Conocí a Federico Henríquez Gratereaux en la Logia Cuna de América, en aquel salón literario  desaparecido  hace ya  varias decadas. Por allí pasó un tropel de poetas y escritores en agraz, gente que amaba alternar en ese mentidero, en cuya primacía se hallaba la presencia infaltable y señera del poeta Franklin Mieses Burgos, tocado siempre con boina vasca, pitillera entre los labios y enfundado en una inmaculada guayabera blanca.  Al llegar a ese patio interor, Federico saludaba con el  santo y seña, que era, nada más pero tampoco nada menos, que el responso a Verlaine:

Liróforo celeste, que al instrumento olímpico y a la siringa agreste diste tu acento encantador,

Pan Panida, Pan tú mismo, qué coros condujiste hacia el propileo sacro que amaba tu alma triste al son del sistro y del tambor.

 Que tu sepulcro cubra de flores primavera de amor si pasa por allí,

 que el fúnebre recinto visite Pan bicorne,

que de sangrientas rosas el fresco abril te adorne y de claveles de rubí, que púberes canéforas… etc.”

Hecha esta ceremonia de grata recordación, dedicada al inolvidable Rubén Darío,  comenzaba entonces la tertulia.

Allí convergían los antiguos masones:  el venerable  don Enrique Apolinar Henríquez,  el poeta Antonio Fernández Spencer, Frank Logroño,   Rafael Alburquerque Zayas Bazán y su hermano Marcelo, Manuel del Cabral, Héctor Incháustegui Cabral, don Tomás Tavarez Juliá, el dramaturgo Carlos  Acevedo, el historiador Frank Moya Pons,  Diógenes Céspedes entre otros .  En las tardes, al salir de clases en la Alianza Francesa me dirigía infaltablemente a la Cuna de América. Era yo, un duende en el hombro de los gigantes.

Supe luego por explicaciones de don Quiquí Henríquez y del padre Amigó que en ese falansterio  vivió el grande del Siglo de Oro español, Tirso de Molina, de 1616 a 1618, y qui allí escribió  Los cigarrales de Toledo y La villana de Vallecas. El padre Amigó, jesuita cubano, advirtió en el vocabulario de Tirso de Molina la presencia de voces del taíno de La Española, a saber: cacao, guarapo, yuca, canoa, carey, casabe y nos dijo que el  sacerdote mercedario era , muy probablemente, aficionado a un postre de Santo Domingo, llamado el jaojao.

Todos los viejos masones sentían veneracion por Federico, cuyos artículos publicados en el vespertino Ultima Hora eran comentados prolijamente en la tertulia. Federico llevó a Fernández Spencer a las tribunas de opinión de Ultima Hora , y entonces se añadieron en la tertulia, además, de los ensayos de don Quiquí, la columna de Frank Marino Hernández,  los Fragmentos de un Diario Nonato, que eran las glosas, siempre literarias, de Fernández Spencer.

Federico hablaba muy doctamente de sus grandes experiencias. Encabezo la comisión dominicana que viajó a Argentina para llevar al Panteón Nacional los restos de Pedro Henríquez Ureña. En Buenos Aires compartió ampliamente con el poeta y escritor Jorge Luis Borges, y recordaba punto por punto, sin omitir menudencias cada diálogo con el gran escritor que  mostraba una indeclinable admiración  por el dominicano  Heníquez Ureña, llamándolo maestro de América.

En otra ocasión, le oí contar su encuentro con el gran filósofo y humanista español don Julián Marías, a quien sirvió de cicerone en el Alcazar de don Diego Colón y en Nuestra Catedral Primada.  Y en ese palacete, el interés de Marías se centraba en ver las ergástulas, las mazmorras, donde colocaban a los  desafectis  y a los castigados.  En  varios pasajes de   La Feria de las Ideas (1984) se refiere a sus lecturas y conversaciones con el gran filósofo español.Hablaba con mucho palique de don Julián Marías, y particularmente de su hallazgo sobre los “ intelectuales brutos”, pero la diana de sus reflexiones filosóficas se centraban en Ortega y Gasset que era, a no dudarlo , su gran maestro. Decía que había aprendido muchísimo de la peña en la casa de don Cundo Amiama.  Una generación necesita maestros, y no es posible llegar a ser maestro, sin haber sido antes un buen discipulo.

Era Federico, al igual que el autor de El Espectador, un maestro del artículo breve, la síntesis ingeniosa.

Tenía en su haber la doble dimensión orteguiana.

