Hay un fantasma que transita los pasillos de las academias y las mesas de las tertulias: lo políticamente incorrecto, con el cual las necesarias posturas frente a prácticas corrosivas se ven mermadas por el miedo al rechazo, la burla o el estigma, lo que promueve una pasividad generalizada y aprendida, que va entronizando en nuestra cotidianidad la “verdad” conveniente. De tal modo, lo que proviene de cierto poder y encuentra suficiente difusión, genera una validación perceptiva.
La validación perceptiva es un a priori con el cual la opinión publica valida la información puesta a circular, no porque la misma tenga base de sustentación, sino porque transita y se difunde con mayor profusión que otras. Es obvio que esa profusión está marcada por el sesgo de determinados intereses, lo que deja a la disidencia solo unos cuantos hablantes que, no importa todas las pruebas y argumentos que manejen, serán simples disidentes.
La gravedad de ese fenómeno perceptivo es que suministra herramientas de descalificación al poder. Siempre que desee anular decires no convergentes con sus proyectos, será suficiente con mover la espiral. Como reveló un estudio de Neumann en la década de los setenta, los sujetos tienden a adecuar su comportamiento a la opinión predominante. Esto explica porque somos testigos de juicios televisivos y análisis retóricos reiterados y tejidos por fuerzas invisibles.
No tratamos aquí de la fuente que puede aprovechar la propaganda como mecanismo de sugestión, o de la posverdad y otras formas de la mentira; se trata de la distorsión perceptiva inducida en el propio destinatario, que desemboca en un poder más allá de la persuasión, cuya inoculación es más eficaz pues, como señala Baudrillard, refiere al poder de la seducción.
Pero, la paradoja es que los que propugnan por libertades son los que rabiosamente cierran la posibilidad de otra voz.
El sujeto seducido se piensa creador de su opinión sin darse cuenta que esta está homologada, antisépticamente diseñada y dirigida a un propósito.
Lo políticamente correcto, es un término que ha cobrado fuerza en este nuevo milenio; sin embargo, fue puesto en boga por la izquierda norteamericana de los años 70 para referirse a la censura de ciertos discursos por parte de la derecha de entonces. Ahora, dicha censura también proviene de una “nueva izquierda”. De lo políticamente correcto se espera una neutralidad inclusiva utópica, cuando en realidad oculta una censura tan corrosiva como las de derecha.
Ya me he situado desde antes al lado del derecho al disenso como prerrogativa de la democracia. Sin embargo, el pensamiento divergente está siendo desacreditado por una segregación del que así piensa. Segregación intelectual que se expresa en la separación, el distanciamiento social del infectado y la puesta en cuarentena del pensamiento fuerte que pugna por un fin de la posmodernidad que se acomodó sin riesgo al estatus quo.
Es sorprendente como en la actualidad se ha normalizado la práctica de tachar y borrar cualquier discurso que pueda parecer disidente con un consenso que, más bien, se perfila como conformismo, cansancio, intentos fallidos; en una palabra, desesperanza. Por ello cuando escucho hablar de progresismo, me pregunto en qué dirección estamos yendo; porque es más que sabido que lo novedoso no es nuevo, ya que a cada momento se recuperan chatarras ideológicas.
Hace poco topé con un texto que desvió mis lecturas: La mente parasitaria, cuyo autor, Gad Saad, me era desconocido. Su tesis central resuena cercana a ideas que en solitario he espolvoreado en mis artículos sin encontrar una piedra que devuelva aun el eco. Pero, aclaro que la mirada del señor Saad evidencia sus preferencias, por lo que peca de lo mismo que critica.
La referida tesis de Saad: circulan con pleno poder “ideas patógenas” que infectan el pensamiento “libre”. He llamado la atención de la “infección” de los lenguajes que suponen una cierta especialización, como el de la psicología, donde se siembran conceptos y se validan como si realmente esa disciplina los autorizara, y rápidamente los que suponemos expertos incorporan “idiolectos” y normalizan decires acientíficos.
Pero no solamente se implantan los idiolectos que terminan sustituyendo el lenguaje de uso común o anulando el especializado, sino que también promueve censura a la libertad de expresión, tachaduras y, en casos extremos, persecución. Si persistes en hablar desde algún saber –psicológico, sociológico, biológico– sobrevendrá la censura.
¿Dónde se pone de manifiesto el autoritarismo de lo políticamente correcto? En la rabiosa descalificación de lo diferente, en el sesgo de las costumbres, en las consecuencias negativas de posturas desaforadas.
Habría que suponer que en estado actual de las cosas, donde opera una ebullición por los derechos individuales, la diferencia de pensamiento debería pasar sin ningún obstáculo. Pero, la paradoja es que los que propugnan por libertades son los que rabiosamente cierran la posibilidad de otra voz. Sin dudas, asistimos, no a la muerte de la modernidad, sino a su reverso.