No tengo razones para ser ni pro ni anti-haitiano. La República Dominicana y la República de Haití son dos estados independientes que comparten una misma isla producto de las luchas imperiales de los siglos XVII Y XVIII entre España y Francia.

Tres malditos tratados fueron la solución a esos conflictos imperiales.

El de  Ryswick,  del 20 de septiembre de  1697, mediante el cual España cede la parte occidental de la Isla Hispaniola (Haití) a Francia, donde esta asentó, su más rica colonia sobre la base de miles de esclavos capturados como animales de diversos pueblos y etnias africanas.

El Tratado de Aranjuez, del 3 de junio de 1777 mediante el cual se estableció los límites territoriales entre ambas partes de la isla.

El Tratado de Basilea, del 22 de Julio de 1795,  mediante el cual España cedió toda la isla a Francia.

Esa es la causa de que en una pequeña isla de 77 mil kilómetros cuadrados existan dos países, de etnias, idiomas, culturas, religión, costumbre y tradición totalmente diferentes, imposible de fusionar como pretenden organismos internacionales.

Por una mala interpretación del tratado de Basilea, las élites haitianas han entendido y fomentado por varios siglos la irracional e impracticable idea de que la Isla es una e indivisible, aumentando el odio y la malquerencia hacia los dominicanos.

La ocupación de nuestro territorio por más de dos décadas y la realización de innumerables incursiones armadas,  después de proclamada nuestra independencia el 27 de febrero 1844, han sido también causas para que en nuestro país crezca un sentimiento antihaitiano.

En ambos lados de la frontera el “anti” ha sido caldo de cultivo para que grupos exacerben los ánimos, fomenten el odio y la división entre nuestros pueblos, situación que a ninguna de las dos naciones le conviene.

La situación por la que atraviesa el pueblo haitiano es terriblemente calamitosa, controlada por pandillas y bandas paramilitares auspiciadas por sectores económicos y sociales que se benefician de la misma, sin gobierno y sin una autoridad que imponga el orden.

Sin los más mínimos servicios básicos de subsistencia para la vida humana, el peligro de la emigración hacia el Este es la mayor tentación del pueblo haitiano.

De esa desgracia se benefician empresarios y traficantes de trata humana de ambos lados, unos venden mano de obra barata y otros compran mano de obra semi esclava.

El trasiego de ilegales se ha convertido en un negocio tan lucrativo como el del tráfico y venta de sustancias controladas.

Como Haití no tiene importancia ni económica ni política para las grandes potencias, sobre todo Francia, Estados Unidos y Canadá que han devorado su riqueza en el último siglo, lo han abandonado a su suerte, dejando que nuestro país cargue con el mayor peso de la crisis.

Los dominicanos hemos sido los más solidarios con el pueblo haitiano, pero no podemos cargar con el mismo. La solución a sus problemas no está en nuestras manos.

Es necesario reglamentar nuestra política migratoria, aplicar las leyes sobre la materia, sin violentar derechos fundamentales de todo ciudadano sin importar su nacionalidad.

La convivencia entre vecinos es de reglas claras y respeto mutuo. Fomentar el odio y la xenofobia entre nuestros pueblos es una mala práctica que a nadie conviene.

Nos guste o no, la isla de Santo Domingo está habitada por dos pueblos: el pueblo haitiano en la parte Oeste, y el dominicano la Este;  y eso será así "In Sæcula Sæculorum".