Los ensayos de Federico Henríquez Gratereaux no están contaminados de monsergas. Son, por el contrario, una reacción fulminante contra el lenguaje embrollado que habían puesto de moda algunos teorizantes, para, con ese vocabulario prestado, con esas frases cohetes, con esa verborrea vacía de ideas y con escasísimo dones para interpretar y comunicar las realidades, hacerse adorar como mandarines.
Definitivamente, Federico es partidario de la cortesía orteguiana que es la claridad. Mientras otros cubren la incompetencia para pensar con un vocabulario oscuro, grandilocuente; y nos hacen naufragar en abismos y penumbras; Federico se enfrenta a los problemas dando la cara; no ha cometido el pecado de hablar doctamente de lo que no sabe; ni de contarle las cerdas al rabo sin desollarlo, como hacen muchos intelectuales catalógicos; ni ha dejado su cerebro empotrado en dogmas, como acaece con los intelectuales jesuíticos; ni se ha dedicado a refutar elucubraciones, fantasmas, nacidas de lo que él ha llamado con toda justicia “la momificación ideológica”. Todas estas reflexiones empalman con otros aspectos tratados previamente por el ensayista.
En la Feria de las ideas, Henríquez Gratereaux nos hacía ver la persistencia de los “intelectuales brutos”. Vale decir, de individuos mediocres que se enamoran de temas mediocres y a su vez los desarrollan con un estilo parejamente mediocre. Emplean un lenguaje falsamente técnico. Las librerías se hallan plagadas de libros inútiles, escritos por intelectuales sin talento. Libros en los que autores naufragan en bajezas, en cotilleos sin trascendencia y se entregan, sin sonrojarse, a un lenguaje embrollado. Pero el valor del pensamiento se impondrá por el interés, por la riqueza de la información, por el esfuerzo emprendido en el análisis y por el peso de sus síntesis. Al hablar sobre el estilo de la exposición en Schumpeter, en Ricardo, en Keynes, el ensayista nos muestra cómo se echa de ver en la prosa de estos intelectuales la claridad de pensamiento; la capacidad de análisis va pareja con la tradición literaria.
En La Feria de las Ideas, Henríquez Gratereaux se enfrenta entre otras cosas al culto a las abstracciones; echa de menos la responsabilidad de los intelectuales y trata multitud de temas con pericia, con profundidad, con ideas y con un ansia de desmenuzar puntillosamente cada tema. Nos expone de hito en hito toda la información pertinente; mete el escalpelo de sus razonamientos en el meollo de cada circunstancia y extrae argumentos depurados de objeciones. Y, finalmente, remata con definiciones, con interpretaciones sintéticas y muy bien hilvanadas. Un ciclón en una botella, título surrealista de uno sus ensayos de carácter sociológico. El autor hace diana en el fenómeno del caudillismo. Muchas de las preguntas lanzadas a la conciencia nacional todavía claman por respuestas. Se preguntaba Federico:
¿Por qué hombres tan bien dotados intelectualmente y animados por un generoso propósito, fracasan tan ruidosamente al llegar al poder? ¿Por qué, en cambio,otros hombres menos cultivados, o atroces, pero con una energía primitiva, logran empujar la sociedad por el carril que más les place?
Al tomar estos derroteros, el ensayista ausculta la mentalidad del dominicano, y trata de indagar por qué hemos padecido un oropel de dictaduras, y por qué el gobierno de los maestros de Ulises Francisco Espaillat o el de Billini se volvieron aguas de borrajas, y llega a varias síntesis, algunas de prosapia martiana, como ésta: “los líderes políticos no son intercambiables, trasladables de una sociedad a otra, como los funcionarios de una compañía multinacional”. En palabras del apóstol, el buen gobernante no es el político exótico que sabe cómo se gobierna al sueco y desconoce los elementos de su país; los políticos foráneos, enamorados de fantasías extraídas de libros que no explicaban nuestra realidad, fueron vencidos por los macheteros criollos. En las espesuras de la historiografía mete la sonda para iluminar los rasgos del liderazgo. Según esto, el líder tiene capacidad para organizar y para seducir, para generar la esperanza y la confianza; se espera, en una sociedad moderna, que el líder domine las doctrinas sociales y las teorías políticas, y que tenga valor personal, y desde luego que supere la pura contemplación de los problemas.
