A Jochi Mármol, fraternalmente.
Mi pintura, es un pensamiento que ve sin nombrar lo que ve. René Magritte
En el óleo Muchacha leyendo una carta (hacia 1657), Johannes Vermeer revela una escena doméstica al parecer intrascendente, en la que una joven, misiva en mano, aparece posicionada de pie ante a una ventana.
La iluminación que ha penetrado aquel humilde recinto resalta los detalles del escenario gracias al magistral pincel del genial holandés: el ocre que adorna las paredes, los rojos de una cortina que parecería surgir desde el ángulo superior del cuadro, y el carmesí de la delicada sobrecama que, depositada en el plano inferior, acoge la magia de la luz y la penumbra adoptando roles protagónicos en este incomparable lienzo.
Mas, un detalle de decidida relevancia simbólica reposa sobre la cristalería de la ventana abierta: el enigmático semblante de la protagonista cuyo brillo sacudirá nuestra imaginación y descubrirá una nueva expresión. La del elemento representado en el perfil oculto, desnudado y transformado en el universo de la imagen especular.
El espejo, superficie reflectora por excelencia, es el artefacto representado y de representación que con mayor destreza definió la idea poética del rebelde surrealista Paul Delvaux; en los crípticos ambientes y extrañas efigies que caracterizaron sus composiciones, dicho dispositivo se conformó en nexo entre vivencias y lo depositado en la tela. Vínculo entre introspección, conciencia, y exploración del conocimiento.
En Mujer ante el espejo (1936) observamos una silueta femenina plasmada en una cueva alumbrada por la claridad exterior cuya cara se asoma reflejada ante sí; sin embargo, las miradas no se encuentran. La del personaje está perdida, ajena a su faz que le mira directamente en evidente alucinante encuentro acontecido a ambos lados del cristal. La presencia de sendas miradas divergentes en el locus ficticio del espejo ha señalado algún crítico, testimonia la existencia de dos entes independientes atrapados entre las apariencias reales y las ilusorias. He aquí un ejemplo de telas que tres siglos de por medio, emplearon el motivo del espejo como artilugio que aproxima reflejo, transparencia y ocultamiento; y no solo como excusa temática desveladora del planteamiento pictórico per se, sino como provocación al raciocinio.
Desde la antigüedad hasta mucho tiempo después, el Hombre ignoró que era la física de la luz lo que otorgaba vida a las imágenes reverberantes; verse reproducido sobre el metal le encomió a abrazar lo divino y misterioso como fuente originaria del fenómeno de duplicación ilusoria. Fascinado por semejante experiencia, examinó cristales, superficies metálicas y acuáticas, convirtiéndose estas últimas en las formas más ancianas del reflejo paradigmáticamente evidenciadas en el mito de Narciso. Lo acontecido a Narciso representa el sujeto que se “descubre” en sí mismo y en ese otro que flota en el agua; que se reconoce en su imagen e imitación perfecta como encarnación (deformada) de la belleza. Desafortunadamente nuestro personaje caerá en la trampa y se enamorará de dicha imagen hasta darse cuenta muy tarde de que era la suya propia.
En la Grecia clásica fundadora del pensamiento occidental, el modelo reflectado estaba conectado más al concepto de profundidad y exploración interna del pensamiento que a la asignación de identidad. Será la Filosofía la disciplina que catapultará su interpretación espiritual y metafísica y demás asignaciones cognitivas a manos de Diógenes, Proclo y Séneca; de Leibniz, Kant y Nietzsche, hasta arribar a la contemporaneidad de Eugenio Trías evidenciada en Crítica de la transparencia pura (1985).
Para el primero de estos pensadores, el vidrio no reflejó únicamente rasgos físicos sino la condición espiritual del individuo; en el segundo caso, este revelará verdad y solo verdad, porque cualquier rastro de impureza aparecerá evidenciado en él. Leibniz, a su vez, ejemplificó una fresca propuesta en la que el espejo será tanto retrato del universo como testimonio del hombre, y, en consecuencia, cesará de ser instrumento mimético transformándose en fuente de expresión. Kant y Nietzsche, por último, lanzarán al ruedo del debate pioneras consideraciones en las que la metáfora de lo reflejado redefinirá para siempre las relaciones acontecidas entre sujeto, imagen y realidad.
La psicología, por su parte, preocupada por la capacidad simbólica del espejo como constructor de ideas y rector de la comprensión del ser y sus complejidades, edificará un robusto corpus sobre las referencias al mundo de la refracción mejor evidenciadas en los aportes de Piaget, Freud, y sobre todo Lacan. Este último a través de su Le stade du miroir, concepto que designa la etapa del desarrollo en la cual el niño se descubre a sí mismo ante el cristal y que delimita un antes y un después dentro del psicoanálisis. Semejantes sucesos, según Lacan, establecerán al yo como instancia psíquica gracias a esa primera identificación facilitada por la visualización de la imagen individual y la “ajena” en la superficie refractante destello del alma.
Narrar el periplo del espejo será contar también la historia de la luz, la mirada, y los fenómenos ópticos asociados a ella. Sobra decir que es en el ojo donde se iniciará todo; él es origen del acto perceptual del entorno y el universo, primer gran espéculo que asimila lo reflejado. Gracias a las regiones cerebrales a cargo de la visión, aquello retornará a la propia conciencia individual transformado, ya no como metáfora mimética sino como resultado del ejercicio provocado por el pensamiento e interpretación personales.
