contenta. Nací a la conciencia, al cálculo de los días y los eventos, cuando descubrí que era el sábado porque Ángela no andaba refunfuñona poniéndome el uniforme del preescolar o el vestido dominguero.
Ángela, la hija que Juan iba a visitar, era la encargada por mi mamá de esa tarea, bien pesada debido a mi falta de cooperación. La primera me sentaba de un solo tiro, halándome por los pies con las manos heladas, para llevarme a bañar con agua fría para que me avivara, mientras yo mantenía los ojos cerrados y el cuerpo caído. Mis tres hermanos se bañaban y cambiaban solos y tenían cosas extrañas para mí, tales como lápices, cuadernos y para la iglesia guantes, pañuelos y libritos de nácar con el niñito Jesús.
En los amaneceres de los sábados ellos dormían más y era yo quien brincaba sola de la cama. Al área de lavado salía en pijamas, con esa irónica energía de los párvulos para madrugar sin dificultad cuando nadie los necesita.
En el aire cargado de pompas de jabón olientes a cloro Ajax y detergente Ace, el repertorio de música a ye-ye y a go-go de la Nueva Ola que Ángela sabía de memoria, al término de los “Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros…”; y, en especial, mi amistad con aquel hombre alto y delgado, vestido siempre con pantalón y camisa caquis, así como una boina a combinación, sentado en la mesa de Formica® de la Curacao Trading Co. que servía de desayunador.
El área de lavado los sábados era más divertido que el salón de clases del kindergarten, lleno de niños divididos en muchas mesitas de colores de las que teníamos prohibido movernos sin permiso. Tengo escasos recuerdos de ese preescolar: La pegapega, las masillas, los ábacos, Nancy y Sheila Jacqueline, dos amiguitas de las que solo en quinto de primaria supe el apellido, las Guerrero, cuando nos encontramos en otro colegio.
En cambio, el área de lavado está en todas las notas de las canciones de Palito Ortega, Raphael, Marisol o Las Mosquitas que me sé de memoria, aunado al festival de agua y jabón por doquier. Conservo vivas imágenes centradas en la figura de Juan Guillén y la alegría de Ángela, y muchas veces también de su hermanita menor Milagros, cuando se quedaba en casa.
Juan llegaba cada sábado tempranito y se moriría de la risa tan solo verme. Esta vez no abrió sus ojos chiquitos color ámbar, como los de nuestros gaticos barcinos que vivián en cajas, detrás de los huacales en el área de lavado, porque a mi mamá no le gustaban los animales dentro de la casa.
Su sonrisa hecha de piel negra y pómulos salientes acompañaban una pregunta que me repetía cuando me veía con alguna de esas pertenencias que llevaba para jugar con él, mientras Ángela nos daba a ambos el desayuno y mi mamá andaba al otro lado de la casa en sus asuntos. Que si una planchita de juguete, un cubito de playa o algunas muñecas tan despeinadas como yo. Me decía:
—¡Comadrita! ¿Usted vino de parte del encargado?
No bien terminaba de decirlo Juan, Ángela y la señora lavandera de esos tiempos, se reían y sé que se reían de mí. Yo me reía por imitación, no porque entendiera el chiste.
Un número bonito de hijos, nietos y bisnietos entraban y salían por la puerta a la que me dirigía a verlo por última vez ese martes reciente para ellos y sábado de mis primeros recuerdos en mis adentros. Sus dos hijas tocayas, las dos Milagros, hermanas de padre de un total de quince vástagos de Juan, me compartieron detalles de la vida de su padre fuera del lavadero y mis tres años, mi preciado recuerdo con él, mientras le escribía un breve mensaje solidario por la mensajería de WhatsApp a Ángela, actualmente residente en Nueva York.
En el área de lavado, contrario a mis interacciones en el preescolar o a la calle donde más tarde nos reuniríamos decenas de niños, tenía su plena atención. Juan desayunaba, mientras se oía hoy es sábado, sábado, hoy es sábado desde HIAW, 690 AM y mis hermanos iban apareciendo bañados y listos con ropa de juego para ir directo a remover el olor a hule y asfalto atrapado en las ruedas de sus bicicletas, que sacarían otra vez.
Juan Guillén, el papá de Ángela y Milagros, se iba con su cachimbo y cara sonreída como llegaba cada sábado puntualmente a la misma hora, por la bajadita de la calle La Cantera, cuando yo montaba mi velocípedo. Las horas no las sabía contar, pero sabía que se iba antes de que sirvieran la comida del mediodía. Volvería al lavadero y así aprendí qué era una semana. Se iría antes que se pensara, creo ahora, que estaba buscando adherirse al almuerzo.
Muchas veces le pedí que se quedara un rato más a jugar conmigo, pero se colocaba su boina en la cabeza y se despedía con formalidad, porque era yo, según él, su comadrita. Pienso que en mis tiempos sin memoria le habré pedido que bautizara alguna muñeca mía despeinada zambullida en la batea.
Juan Guillén se marchó hace unos días, luego de ciento seis años de vida, el doble de la mía, y desde que era menor edad no nos habíamos reencontrado. Deseos de ir tras sus relatos no me faltan, pero la crónica que me convoca esta parada en la memoria es otra, y aunque no con vida, Juan regresará a mi imaginario en las rotaciones que se completan con el cariño que me une a Ángela y Milagros.
Algo me contaron sus hijas en su sepelio de los tiempos en que era un muchacho de catorce años durante el ciclón San Zenón y vio las planchas de zinc volar por los aires; de cuando Trujillo andaba “matando Guillenes” porque, aunque eran de San Cristóbal, como él, le hicieron la contra. A Juan, todavía un mozalbete, lo dejaron vivir porque respetaron el honor de no negar su parentesco con un tío ultimado, enemigo del tirano.
Entre sus oficios, fue mensajero, portero de cine Independencia, cartero, ahora entiendo su vestuario y buena forma. Sobrevivió a las dos pandemias como “Violeta” de Isabel Allende, pero las preguntas que me quedé sin hacerle a Juan fueron: ¿quién era el encargado y de parte de quién venía? Y, sobre todo, ¿qué tenía que ver eso conmigo? Sospecho que imitaba yo en algún juego con Juan a alguien que se presentó en mi casa por el portón del área de lavado con algún paquete o mensaje. No lo sabré.
Lo que sabemos es que Juana Vicente, niñera de mis hermanos cuando no había yo nacido, murió joven en 1963 dejando a sus pequeñas Ángela y Milagros. Juan se presentó con esas niñitas donde Amanda, mi mamá, para que le cumpliera una promesa hecha a Juana en el lecho de muerte. Esa es una promesa heredada. Cuando mi mamá falleció dejó una carta sin preaviso a sus cuatro hijos en una gaveta, diciendo entre otras cosas, que no olvidáramos que Ángela y Milagros eran nuestra familia.
Juana y mi mamá eran unidas. Juana sabía por qué mi mamá cumpliría su palabra y se lo habrá contado a su amado Juan, y yo perdí tiempo y no fui a preguntarle a mi compadrito desde que tengo tres años cómo Juana sabía tanto sobre el carácter de mi madre. La crónica escrita sobre agua reaparece en estado de ebullición entre almidón y cuaba. Sé menos de mi mamá de lo que creo y no todo el mundo va a vivir ciento seis años como Juan Guillén a fin de que yo lo medite por escrito.
Compradito, gracias por venir de parte del encargado. Fue un gusto conocerte. Juan Guillen Arias (1916-2022).