Pero muy rápidamente, Federico anticipa que junto a la idea de los hombres excepcionales, encarnados en caudillos que hicieron delirar a las masas, y que poseían a su vez una gran capacidad de convocatoria nacional, pululan los líderes de cartón piedra, estafas políticas vendidos como redentores por la propaganda y la publicidad. En muchos casos, ya no se exige ni siquiera que sean diestros en el manejo de la palabra. Se ha producido, según se deduce de la observación, una caída en la calidaddel liderazgo, para luego preguntarse, de modo clarividente:
“¿Cuáles son las consecuencias de que hombres vulgares y sin inteligencia dirijan un Estado? Y a seguidas se responde, en cuentas muy resumidas, con una imagen deslumbrante: “En algunos países los dirigentes políticos parecen niños jugando con explosivos”. En estos ensayos salpicados de hallazgos, y escritos con una inteligencia penetrante, puede el lector hallar respuesta a muchas de las encrucijadas que luego hemos visto explicadas con tramoyas verbales, con enmarañadas arquitecturas sociológicas: estadísticas, esquemas, jerga doctoral,que ocultan su impotencia para analizar, su escasa inteligencia y su cultura mediocre, tras las bambalinas de una supuesta disciplina científica. Federico nos aclara que la sociología es una disciplina, no la ciencia experimental. Que, aun cuando se valga de las encuestas, sondeos, resúmenes, para afirmar sus declaraciones; deja grandes porciones de la realidad en penumbras. Las universidades no venden inteligencia; los títulos no dispensan talento ni salvan al mediocre, y el lenguaje que emplean nos les hace participar de una realidad superior. En realidad, desde hace años Federico libra una sorda discusión con interlocutores sandios. Porque mientras él se vale de su poderosa y decantada cultura, de su capacidad explicativa y de una curiosidad insaciable; otros, en cambio, se refugian en los supuestos derechos de la disciplina, y en unas técnicas o en un lenguaje cifrado y todo ese teatro para llegar a conclusiones triviales y para hacernos naufragar en el espectáculo de su impotencia explicativa. De Ortega y Gasset aplica, ten con ten, algunos de sus deslumbrantes hallazgos. En La rebelión de las masas, Ortega nos habla de la barbarie del espacialismo. El peligro radica en que hombres que pueden ser muy doctos en la física cuántica, en la medicina o la gimnasia matemática o en el tratamiento de la esquizofrenia, quieren extender sus grandilocuentes conocimientos a otros dominios, en los que son, francamente, incompetentes.
Pero el ojo escrutador no se dirige únicamente a los otros. En muchísimos pasajes examina la faena del que escribe en los periódicos, y en ese intríngulis se transforma en pedagogo. Su arte poética se basa, primero: en tener algo que decir; segundo, tener siempre presente a su interlocutor; el autor dialoga con un lector imaginario, que le obliga a esclarecer cuanto dice; tercero, no improvisar absolutamente nada; cuarto, trasuntarnos su pensamiento, desembarazado de los estoperoles de la jerigonza. La prosa de Federico se vuelve cristalina. Se mueve rítmicamente al son de las ideas que argumenta, desarrolla, explica, penetra en las menudencias y en los ejemplos. Como periodista, como editorialista, Federico ha sentado cátedra. En esas cuartillas nunca pierde la compostura. Jamás lo hemos visto entregado al sarcasmo ni a la delectación que produce en muchos una prosa de guirero, de sonajeros sin ideas, que se han hecho reverenciar por sus frases cohetes, por sus chistes crueles, por el estupor que producen sus provocaciones y el vitriolo de sus lenguas viperinas. Toda esa borrasca, hija del resentimiento y la impotencia, ha sido copiosamente desechada. Si otros, y no pocos, han usado la lengua para destruir personas, para denostar, para mentir, descargar una salva de insultos zafios; Federico sólo la ha empleado para enseñar, para producir placer estético y para defender a su país. Pero su ejercicio no ha escapado a los sambenitos que le han colocado otros. Se le tacha de hispanófilo, de nacionalista y no se salva de algún que otro denuesto esgrimido con el ánimo de sulfurarlo. En la universidad del Estado, y en las cuadrillas de clérigos fraguados por los maestros intelectuales de los años de la Guerra Fría (1945-1990) se había implantado la interpretación historiográfica, sustentada por intelectuales brutos y miméticos, de que nosotros fuimos colonizados por España, y que los europeos, al igual que en África o en Indochina, obraron sobre estructuras bien deslindadas, imponiendo su lengua extraña y sepultando la nuestra, e implantando su religión. Según esta leyenda, difundida por un conocido historiador y dirigente político, para hallar la verdadera cultura dominicana, había que deshispanizar la cultura, inventarnos predecesores imaginarios. En realidad, España es uno de los componentes, no el único desde luego, de lo que ha sido el pueblo dominicano.
