Uno vive mentalmente más en el tiempo pasado que en el futuro. Es decir, cada día que vivimos, vivimos en la memoria como paraíso de los recuerdos, antes que como prefiguración del futuro; y de ahí que vivamos atormentados más por lo que hemos vivido que por lo que viviremos. Esto así, pues nuestras vidas son una constante memoria o meditación del pasado, es decir, un pensamiento de la vida vivida, antes que un pensamiento del presente y del futuro. Vivir es, entonces, memorizar. Es un pensar permanente, durante la vigilia, contra el presente, y sobre la memoria del pasado. Es un recordar obsesivo de lo dado, lo hecho y lo sucedido. Pensar es, en el fondo, memorizar la experiencia de los sentidos. El futuro es incierto; el pasado no, porque lo vivimos. Pero da igual: el pasado atormenta la memoria. De ahí que nos angustie menos el futuro que el pasado. Los que escribimos, lo hacemos, a menudo, hablando con los muertos: con nuestros ancestros idos. El pasado ejerce un imperio en la memoria, que sobrepasa el poder de seducción del futuro, donde anidan el progreso y la esperanza. O la promesa de la felicidad, la utopía y los sueños del porvenir.
Al escribir, suelo hacerlo, conversando con mi padre –como si hubiera sido mi primer lector—como si estuviera vivo. Para uno conocer el pasado, la forma más simbólica es oyendo a los que vivieron la época que no vivimos. Es escuchar, a viva voz, la experiencia del otro, de los demás, para hacer la transferencia –o la conversión– de la experiencia ajena, en experiencia propia, a partir de lo contado, relatado o dicho por el que vivió la vida que no vivimos.
Crecí oyendo a mi padre hablar de su vida (como todo hijo), que es la manera, a un tiempo, de conocer la suya, la de sus antepasados y la de su entorno familiar. También oírlo hablar de sus lecturas, es decir, de lo leído, oído y visto. Ese pasado es una herencia. Fue mi experiencia y es la experiencia de todo el mundo. Uno hereda la memoria anecdótica de la familia, y luego la nutre –o enriquece– con la educación y la cultura, las lecturas y los viajes. Y esa herencia es la memoria del pasado que rescatamos y transformamos con la vida presente, desde la experiencia de los sentidos.
Su tema vital y recurrente era la Segunda Guerra Mundial, acontecimiento que vivió en carne propia y que siguió, desde niño, por la lectura del periódico La Nación, que su hermano mayor, Domingo, leía entre la familia, cuando mi padre aun no sabía leer, hasta que, cuando aprendió, ya podía recordar y hasta memorizar los titulares de la prensa de la época. Es decir, la memoria que conservaba de esa etapa histórica: primero fue de oído y luego de sus lecturas. En cierto modo, heredé de mi padre su elefantiásica memoria, que alimentaba y practicaba, con la conversación, pese a que no escribía –ni era escritor sino un furibundo y entusiasta lector de revistas, periódicos, enciclopedias y libros de historia y política.
Hablar es hablar con los padres muertos (o familiares conocidos), y leer es conversar con los autores de los libros, como lo advirtió Quevedo, cuando dijo, en un soneto: leer es “escuchar con los ojos a los muertos”. Y es lo que hacemos cuando estamos en la biblioteca, rodeados de libros, cuyos autores, en su mayoría, estadísticamente, están muertos. Los africanos tienen razón, cuando dicen en un proverbio: “Cuando muere un anciano, muere una biblioteca”. Así es. Los ancianos, y nuestros antepasados, al morir, se llevan el tesoro de la memoria, de una vida ida e irrepetible: un tiempo pasado que, al ser lineal, no cíclico ni circular, no retorna. Apenas nos queda, como resignación, continuar el diálogo en el recuerdo: en la memoria y en el sueño. Así, cada vez que despertamos, los evocamos, con nostálgica melancolía, ante la imposibilidad de la presencia real y el hechizo de sus miradas, en un diálogo invisible y simbólico, que se interrumpe con la muerte del ser que lo conoció físicamente y que, por tanto, lo lleva en su conciencia sensible y en su grata memoria. De modo que, al aprender a leer, conjugamos esa experiencia de lectura con la memoria, que heredamos de nuestros antepasados conocidos. Así pues, ese conocimiento, que se transmite de generación en generación, corre el riesgo de tergiversarse con el tiempo: al pasar de boca en boca y de bocas a oídos. Y que es el conocimiento que incorporamos al repertorio de la memoria, y cuya transmisión oral, nutre la escritura, y por ende, los libros escritos. La historia se alimenta no solo de documentos y de otros libros, sino de la memoria oral de los protagonistas de los hechos históricos y de los testigos presenciales o no, de los mismos. En el ámbito familiar –al oír historias y anécdotas, en las conversaciones de sobremesa, en las salas, en los balcones, debajo de un árbol, en los patios, en las alcobas, y durante las reuniones sociales–, se tejen y entretejen hilos de palabras y frases, que luego se convierten en leyendas y mitos pero que, a menudo, se transforman en verdad histórica. Así se escribe y teje la historia, es decir, a través de la memoria de nuestros ancestros, cuya conciencia de los hechos, al ser testigos presenciales o escuchas, reviste un inusitado interés, por su valor testimonial y de primera mano.