  • Una vertiente en la que se explaya su erudición que aparece en sus ensayos: Negros de mentira y blancos de verdad (1988) Peña Batlle y la dominicanidad (1990) ,  Antillas birraciales (1990) La guerra civil en el corazón (1993) Un antillano en Israel (1995), La globalizacion avanza hacia el pasado (1995), Un ciclón en una botella (1996)
  • Pero también se hallaba la perspectiva puramente literaria:, Empollar huevos históricos (2001), Disparatario (2002), Pecho y espalda (2003) y Ubres de novelastra (2008).

A lo largo de su vida, Federico fue un trabajador incansable. Impresor, director de Fundapec, Secretario de Informacion de la Presidencia durante el Gobierno del presidente Antonio Guzmán,  Viceministro de cultura, etcétera. Pero su actividad principal fue la de periodista. Como columnista de El Caribe llegó a tener tanta preponderancia que fue contratado por la agencia ALA, y sus articulos se distribuyeron durante decadas por todo el mundo hispánico. Posteriormente por encomienda de su amigo Carlos Alberto Montaner paso a la agencia Firmas. De su labor periodistica hay una mucha tela que cortar: fue editorialista de algunos noticieros, presentador y productor durante  tres décadas del programa  Sobre el Tapete y director y editorialista del periódico El Siglo ( de 1997 a 2002). Como periodista en el ejercicio vivió muchos episodios pintorescos. Le tocó viajar a Mexico, en el avión presidencial junto al Presidente Juan Bosch, para responder a una invitacion del presidente Adolfo López Mateos,  y reportar las menudencias del viaje para El Listín Diario. Contaba Federico las peripecias de aquel viaje: el avión había sido descartado por la Fuerza Aérea. El embajador Bartlow Martin le ofreció un jet nuev o y moderno, pero Bosch quería irse en ese avión.  El avión no resistió la travesía.  Tuvieron que aterrizar de urgencia en Kingston, como Bosch se negó a desembarcar las maletas, todos llegaron a México sin afeitar y sin cambiarse de ropa. Como Bosch rechazaba la a usar la banda presidencial, hubo que confeccionarla una, que usó en el balcón del palacio de Los Pinos, El presidente de Mexico le obsequió un estuche con  dos gallos de peleo forjados en oro y Bosch, en cambio,  le regaló una caja de puros y un par de guineas vivas metidas en una jaula de madera con rejas de mimbre. Muchos años después, cuando ya se habían desvanecido los apuros del aquel viaje memorable, Federico  que en algun momento  llevó la jaula  se consideraba un personaje del Macondo de García Marquez.

Buen disertante, de memoria prodigiosa. Los lectores del porvenir desconocen una parte importantísima de su magisterio, que eran su programa  “Sobre el Tapete”, en los cuales Federico pensaba mientras hablaba, y hacia hallazgos improvisados como los músicos de jazz que encuentra melopea mientras tocan el instrumento. Recuerdo los muchos programas que hizo con Enerio Rodríguez,  discurría con su enorme cultura sobre el mundo griego,  sobre Ludwig Wittgenstein y el famoso Tractatus Philosophicus, sobre Bertrand Russel, sobre Hegel y Marx.  Su mente era una biblioteca donde se empozaban sus lecturas, convertidas en erudición, donde revoloteaba en varias disciplinas a la vez. Para era lo mismo darse un garbeo por la filosofía de Sócrates del Eutifron. Socrates cree que la verdad es un fruto del razonamiento y luego penetrar en el mundo de Kant o en el universo de los mitos de Mircea Eliade. Había en él una sed de conocimiento. Un deseo de explicar y enseñar. Porque Federico era un pedagogo, aun cuando nunca estuvo en un aula, paso la mayor parte del tiempo enseñando en la conversación, en la entrevista, en la disertaciones de los programas. Tenía Federico una curiosidad interminable.  Lo vi , a veces, meterse en la física de Heisenberg, en las menudencias de la inteligencia artificial o en los pormenores de la sociologia de Bauman.

Billini, Espaillat y Juan Bosch. Notas para una sociologia de la sociedad dominicana. Identidad persistente y mutante, porque permanece la sociedad dominicana y manifiesta su lealtad a su estructura histórica.

Siempre fue un trabajador incansable. Había sido impresior, editorialista del noticiero, director en Fundapec,  Secretario de Estado de Informacion del Presidente Antonio Guzmán, director del periódico El Siglo y Viceministro de Cultura y casi siempre, todo el tiempo, solo ha sido escritor y periodista

Y allí asistimos deslumbrados ante las explosiones dialécticas de Fernández Spencer; ante los hallazgos de un Fernando Vargas, que, recién llegado de París, parecía el Melquíades de los Cien Años de Soledad, y desde luego ante la facundia torrencial y enriquecida por una desleída cultura de Federico Henríquez, que muchas veces llegó con su padre, don Herminio, a quien acomodaba presuroso en la mecedora, y por quien expresaba una auténtica veneración.

