Al parecer, solamente el periodista Marino Zapete, a través de su programa televisado, dio la merecida importancia al informe del BID sobre la “Crisis de confianza” que afecta a nuestro país. El organismo internacional califica esa crisis como “el problema más acuciante que frena el crecimiento económico en Latinoamérica y el Caribe…” Solamente un 15% de nuestros ciudadanos creen en su prójimo o en las instituciones civiles o religiosas de la sociedad. Esto es grave, muy grave, como bien alertara Marino Zapete.
Ya por los tiempos en que el psiquiatra Antonio Zaglul, terminándose el 1972, nos describía “el gancho” dominicano -indicando que sospecha y actitudes paranoicas eran características nuestras- la desconfianza era crónica entre nosotros. De una u otra manera siempre hemos sido así. Esa actitud se nos ha ido agravando a medida que pasa el tiempo. Es idiosincrasia, ajena a nuestra genética multirracial, a cualquier dieta, y a los húmedos calores donde nos desenvolvemos. Fue gestándose, a través de la interacción del pueblo con su clase gobernante, hasta convertirnos en incrédulos.
Mi generación creció a la defensiva durante la tiranía; el sigilo era imprescindible para sobrevivir y conservar nuestros trabajos. Cualquiera podía traicionar para salvar su vida, o porque servía al régimen. Fueron tiempos de “calieses” y de poder omnímodo. Antes de esa dictadura hubo otras y después gobernaron corruptos y embaucadores. Siguieron mintiendo, robando y degradando las instituciones. Ha sido la tarea de políticos, empresarios y religiosos, de quienes siempre esperemos trampa a la vuelta de la esquina. Hasta el día de hoy, como muestra el estudio del BID, nuestra gente duda de todo y de todos, percibiendo como “un gancho” cualquier decisión de las alturas.
Dentro de una “crisis de desconfianza”, donde el 85% de las personas duda, es difícil gobernar. Promover una cooperación de productividad del colectivo y su gobierno es una enorme tarea. Utilizaré el Fideicomiso de Punta Catalina a manera de ejemplo de cómo la desconfianza entorpece cualquier iniciativa gubernamental.
A pesar del auténtico y continuo esfuerzo de la actual administración por ser creíble, no lo consigue todavía. Una cultura de sospecha no se cambia súbitamente. Por eso, su propuesta de administrar en fideicomiso la apestada planta eléctrica Punta Catalina “pone chiva a la gente”. De inmediato, la oposición -autora y beneficiaria en sobornos del carbonífero artefacto– crítica y descalifica la propuesta. Pero resulta ser que nadie cree en la oposición, ni en sus técnicos, ni en sus dirigentes. Solamente pueden desparramar pizcas de dudas, ya que se les tiene por delincuentes mentirosos.
El fideicomiso estaría administrado por el Banco de Reservas. Entonces la gente piensa: “otra vez nos quieren joder”. Esa institución arrastra una historia negra de altísima corrupción, a pesar de la confianza que comienzan a inspiran sus nuevos gerentes. En otra esquina, se aplican articulistas, comunicadores y periodistas favoreciendo o criticando el proyecto. Pero ellos están arropados por la descalificación de “bocinas” y plumas pagadas. Tampoco se confía en ellos.
El dominó se tranca, dudándose de las opiniones de uno y otro lado. Las sospechas llevan al convencimiento -falso o verdadero- de que una vez más de todo este dicho y hecho ganarán más los de arriba que los de abajo. Es lo que ha prevalecido, la tradición. Difícil situación operativa en cualquier sociedad que intente civilizarse. Esa alerta del BID no debe tomarse a la ligera. Fomentar la confianza es meta impostergable y urgente a cargo de este Gobierno.
Es verdad, el presidente gana credibilidad a partir de la independencia de la justicia, sin embargo, la barrera de “crisis de confianza” seguirá resistiéndose si su entorno no es limpiado de personajes retardatarios, fijados en lo peor del pasado. Gente sin interés alguno en promover cambios que eliminen viejas y malsanas costumbres.