Oí decir a un amigo poeta que la obra de Pedro Henríquez Ureña es una conversación con su madre Salomé Ureña. Lo mismo dijo Octavio Paz de André Breton, al decir que su obra es una conversación secreta con Breton. “En muchas ocasiones escribo como si sostuviese un diálogo silencioso con Breton”, dijo Paz.
Al escribir, insisto, lo hacemos dialogando con alguien fallecido o con un ser cercano; pocas veces, con más de una persona. Acaso sea una forma de consuelo o un pretexto para tener el impulso de escribir o para exhibir la moral de la escritura. Siempre escribimos para un hipotético lector: un crítico indulgente o despiadado, o un lector amigo –o un enemigo. García Márquez le dijo a Plinio Apuleyo Mendoza, en el libro de entrevista, El olor de la guayaba, que escribimos para que los amigos nos quieran más.
Siempre estamos escribiendo para publicar sin esperar la indulgencia, el aplauso o la conmiseración. Lo cierto es que sí escribimos sin promesa de salvación, o acaso buscando la ilusa eternidad, al sabernos mortales, bajo la hipocresía de la trascendencia de la obra, ya que no del cuerpo o del alma. Leer es así un acto de justicia personal, y escribir, un acto moral de la lectura. Leer es una celebración del placer y el goce de los sentidos, cuando se siente la satisfacción del aprendizaje, en la aventura fascinante del proceso lector. O cuando percibimos el deleite estético de la mirada, al descifrar los signos de las páginas de los libros.
En el fondo, los que tenemos el hábito de leer y escribir, lo hacemos bajo la premisa de un homenaje a los autores que amamos y admiramos, y con la ilusión de emularlos, imitarlos o transcenderlos. En efecto, al leer, pagamos una deuda simbólica de admiración a los escritores y pensadores, que nos han influido y acompañado, en el camino venturoso, fascinante y bienaventurado, del mundo literario e intelectual.
No hay nada que influya con más ahínco y profundidad, en el hábito lector de una persona, desde la niñez, que ver a su padre, madre o hermano mayor, cada día, con un libro en la mano, leyéndolo. Ese ritual, ese gesto cotidiano, marca la sensibilidad y la conciencia lectoras de un niño o adolescente. Si a esa práctica se le suma la conversación cotidiana sobre libros, autores y temas trascendentes del presente y del pasado, la formación intelectual, la curiosidad por el saber y la pasión por el conocimiento, estarán garantizados. Por eso, uno es lo que lee, ve y oye: en el hogar, la escuela, la universidad y la calle. Lo que hacemos es asimilar, polinizar y metabolizar la oralidad, las lecturas y las experiencias sensoriales. El aprendizaje no es un monólogo sino un diálogo. Es una conversación con los autores de los libros: con los maestros y con los demás. Un habla y escucha constantes, vitales y expectantes, entre mirada y oído: de boca a ojos, de labios a oídos. Así se produce la transmisión del conocimiento, que captamos al leer, ver y oír. Asimismo, se gesta el aprendizaje, en el proceso de la oralidad a la atención y de la contemplación a la captación de lo dicho y explicado. Todo lo que sabemos por la experiencia sensorial, penetró antes por los sentidos y se alojó en la mente, la conciencia y la memoria, transformados en ideas e imágenes. Nada existe en la conciencia sin antes haber entrado por los sentidos. Toda la percepción sensible, en el proceso de aprendizaje –o cognoscitivo–, se produce mediante el concurso de los sentidos. De ahí que tenemos una memoria acústica, olfativa, táctil, gustativa y visual, que es una experiencia de los sentidos.