La hispanización del negro se produjo tempranamente. En los primeros cincuenta años, desaparecieron las lenguas africanas y de las tres lenguas indígenas quedó empotrado en la lengua española un copioso vocabulario de designaciones de plantas, utensilios, animales y lugares que la han enriquecido; son una huella indeleble de la experiencia americana en la lengua de Cervantes. No es concebible que hablemos de dominicanidad haciendo tabla rasa del hecho incontrovertible que desde hace poco más de cuatro siglos, desde que tuvimos conciencia del territorio, desde los días de las cincuentenas, enfrentados a la reina de los mares, a la pérfida Albión, representadas por los William Penn y Robert Vengables, los dominicanos nos hemos expresado en español. Hemos soñado, escrito, pensado en esta lengua, nacimos entroncados a la división política del Imperio español en América, y nacimos como un pueblo nuevo, resultado del Descubrimiento de América. Todo ello bastaría para despejar, y dejar sin efecto algunas de las trivialidades que se sirven hoy con aire doctoral. Primero, la hispanidad no tiene coloración étnica; no está condicionada por la biología, no se halla encastillada en la raza. A menudo se olvida que hace más de cinco siglos que la lengua española dejó de ser propiedad exclusiva de España. Se olvida, acaso con supina ignorancia, que en esta isla surgieron los primeros hombres de letras, el primer dramaturgo y se implantaron las primeras órdenes religiosas y se comenzó a enseñar, por vez primera, la lengua de Cervantes. La lengua española pertenece por igual a negros, blancos y mulatos, y otro tanto habría que decir del sistema de creencias religiosas, de las prácticas folklóricas: del carnaval, de las canciones del romancero. Segundo, que no podemos renunciar a esa herencia, como desean los nuevos utopistas, sin amputar nuestra historia, sin renunciar a nuestra literatura, a nuestros pensadores, a nuestros poetas, a nuestras canciones, a nuestro folklore. En resumidas cuentas: sin desgarrarnos, y sin provocar lo que Federico ha llamado, con mucho acierto, la guerra civil en el corazón. Una buena porción de sus ensayos se ha consagrado a esclarecer las sombras que han implantado sobre nuestros orígenes. Los grandes temas de los ensayos de Federico Henriquez fueron:
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la crítica al caudillismo o la vision cuartelaria,
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la defensa de la identidad nacional,
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la globalizacion que nos lleva a perder la soberanía cultural,
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las vulnerablidades de nuestra democracia,
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las amenazas que supone el problema haitiano,
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el papel que desempeña la cultura y la educación,
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critica al materialismo y la superficialidad,
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reflexiones sobre la espiritualidad y la trascendencia
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Etica y moral en la vida pública
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10.La emigracion y la diaspora dominicana
Al igual que Bosch y Balaguer, Federico tiene la mira puesta en el fenómeno literario. Cuando aborda el caudillismo no puede sustraerse . interpretación profunda del poema "El compadre Mon" de Manuel del Cabral entrocándolo con la visión cuartelaria. Cuando toca el tema de las Antillas birraciales, entra inmediatamente en una de los grandes poemas de la cultura dominicana, Yelida, de Tomás Hernández Franco, el poema se refiere al mestizaje de razas y culturas.En Yelida se enfrentan dos teogonias: la de los dioses nórdicos y los dioses africanos, los luases de Haití. Esta batalla aparece adobada con el coro griego que anuncia lo que va a pasar: “ perdida iba a quedar para artico, en su mansa vegetacion de pinos, perdida iba a quedar, en las islas de fuego condenada”.
Franklin Mieses Burgos lo había designado como su albacea literario. No había ocasión en que no evocara la poesía de Mieses Burgos. Cuando escribía de la trascendencia, de lo universal, de los orígenes, en la significacion en un mundo lleno de misterio y contradicción. Era común oír de su boca, el comienzo de “Barro inaugural”,
sólo una gran piedad pudo crear los mundos
eternos sin hastiarse.
Sólo una gran ternura pudo sembrar la vida
como se siembra un árbol:
la jubilosa voz de una semilla.
No pudo ningún otro posible sentimiento
alzar nuestro destino;
nuestra meta mayor ante la eternidad
absorta que nos mira,
desde sus hondos ojos
de solitaria estatua preferida.
Delante de su ataúd, no puedo sustraerme a todos los versos de Franklin que saldrían de su cantera. Se me ocurre retratar el momento con los versos finales de la Elegía en la muerte de Tomás Sandoval. Una de las piezas preferidas de Federico.
En litoral amargo de llanto sin pañuelos
las verdes hojas anchas sacudidas
por tropicales ráfagas de horno,
te están diciendo adiós,
y tú no miras
En el recuerdo de Federico se hallan las conversaciones. Los relatos de viajes. Conoció todas las maravillas del mundo: El Coloso de Rodas, las pirámides de Egipto, la Europa del Este, la catedral de Constantinopla, las alturas del Machu Pichu, El muro de las lamentaciones, la catedral de Notre Dame. Sus relatos de viaje eran deslumbrantes. Pero de todos los temas de sus conversaciones, el más sobrecogedor es su relato del despeñadero de Ronda. Era tal la impresión que el personaje de su novela Ubres de novelastra,Ladislao Ubrique queda fuera de sí en el tajo de Ronda . Se asemeja a Bolívar en en su delirio del Chimborazo.
En sus conversaciones solía revivir los tiempos. Era un mozalbete, alto, cuando entró en el Frente Revolucionario, unas de las ramas del Movimiento 14 de junio. A comienzos de enero fue detenido por la Policía Política del régimen de Trujillo. Poco después e en la madrugada del 13 de enero de 1960 detuvieron al jefe del Movimiento, Luis Gómez Pérez. La vida de Federico pendía de un hilo. A Gómez lo torturaron, estuvo en la silla eléctrica: “Si ese muchacho hablaba, me hubiesen masacrado. Le debo la vida a ese muchacho”, decía con la voz quebrada y lágrimas en los ojos. Luis Gómez resistió. Nunca habló. Federico lo consideraba un héroe.