Cuidadosos de no convertir estos comentarios en disertación científica sobre la óptica y sus fenómenos físicos, acotaremos únicamente que reflejo y transparencia (espejo y cristal) coexisten en íntima simbiosis compartiendo características similares a pesar de aparentar poseer rasgos antitéticos. La luz, en su esencial constitución de onda electromagnética que se propaga y gracias a los campos que genera, provoca la oscilación de electrones en las superficies materiales, sobre todo metálicas, que a su vez inducen reflexiones reproductoras de imágenes simétricas cuando de una cubierta plana se trate. En lo que respecta al cristal, la electrodinámica cuántica establece que, aunque la mayoría de los fotones que componen un haz de luz atraviesan su superficie, apenas una fracción será necesaria para generar el motivo reflejado.
Será Foucault, por otra parte, quien estremecerá la idea de la reflexión en la modernidad partiendo de la transformadora concepción del espejo como “no-lugar”; como espacio que tan solo existe en el reflejo o en la mente: “Me veo donde no estoy, en un espacio irreal que se abre virtualmente detrás de la superficie, estoy allí, allí donde no estoy, soy una especie de sombra que me da mi propia visibilidad, que me permite mirarme allí donde estoy ausente”. Así, y según ha indicado el académico Carlos Román Echeverri, Foucault sostendrá la transformadora idea del espectador que “…suplanta los roles de los personajes reflejados, y, de alguna manera, se involucra en la profundidad espacial aparente del reflejo”. Se tratará, pues, de una decidida conversación en la que la muda superficie del cristal azogado protagonizará aquel diálogo.
Si las comentadas obras de Vermeer y Delvaux partieron del espejo y lo reflejado a fin de provocar la mirada, Magritte representará las cosas de tal forma que será imposible adjudicarle significados particulares; porque a su modo de ver, la pintura no es reflejo del objeto como tal sino de lo que el artista piense sobre este. Su oeuvre estará desprovista de preocupaciones por la materialidad propiamente dicha (lienzo, pigmentos, pinceladas), aunque pletórica de “cuadros pensantes” que reflexionan sobre el arte constituyéndose de tal forma en una verdadera propuesta metapictórica. Aún más, el belga contrastará la superficie reflectora y lo manifestado en ella con escenarios de aparente nimiedad motivado por un confeso propósito: evocar misterios que afirmen la paradoja de aquello que no es sentido ni sinsentido, como expresó alguna vez. Estas y otras anotaciones sobre Magritte aparecen en el enjundioso y poético introito que acompaña el catálogo de la muestra de sus trabajos exhibida actualmente en el madrileño Museo Nacional Thyssen-Bornemisza.
La exquisita pluma del docente y crítico de arte Guillermo Solana, comisario de la exposición, detalla su itinerario abordando a Magritte a través de sus recursos metapictóricos: autorretratos, la introducción de la escritura en la pintura, figura y fondo como componentes del campo visual, el cuadro dentro del cuadro, la supresión del rostro en la efigie humana, semejanza-mimetismo, y el extrañamiento; este último, ubicuo rasgo del trabajo magriteano que sustrae la figura y los artefactos de su entorno habitual proyectándolos en contextos ajenos a todas luces incompatibles. Dos incomparables telas sustentan las afirmaciones aquí vertidas: el archiconocido cuadro El espejo falso (1929) y el no menos admirado óleo La reproducción prohibida (1937).
En el primero, se nos desvela una ventana al exterior que parte de en un gran ojo avizor de nubes depositado sobre un azulísimo cielo desprovisto de matiz alguno; intimidante ojo, si se quiere, que impertérrito, contempla al espectador. Curiosamente, el perímetro del marco insinúa que el paisaje está siendo reflejado en el ojo mismo, de forma que la imagen es puerta al interior que invita a “mirar” en ambas direcciones. Un falso espejo que plasma la realidad irreal, que cuestiona la certeza de lo aparente mientras “ve tanto como es visto” y que deslinda los confines entre el universo interior y el exterior.
En La reproducción prohibida Magritte ha estampado el torso de un hombre posicionado frente a un espejo situándolo a espaldas del observador; no se evidencia, sin embargo, el plano frontal de este personaje convirtiendo la obra en un cuadro mentiroso. Antinatural, mejor aún. Parecería que se trata de un doble, de un ente duplicado que puede ser él mismo y también la réplica de un otro. Boutade que la crítica ha interpretado como muestra, insistimos, de la cuasi obsesiva pasión del artista que pretende destruir todo vínculo entre lo aparente y lo representado empleando el campo de batalla de la metáfora especular.
Ventana que desnuda el alma, a través del transcurrir histórico espejo fue mito, trampa, y artefacto divino. Útil herramienta bélica concebida por Arquímedes durante el Sitio de Siracusa dos centurias antes de Cristo, y, a la fecha, reconocidísimo fetiche erótico. Lo reflejado narrará descubrimiento, identificación, y proyección de formas semejante a la visión; acto recíproco de ver y ser visto gracias al ojo, filtro primigenio que transforma lo percibido en infinitas significaciones tras la exégesis que el pensamiento nos regala. Se trata de la creación artística misma, en suma.
Esa capacidad creativa de la superficie reverberante fue a la que el conmovido Borges aludía mientras narraba la experiencia de la reflexión en un imperecedero verso suyo: “Yo que sentí el horror de los espejos/ no sólo ante el cristal impenetrable/ donde acaba y empieza, inhabitable,/ un imposible espacio de reflejos/ sino ante el agua especular que imita/ el otro azul en su profundo cielo…”. Cabe aprehender el simbolismo de estos versos en el contexto de nuestros días, época del Homo videns obnubilado por la apariencia, quien, confundido como Narciso, parece haber olvidado la infinita magia oculta tras los espejos.