Acabo de salir de Santo Domingo rumbo a Miami. El avión gira hacia el norte y empieza a atravesar la República Dominicana. El verdor de sus montes es de una intensidad sobrecogedora. Pero la fascinación ante la inmensidad del paisaje se interrumpe al distinguir lo que parece una enorme piscina de agua rojiza en medio del verde tenaz. Luego vendría mi estupor al advertir una descomunal herida en la tierra. Divisaba la mina de la Barrick Gold en Pueblo Viejo, provincia Sánchez Ramírez.
El proyecto de la multinacional canadiense se alza en las ruinas de una antigua mina explotada por los españoles a principios del siglo XVI. No deja de ser irónica la conjunción de estas variables históricas. Entre los quinientos años que van del capitalismo mercantil de los españoles al capitalismo multinacional de la Barrick Gold, el Caribe sigue siendo una cantera para la insaciable avaricia de los que medran del saqueo de sus ecosistemas.
Juan Bosch describió este aspecto siniestro de la historia caribeña cuando afirmó que cinco siglos de aprovechamiento desproporcionado de su riqueza natural es “demasiado tiempo bajo el signo trágico que les imponen los poderosos a las fronteras imperiales”. En una época en que la indignación del ciudadano de a pie adquiere una visibilidad inusitada de la mano de las nuevas tecnologías de la información, es un deber cívico denunciar las implicaciones para el medioambiente y la salud de la población de proyectos como el de la minería a cielo abierto en República Dominicana.
En 2011, la prensa se vio saturada de espacios pagados por la Barrick Gold a raíz del descontento que generó en algunos sectores la habilitación de la antigua mina de la Rosario Dominicana, que desde principios de la década del setenta hasta 1999 extrajo oro y plata en Pueblo Viejo. La campaña mediática de la Barrick Gold llevó el debate por el terreno de la “minería responsable”, esa falacia que los gobiernos, el mercadeo y la prensa corporativa defienden a nivel mundial.
No hay tal cosa como una minería “responsable”, y mucho menos “sostenible”, como predica la Barrick Gold en sus campañas mediáticas. La minería a cielo abierto abre una grieta en el terreno que no cerrará jamás. Por si fuera poco, la tecnología para separar el oro incluye el uso de cianuro y cantidades exorbitantes de agua. El proceso produce un residuo tóxico que hay que almacenar en embalses sujetos a desbordamientos y filtraciones en el subsuelo.
Las denuncias de contaminación del agua y la tierra en zonas adyacentes a las minas a cielo abierto son materia documentada en el mundo entero. En 2009, el gobierno de Noruega se deshizo de sus acciones en la Barrick Gold, valoradas en 226 millones de dólares, luego de haber corroborado la contaminación causada por sus operaciones en Papúa Nueva Guinea. En 2015, la Barrick Gold fue responsable del peor desastre ambiental en la historia de Argentina, cuando un derrame de lodo tóxico en su mina de Valedero contaminó con mercurio y cianuro el agua de cinco ríos. En 2022, la Corte Suprema de Chile ratificó la decisión del gobierno de ese país de detener en 2018 el proyecto de minería a cielo abierto de la Barrick Gold en la región de Atacama, en la frontera con Argentina.
En 2023, el gobierno dominicano, a través de su Ministerio de Energía y Minas, aprobó la propuesta de la Barrick Gold para la construcción de una nueva presa de colas (tailings dam), que es la estructura donde se almacenan para siempre los residuos del proceso de extracción del oro. La aprobación es contingente al pago de una fianza de 1,135 millones de pesos dominicanos, unos 20 millones de dólares. Según expresó en su momento Mark Bristow, director ejecutivo de la Barrick Gold, la construcción de la nueva presa estará lista en 2027. Por su parte, en declaraciones recientes, la presidenta de la Barrick Gold en República Dominicana, Juana Barceló, adelantó que la empresa proyecta mantener sus operaciones hasta 2043.
No hay cifra que justifique hipotecar el medioambiente y la salud de la población de la República Dominicana en aras del desarrollo económico. Hay que apostar por iniciativas que no pongan en riesgo el bien común. Quinientos años de extracción caprichosa en sus ecosistemas es suficiente afrenta.