La aventura de los sentidos nutre y alimenta la memoria, y esta a su vez, se ejercita con la escritura y la conversación. Al escribir, reitero, oigo la voz de mi padre o de mis profesores o de mis maestros–los segundos, o a veces, los primeros mentores—que me dictan, aconsejan o informan, y cuya asimilación transformo en temas, ideas o aspectos, que capitalizo en escritura: en artículos, poemas, microrrelatos, aforismos o ensayos. O también, y acaso sobre todo, oigo las voces de mis autores preferidos, al leerlos o releerlos. Así de misterioso y auténtico es el camino de las letras o el destino literario, siempre que se asuma con sinceridad, transparencia y honestidad. Escribir es, en el fondo, hablar con los adultos mayores o con los libros. Escribo en un acto ético, testimonial, de celebración de la herencia sagrada de la paternidad, como un acto o profesión de fe con los progenitores, en reciprocidad al cuidado, crianza y ejemplo de ser útil en la sociedad. Es decir, de ser mejores, buenos, verdaderos, justos, humanos. Y escribir, en su homenaje, y en diálogo celebrante –o celebratorio– de gratitud, es una forma ética de continuar atado al cordón umbilical materno, y apegado a un modelo, a una huella familiar, a un legado. Y la mejor forma es mediante la escritura, herramienta con la que plasmamos en palabras (o con palabras), lo aprendido y asimilado de una estirpe familiar egregia, ilustre o letrada. O de un entorno de amor a los libros, la lectura, la cultura, el saber y el conocimiento.
Cuando soñamos con un familiar fallecido, casi siempre, en ese sueño, hubo una conversación. Raras veces, soñamos en estado de mudez. Siempre soñamos hablando con los difuntos. Y siempre, en el sueño, tenemos los ojos abiertos, como ya lo pensó Voltaire. Nunca en el sueño tenemos los ojos cerrados. De ahí que haya una memoria de los sueños. Y que podamos recordar y memorizar, en el presente y en el futuro, no tanto lo realizado y hecho, sino la memoria de los sueños pretéritos. Es decir, podemos memorizar la historia de los sueños que hemos tenido durante el curso de nuestra existencia. O sea, como en una aporía borgeana: un sueño de un sueño de un sueño, y así sub specie aeternitatis, y ad infinitum. De modo que tenemos sueños que son intransferibles, pero hay otros que son transferibles a otras personas, quienes a su vez, los reproducen, transfieren o tergiversan, al contarlos a otros, convirtiéndose en fantasía, mito o leyenda. Semejan una caja china, en la que hay un sueño dentro de un sueño y este dentro de otro sueño, y así hasta el infinito. En cierto modo, la historia universal es hija de las historias locales y de las intrahistorias: se nutre de anécdotas personales, que influyen, a su vez, en grupos, regiones y comunidades.
Hablar con los padres, en cierto sentido, es hablar con el pasado, en un diálogo con la memoria. Conversar con el tiempo es, en efecto, conversar con los antepasados. Nuestros padres son, pues, historiadores empíricos y orales. Son cuenta historias: reproductores de anécdotas familiares — algunas secretas e íntimas–, que se transmitieron de tatarabuelos a abuelos, de abuelos a padres, de padres a hijos, de hijos a nietos, de nietos a bisnietos, de bisnietos a tataranietos, per secula seculorum. Poseen un anecdotario de historias –algunas fabulosas y fantásticas–, que alimentan el imaginario de los historiadores. Algunos no leen libros de historia sino que tienen una cultura oral, rica en mitos y leyendas populares que, en cierta medida, han enriquecido la historiografía. La historia escrita se nutre de la oralidad, que alimenta la imaginación de los novelistas: sirve de punto de partida a la razón de los historiadores. La verdad histórica tiene un trasfondo de fantasía oral. El poeta y el novelista le prestan sus ojos al historiador para mirar el pasado. Mientras que el historiador vive en el pasado, el poeta vive en el presente. En tanto que, el novelista vive en el pasado y en el futuro (como la novela histórica y la de ciencia-ficción). Pero todos escriben desde el presente. Porque el arte literario es temporal: transcurre en el presente, en un presente eterno. No en el espacio sino en el tiempo. La poesía, que es la expresión de las artes literarias, es “palabra en el tiempo”, como lo dijo Antonio Machado. El poeta y el novelista escriben contra el tiempo, en una batalla simbólica con el tiempo; mientras que el historiador, se abraza y se aferra, se matrimonia y se sumerge, en el tiempo pasado: se hunde en el tiempo perdido para recuperarlo no como imagen poética sino como verdad histórica. El historiador trae el pasado al presente, en forma documental; el novelista lo resucita y recrea. El poeta hace presente el pasado. No vive en el pasado sino en un eterno presente, del que vaticina el futuro. En mi casa, mi padre siempre me hablaba del pasado. Para él, el presente y el futuro no existían: vivía en una eterna memoria y en un pasado perpetuo. Para los hijos, en cambio, solo existe el futuro: el pasado lo heredan y absorben de sus padres porque no lo vivieron. Por tanto, lo imaginan y lo recrean. Yo, como todo hijo con su padre, heredé sus conversaciones, y continúo el diálogo en mi memoria viva, que heredarán mis hijos.