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Monet, Nenúfares al anochecer, 1897

El padre del impresionismo, Claude Monet, es autor de más de 2 000 obras que radian felicidad, paz y armonía, cosas que solo pudo disfrutar parcialmente al final de su existencia. La gran parte de su vida fue marcada por frustraciones, rechazos, problemas económicos, familiares y personales. Sufrió una depresión tan grande que lo llevó a un intento de suicidio en 1868.

Finalmente, logró una cierta estabilidad económica y se instaló en Giverny, un pequeño pueblo en Normandía de apenas 300 habitantes, primero alquilando y luego comprando una casa, donde decidió cumplir su sueño. Conocido por su extraordinaria habilidad para capturar la luz y el color, su obsesión por pintar los reflejos en el agua y su admiración por el arte japonés, cultivó pacientemente durante años un exuberante jardín con un puente japonés sobre el estanque lleno de nenúfares flotantes, rodeado de bambúes, arces, sauces llorones, peonías, lirios.

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Monet en la avenida central de su jardín de Giverny

Con graves problemas de cataratas, prácticamente ciego, sin poder moverse mucho convirtió el jardín en epicentro de los últimos 36 años de su creación artística. El pintor impresionista más famoso de Francia culminó allí su obra observando obsesivamente la superficie del lago cubierto de flores. El resultado fue Nenúfares, la serie de 250 “paisajes acuáticos”, según sus propias palabras, donde “un instante, un aspecto de la naturaleza lo contiene todo”.

Paradójicamente, la humanidad estuvo a punto de quedarse sin una de sus obras más elogiadas. Los campesinos reclamaron a las autoridades locales la prohibición de los planes del pintor, temiendo que las plantas exóticas que Monet importó desde Egipto y América del Sur colonizaran las tierras, contaminaran el agua y arruinaran a las especies autóctonas.

En una carta al prefecto de Giverny para justificar la obra, Monet afirmó que "se trata únicamente de algo para el recreo y el placer de los ojos, y también para tener modelos para pintar; no cultivo más que plantas como nenúfares, juncos, lirios de diferentes variedades que crecen espontáneamente a lo largo de nuestros ríos, y nunca podrán envenenar las aguas”.

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Monet, El Puente japonés, 1899

Resuelto el problema con el consejo municipal, Monet se dedicó a colocar su caballete casi a diario durante 30 años frente al estanque para reproducir sus nenúfares suspendidos en aquel espejo de agua. El mismo encuadre presentaba una vista completamente diferente dependiendo de la hora del día, la época del año o las condiciones del tiempo. Simples paisajes a primera vista pueden ser interpretados como una especie de meditación sobre la belleza y calma que se puede encontrar en la naturaleza.

De toda la serie, quizás los más famosos y espectaculares son los paneles que se exhiben hoy en el Museo de la Orangerie, en París, considerados como testamento artístico del pintor. La idea de colocar las obras en una sala elíptica en forma de un friso panorámico permitía al espectador observar los nenúfares en diversos momentos del día y los cambios que se producen debido al paso del tiempo.

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Monet, Nenúfares, Museo de la Orangerie.

La idea de un conjunto decorativo surgió en 1897, pero su realización comenzó a partir del año 1914, el año de inicio de la Primera Guerra Mundial, que acabó con la vida del hijo del pintor. Con sus Nenúfares Monet respondía a la violencia generalizada creando un “refugio de meditación para contemplar la ilusión de un todo sin fin, una onda sin horizonte y sin orilla”.

Durante cuatro años colmados de obstáculos y dudas, Monet trabajó alternativamente al aire libre cuando el clima lo permitía, y en el gran taller que había construido, aprovechando su luz cenital. Plagado de dudas, corregía constantemente sus paneles, destruyendo incluso algunos de ellos.

El 12 de noviembre de 1918, al día siguiente del armisticio, Monet escribió a su amigo, el primer ministro de Francia Georges Clemenceau: "Estoy a punto de terminar dos paneles decorativos que quiero firmar el día de la Victoria, y deseo ofrecerlos al Estado mediante su intervención”. Este mismo año, Monet completó la serie y Clemenceau lo convence de donar todo el conjunto decorativo, en vez de solo dos piezas.

El acto de entrega de 19 paneles tuvo lugar el 12 de abril de 1922, pero Monet, insatisfecho, quería seguir perfeccionando su obra. “Sabe muy bien que ha llegado al límite de lo que puede hacerse con el pincel y el cerebro", le dijo Clemenceau intentando convencerlo de  darla por terminada.  Pero no lo logró, Monet las conservó hasta su muerte, en 1926. La exposición fue inaugurada unos meses después, en 1927.

La crítica de la época no fue favorable, las obras de la serie fueron consideradas desordenadas y resultado de los problemas con la vista de Monet, más que de una visión creativa propia del artista. Además, el impresionismo ya estaba “pasado de moda”. La creación de Nenúfares coincidió con la revolución en las artes plásticas y el nacimiento de las vanguardias. Durante varias décadas, el público evitaba las salas de Nenúfares. En ocasiones, el propio museo tapaba los paneles para realizar exposiciones temporales en este mismo salón.

Solo en la década de los 1950 Nenúfares de Monet fueron redescubiertos y apreciados. El pintor surrealista francés André Masson publica un artículo en 1952, denominando a las salas de la Orangerie como "la Capilla Sixtina del impresionismo”; los coleccionistas privados comienzan a comprar lienzos de la serie Nenúfares que estaban guardadas en el taller del pintor, y el MOMA, Museo de Arte Moderno, de Nueva York adquiere y exhibe uno de estos grandes lienzos en 1955. Hasta el día de hoy, Nenúfares siguen cautivando el público e inspirando a los grandes artistas contemporáneos.