«Quien me quiera, que me siga», decía el cartel publicitario de unos jeans llamados Jesús. En realidad, se trataba de unos shorcitos que insinuaban unas nalgas gloriosas, en forma de mandolina, así los describió su autor, Oliviero Toscani, que desde aquel momento fue censurado por el Vaticano; por supuesto, no sería la única vez. Fue en el año de 1973 y, medio siglo después, a él le tocaría seguir a la muerte, que lo vino a buscar el pasado lunes 13 de enero.
Gracias a Toscani, la gente ajena a los caprichos de la moda supo que había una marca llamada Benetton. Nunca le importó tampoco si sus estrategias de marketing ayudaban o no a vender más, ese no es mi problema, soy fotógrafo, no vendedor, solía decir, ¿prefería el ruido mediático, la condena desde el púlpito, el aplauso inconforme, la felicitación de los jefes, expresada en dólares?
Para muchos fue un fotógrafo irreverente; para otros, el pionero que vio en la publicidad un arma para arremeter contra el racismo, la guerra, el sida, la pena de muerte y demás bondades de este mundo, ¿el mismo «mundo» frívolo que compraba esas prendas MadeinItaly y que le hicieron ganar una millonada?
Había nacido el 28 de febrero de 1942 en Milán y el gusto por la fotografía lo heredó de su padre, quien no solo era fotógrafo en el diario Corriere della Sera, sino que también le habría regalado su primera cámara.
Italiano a fin de cuentas, tuvo en la iglesia a su principal socio (involuntario) por eso retrató a un cura y una monja, cara a cara, no rezando, sino rozándose los labios y en una esquina, casi oculto, el lema de batalla: United colors of Benetton. ¿Se habrá inspirado del video de Madona, aquel donde un padrecito se pasaba de cariñoso con una chica emproblemada. «Papa don’t preach…» (no me sermonees…), cantaba la estrella de los ochenta, sin remordimientos, con pasos y poses sugestivos.
Con motivo de su muerte han vuelto a circular sus fotos –cuya existencia desconocía–, algunas rondan en mi cabeza. Por ejemplo, el cartel que muestra tres vísceras sangrantes, que resultan ser corazones (si uno está distraído podría pensar que anuncian un expendio de pollo fresco). En cada uno de ellos hay una etiqueta que supuestamente designa su color: blanco, negro, amarillo. Así reafirma lo que ya sabíamos, que todos somos iguales, pese a que hayamos nacido en el África, el Tíbet o el Caribe, tenemos el mismo corazón. ¿Otra versión del bolero cursi de los cincuenta: Mi sangre aunque plebeya también tiñe de rojo…? Ahora bien, si por venir de esos sitios nos obligan a tramitar una visa para poder pasear por Estados Unidos o por Francia, qué más da, iguales somos, por lo menos por dentro, nos sugiere el fotógrafo-publicista.
Ahora bien, en aquellos tiempos, la publicidad vivía en los periódicos, en las esquinas de calles transitadas, en los muros de las estaciones del metro. Una vez aparecieron, a doble página, más de cincuenta penes. Ninguno quiso publicarla o casi, somos un diario respetable dijeron en Nueva York, Londres, Roma, salvo el francés Liberation, que según su autor vendió cuarenta y cinco mil ejemplares ese día. Nadie recuerda qué se buscaba promocionar, si ropa interior, pantalones o la cólera de las buenas conciencias, aunque al año siguiente, la misma foto formaría parte de la Bienal de Venecia, ¿arte, publicidad, pornografía, ocurrencias, talento mal entendido, ganas de embromar?
A consecuencia de la muerte del fotógrafo, la casa italiana no quiso recordarlo con la imagen del soldado bosnio: pantalón de camuflaje, camiseta blanca, un montón de sangre, el orificio de una bala… Prefirieron sacar otra: un ramo de flores silvestres, arrancadas de cualquier sitio menos de una florería, la mano que las acerca pertenece a un hombre de color…, como la piel de otra mujer que amamanta a un niñito… sí, rubio, de otra fotografía célebre. «Adiós Oliviero. Sigue soñando», lo despidieron con tristeza, con nostalgia.