Y aun cuando éramos gente de logia, rodeados de masones y venerables, en lo que toca a la actividad intelectual, podía decirse que Federico no pertenecía a ninguna de las capillas intelectuales conocidas. En sus años mozos, había dado claras muestras de antitrujillismo, y no había ni en su prosa ni en sus preferencias políticas ninguna de las señas de identidad de ese pasado que tuvo una influencia ejemplar, y que servía para establecer la nueva tabla de valores sociales. Había, como ocurre casi siempre en nuestro país, dos tipos de antitrujillistas. Aquellos que mantuvieron viva la llama votiva de la resistencia y que acaso pagaron con sus vidas la defensa de la libertad, y la de aquellos que una vez consumado el magnicidio se han dedicado a reescribir la historia, para ponerse los estoperoles de la gloria, e incluso muchos de los que en aquel punto y hora, habían guardado en un baúl secreto sus arrestos, sus escrúpulos y la grandilocuencia que ahora exhiben, se han convertido en inquisidores, han constituido un Santo Oficio, y han convertido el antitrujillismo en mercancía política, para hacerse adorar como semidioses, persiguiendo a imaginarias reencarnaciones del dictador personalista.

Entre los contemporáneos de Federico, y acaso entre los intelectuales jóvenes, reinaba el credo marxista en las universidades, en las creencias transformadas en dogmas. Había algo en común, entre un mundo y otro. Ambas habían creído en el partido único. Ambos habían soñado con sociedades de pensamiento dirigido, en ambas circunstancias se habían propuesto alimentar el mito del hombre nuevo; en ambos situaciones se había instalado un sistema represivo que había transformado las sociedades en cárceles. En la dictadura de Trujillo, sin embargo, se había montado el teatro democrático: se celebraban elecciones cada cuatro años; a veces se producía la alternancia con presidentes peleles; se impartía justicia solemne con hombres de paja y, en los discursos de sus trovadores, se hablaba del dictador como campeón de la democracia; pero, por debajo de esa caricatura, en la que transcurrió toda la infancia y los años mozos de Federico, se hallaba el culto a la personalidad. Las palabras del dictador se convirtieron en catecismo; la oposición verdadera paraba con sus huesos en las ergástulas; no había libertad de asociación; no había libertad de pensamiento ni de expresión; la población civil se había incorporado al espionaje del Estado, bajo el sistema del caliesaje. Sin duda, el haber vivido con inteligencia y con las luces de Federico esta circunstancia, fue, acaso, el antídoto ideal, para resistir a la tentación de respaldar las dictaduras celestes, que nos proponían las utopías de los años setenta. Las semejanzas aumentaban el horror. Sólo que ahora se le pedía al intelectual que renunciara a la sociedad abierta, al pluralismo político, a la libertad de expresión y de asociación, en nombre del progreso, del sentido de la historia. Y, además, se disfrazaba toda esa tramoya, con el peplo sagrado de la ciencia. Nueva vez, Federico resistió esa tentación, y entonces aquellos que pregonaban la llegada de la Revolución no le ahorraron adjetivos ni ultrajes. Los que defendían la democracia; los que respaldaban la libertad de asociación y de expresión; aquellos que se mantenían en la creencia de que el poder del Estado era propiedad privativa de la sociedad, que se delegaba transitoriamente a unos gobernantes mediante el sufragio, eran acusados sumariamente de ser unos reaccionarios, de ser atrasados, de rémoras del sentido de la historia. Porque, alparecer, se llamaba personas avanzadas, progresistas, aquellos que mantenían una indulgencia con esas dictaduras, y que respaldaban una sociedad totalitaria. Toda esta estafa ideológica, Federico la describe magistralmente en su ensayo “El terrorismo moral”. De allí extraigo este pasaje, verdaderamente memorable:

La confrontación ideológica que se vive hoy en todo el mundo está exigiendo a muchos ciudadanos pacíficos, y no primariamente políticos, pensar en estos cruciales problemas y enfrentar el terrorismo moral que deforma la verdad y retuerce el pensamiento. (…) Muchos de los intelectuales marxistas ya no son contestatarios;ellos repiten consignas, son, a lo sumo, afirmatarios; ellos repiten consignas al unísono, como canciones del Coro de los Mormones. Y es que los intelectuales marxistas son el establecimiento –the establishment– lo consabido, lo escolástico,lo que se dice de memoria. Revistas y universidades cuentan los pelotones uniformados de intelectuales marxistas, que gozan de variados privilegios sociales por ser propietarios de algo así como el monopolio de la redención de las masas”.