Tal vez sea el grabado más popular de toda la historia del arte. La gran ola a punto tragar unos pequeños botes con el monte Fuji apenas visible en el horizonte ha inspirado a un sinnúmero de artistas, ha sido usado para sellos postales, emojis y la publicidad de grandes marcas, ha sido reproducida en todo tipo de soportes y decora paredes, ropa, neveras y hasta cuerpos en todos los rincones del planeta. ¿Pero qué tiene esta ola que tanto nos cautiva? ¿Por qué una pequeña estampa de apenas veinticinco por treinta y siete centímetros se ha convertido en un ícono del arte universal y un símbolo la cultura japonesa?
El autor de esta obra es Katsushika Hokusai (1760-1849), uno de los más importantes maestros de Ukiyo-E ("Pinturas del mundo flotante"), la escuela de grabado japonés desarrollada entre los siglos XVII y XIX.
Su trayectoria como artista gráfico comienza en 1778, cuando apenas tiene dieciocho años y veinte años más tarde ya es un autor reconocido, sus grabados reflejan temas cotidianos, también trabaja en la ilustración de libros y firma sus obras con el nombre de Hokusai.
En la década de 1820, al llegar a los sesenta años el maestro ya estaba listo para su retiro y tenía suficientes ahorros para asegurarse una vejez cómoda y sin preocupaciones. Pero una serie de inesperados y desafortunados eventos lo obligan a cambiar los planes. Sufre el impacto de un rayo y un derrame cerebral, se mueren su hija y su segunda esposa. Además, descubre que su nieto tiene acumulada una enorme cantidad de deudas de juego y usa todos los ahorros de la familia para pagarlas y evitar represalias. Hokusai se siente muy angustiado y escribe: “Esta primavera no tengo ni una moneda, ni nada que ponerme, ni nada que comer. Mi nieto se ha vuelto cada vez más extravagante, cometiendo numerosos malos actos, su comportamiento pródigo resulta especialmente vulgar.” Pero como dice el refrán, “No hay mal que por bien no venga “. Si no fuera por los líos en los que lo metió su nieto probablemente perderíamos la parte más importante de la obra del artista que fue creada a partir de este momento.
Esta repentina quiebra obliga al artista a aplazar su retiro y volver a trabajar. Primero tiene que recuperar su nombre. Era una costumbre en Japón que los poetas y pintores cambiasen sus nombres a medida que iban adquiriendo reconocimiento, normalmente no pasaban de cinco o seis veces. Pero en el caso de Hokusai, lo había cambiado más de treinta veces y había regalado su nombre más popular a su alumno favorito antes de retirarse. Ahora elige el nombre de Iitsu, muy poco conocido, y aconsejado por su editor comienza a firmar “Antes era conocido como Hokusai, pero ahora mi nombre es Iitsu“. También tiene que reinventarse para recuperar el público que lo había olvidado y decide cambiar la temática costumbrista de sus grabados anteriores por el género de paisaje.
El resultado de todo esto fue la serie Fugaku sanjurokkei (Treinta y seis vistas del Monte Fuji) creada entre 1830 y 1833. Inicialmente contaba con treinta y seis estampas a color, como dice su título, pero más adelante debido a su popularidad se añadieron otras diez. La serie ofrece vistas del monte Fuji desde diferentes perspectivas y épocas del año.
La idea surgió durante un largo viaje a más de trescientos kilómetros al oeste de Tokio que Hokusai, en sus cincuenta ya, realizó a pie. Durante esta larga travesía, esbozó el monte Fuji desde cada una de las posadas donde se había alojado. Los años siguientes dedicó a convertir estos bocetos en refinadas obras de arte publicando la serie cuando tenía setenta años.
A partir de esta lámina Hokusai hizo de olas una especie de sello personal multiplicando sus representaciones en la mayoría de sus siguientes obras en busca de la esencia que revelara las formas de las cosas, tal como escribió en el epílogo de Las Cien vistas de monte Fuji (1834-1835): "A la edad de cinco años tenía la manía de hacer trazos de las cosas. A la edad de cincuenta había producido un gran número de dibujos, con todo, ninguno tenía un verdadero mérito hasta la edad de setenta años. A los setenta y tres finalmente aprendí algo sobre la calidad verdadera de las cosas, pájaros, animales, insectos, peces, las hierbas o los árboles. Por lo tanto, a la edad de ochenta años habré hecho un cierto progreso, a los noventa habré penetrado el significado más profundo de las cosas, a los cien habré hecho realmente maravillas y a los ciento diez, cada punto, cada línea, poseerá vida propia". Y firma esta confesión con "Anciano, loco por la pintura".
Pero no pudo cumplir su anhelo de seguir pintando hasta los ciento diez; murió a los ochenta y nueve, ya en su lecho de muerte dijo: "Si el cielo me concediese otros diez años de vida, aunque fuese solo cinco, podría convertirme en un verdadero artista".