Hacemos un necesario paréntesis en los temas habituales que tratamos en esta columna. El huracán Fiona y sus consecuencias nos obligan a expresar solidaridad con quienes han sido afectados y a compartir algunas reflexiones a propósito de la exposición al riesgo y la vulnerabilidad ante este tipo de desastres considerados naturales.

 

Fiona, su ojo y su amplia corona de vientos y nubes de lluvia, entró al territorio nacional, por el sureste de la provincia La Altagracia, como un huracán categoría uno;  recorrió, dejándonos una estela de daños catastróficos, esa provincia y luego El Seibo, Hato Mayor, Samaná y de manera parcial en territorios de La Romana, San Pedro de Macorís, Monte Plata, Sánchez Ramírez, Duarte y Trinidad Sánchez para salir al océano, con categoría dos, rumbo a Turcos y Caicos, evolucionado a categorías tres y luego cuatro. Los efectos de las lluvias, sin embargo, se han hecho sentir mucho más allá de la zona de vientos huracanados, en diversas partes del país; y es de esperase que sus secuelas sanitarias las sufriremos por semanas y meses subsiguientes a su alejamiento de nuestro territorio. Esperemos que nuestro sistema de salud logre fortalecer las acciones de prevención y la atención de quienes resulten contagiados.

 

Hasta el momento de escribir este artículo, las autoridades reportaban 10,000 personas desplazadas, temporal o definitivamente, por daños a sus viviendas, unas 300,000 personas sin servicio eléctrico, daños en acueductos que afectan cerca de un millón y medio de habitantes, tres personas fallecidas y severos daños materiales que han afectado al patrimonio familiar, y emprendimientos agropecuarios y turísticos. Pero, sobre todo, muchas familias vivieron horas de pánico, horrorizadas por el embate de la naturaleza contra sus viviendas y propiedades, y al ver arruinado el producto de una vida de esfuerzos.  Vaya nuestro mensaje solidario para todos ellos.

 

Es momento de movilizar la solidaridad que caracteriza la cultura dominicana. Generosidad demostrada en numerosas ocasiones previas a nivel nacional e internacional.  Es momento de respaldar los esfuerzos de las autoridades para socorrer, paliar y eventualmente superar los daños sufridos por esas familias y empresas. Es momento de sacar nuestras reservas de resiliencia, para que, lo más pronto posible, esas familias y comunidades afectadas, muchas de ellas ya de antes, por años y generaciones, azotadas por la pobreza y la miseria, puedan recuperar sus bienes y retomar la senda de volver a intentar levantarse sobre las ataduras estructurales que los mantienen en la pobreza. Ojalá que las oportunidades de empleo, educación y salud mejoren para ellos lo suficiente para que recuperen la esperanza de, algún día, dejar atrás la pobreza y la miseria.

 

Habrá oportunidad posteriormente para pasar balance, para identificar nuestras debilidades y fortalecer nuestra capacidad de prevención y respuesta ante este tipo de eventos. Las tormentas y huracanes, con su capacidad de hacer daño por la fuerza de sus vientos y por las copiosas lluvias que se traducen en ríos desbordados, inundación de predios, casas, caminos y hasta autopistas dañadas, son parte de nuestra vida en este hermoso y pujante país, isla tropical. Por ahora, apechugar, expresar y ejercer solidaridad con los afectados y esperar que no nos afecte otro meteoro en el resto de esta temporada que, literalmente, llueva sobre mojado.

 

Somos un país “situado en la misma ruta del sol”, como diría Don Pedro Mir, nuestro poeta nacional, pero también en la misma ruta de las tormentas y huracanes, cada año más numerosos y más fuertes como consecuencia del cambio climático y el calentamiento global. No podemos ignorar esta realidad. Somos una población expuesta al riesgo de tormentas y huracanes. Fortalecer las capacidades de prevención y preparación ante desastres de esta índole no es algo secundario en cualquiera que sea la apreciación sobre el modelo de desarrollo de nuestra sociedad. Todos estamos expuestos al riesgo de ser afectados por estos fenómenos. Sin embargo, no todos tenemos el mismo nivel de vulnerabilidad. Las desigualdades e inequidades sociales condicionan una mayor vulnerabilidad de los más empobrecidos, obligados a vivir en bordes de cañadas insalubres, de ríos que parecen mansos hasta que se encabritan al conjuro de las intensas lluvias, y en terrenos inestables o inundables, en viviendas con limitada capacidad de protección. Los que vemos en los noticieros llorando sus pérdidas o posponiendo hasta último minuto desplazarse, apegados a los pocos enseres que su miseria les ha permitido.

 

Estas capacidades de prevención y preparación, así como de restauración ante los desastres, no son algo secundario, son esenciales. Pero igualmente esencial es que tomemos conciencia de la necesidad de superar las vergonzosas desigualdades sociales en nuestro país, que conllevan elevada vulnerabilidad de los empobrecidos y socialmente excluidos.