El horno no está para bollos. Se apiñan alegatos y cartas contra el país, por la cuestión haitiana, e incontables reformas de todo tipo en un Congreso tentado por aquello de ‘como caña pa´l ingenio’, amén de repleto de declaraciones juradas de patrimonio tardías y/o invisibles, todas a la espera de las sanciones reglamentarias para el caso. En ese maremágnum de cosas dispares, quizás sea prudente filosofar un poco, botar el golpe y rehuir, así, cualquier cosa más urticante.
He ahí la razón por la que tomo algo de la vida diaria dominicana como objeto de reflexión. Digamos…, algo tan generalizado en las conversaciones cotidianas como el deporte o la política. Mejor, pues de filosofar se trata, ambos temas, pero religados. Inicio por lo más fácil y finalizo por aquello de lo que algo sé.
Recién comenzó la temporada criolla de la pelota invernal. Esta se entrecruza siempre con la “Serie ‘Mundial’”. Es como si, no el destino, pero sí la devoción deportiva, entrelazara nuestro lar con el del revuelto norte, tentado siempre por alguno de esos dignatarios que Rubén Darío bautizó el siglo pasado como “Alejandro-Nabucodonosor”.
Pero nada; por ahora lo importante es ese vínculo estrecho y espectacular que nos brinda el castellanizado béisbol.
Indudablemente, hay otros deportes que compiten por la atención mayoritaria de los espectadores de aquí y de allá. La velocidad suele ser el Talón de Aquiles de la pelota, en comparación con algunas otras actividades deportivas, de las predominantes en videos y en la pantalla chica. Ignoro la preferencia de cada uno. Sin embargo, para mí, la pelota tiene algún dejo reflexivo, intelectual.
Intuyo que a los fanáticos del béisbol los aúna y asimila, con muy alta probabilidad, las elucubraciones y discusiones que provocan entre los espectadores cada estrategia y táctica empleada, jugada tras jugada, ejecutadas cada una con premeditación y sin atropellos, a diferencia de lo que aparenta cuantas veces vemos una estampida de jugadores, de un lado a otro del campo deportivo, tenidos de la improvisación circunstancial y del azar.
Además, qué decir de la paciencia y la perspicaz intuición que requiere escudriñar el diálogo entre lanzador y receptor, las señales al bateador o a los corredores de base, y todo, a expensas de que el bateador de turno descifre el lanzamiento.
De modo que, sí, el ritmo del juego podrá ser más lento y cansón; no obstante, a la sombra del ajedrez, también es más mental, exigente y participativo, pues requiere un fanático, no solo emotivo y espectador, sino -por añadidura- reflexivo, altanero y refunfuñón.
Ahora bien, lo que me lleva a pensar en algo más de fondo en la pelota es lo que quizás conlleve mayores divergencias entre fanáticos de raíces estadounidenses y dominicanos. Me explico.
A conocimiento mío, el béisbol es el único deporte que permite y alienta el robo. Olvídese de la corrupción, que como gangrena corroe el cuerpo social y todo su andamiaje institucional. Robar, sí, tanto la primera como el resto de las almohadillas. Se trata de una buena dosis de velocidad y de emoción.
De modo que robar sí, ya lo dije, pero lo significativo es que si el árbitro engalanado -no con toga, pero sí de su uniforme de luto- canta ‘out’, ‘out’ se queda. Se puede envalentonar quien quiera, hasta el mismísimo jugador o el dirigente afectado, pero si luego de verificación, se ratifica el ‘out’, ‘out’ se queda, aunque se caigan las gradas de furia y vuelen los insultos como flechas envenenadas.
El desenlace es harto conocido. Se va el protestante expulsado y, en ciertos casos, hasta lo multan. Es ahí donde capto la luz de cierta reflexión política.
En efecto, ¿en qué se asemejan la política, deporte preferido de no pocos en este lado del planeta y el béisbol? La respuesta ganadora, a tiro de sencillo.
Los respectivos actores de la polis o del estadio de pelota, son únicamente eso, participantes esenciales al buen desempeño de sus respectivos quehaceres, pero no -léase bien: imposible que pretendan ser- árbitros de su propia causa. Tanto en la polis, como en dicho estadio, lo fundamental es que, por encima de buenas y malas actuaciones, prevalezcan las reglas y quienes las interpretan y juzgan en cada caso. Exclusivamente el árbitro, en el estadio, o el juez, en la cosa pública, clarifican cada incidente. Ningún otro participante. No hay quien esté por encima de la ley o de los reglamentos, y de lo que los jueces o los árbitros, respectivamente decidan que dicen.
La gran diferencia entre ambas actividades, empero, es que en el béisbol ningún jugador llega a ser árbitro de su propia causa. En política -quizás por ambición o por aquello de Lord Acton; “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”- sí.
De ahí saco una lección de filosofía política, acompañada de dos moralejas de sentido común, si no de cierta sabiduría popular.
Lección. La política no es comparable con la pelota: ningún político puede jugar y juzgar su propio desempeño y actuación. Por consiguiente, la historia universal es la mejor y más verídica maestra. Nos enseña que un gobernante, -quien quiera él sea y doquiera esté, hable el idioma que conozca, en el momento histórico que le toque vivir-, si juzga su propia causa e impone su sentencia auto absolutoria, encarna la más absoluta autocracia, tiránica y adversa a la democracia y al buen gobierno de esa objetividad racional de índole universal que -en cualquier polis- es la ley, según su comprensión aristotélico-tomista-hegeliana.
Primera moraleja. Quién sabe si, por fin, se verifica el dicho de cierta dialéctica ortodoxa. Los contrarios se reúnen e intercambian. Entiéndase el trabalenguas, la democracia estadounidense, independiente de la cuestión de los genes, se iguala a las vecinas.
Y, segunda moraleja, La ventaja relativa de la disciplina deportiva a la política, es esta: el que hace la ley, no hace la trampa.